CULTURA › ENTREVISTA A FRANÇOISE DAVOINE Y JEAN-MAX GAUDILLIÈRE
En su libro Historia y trauma: la locura de las guerras, estos dos psicoanalistas franceses analizan qué ocurre en situaciones extremas, como una contienda bélica, cuando todas las certezas explotan y se desmoronan con una radicalidad profanadora.
› Por Silvina Friera
La reformulación de la célebre sentencia wittgensteniana arroja luz sobre un complejo campo de batalla entre pacientes y analistas: “Lo que no se puede decir, no se puede callar”. Es la frase de apertura de Historia y trauma: la locura de las guerras (Fondo de Cultura Económica), un libro extraordinario escrito a cuatro manos por los psicoanalistas franceses Françoise Davoine y Jean-Max Gaudillière, quienes fueron invitados por las Abuelas de Plaza de Mayo en el marco de los diez años que celebra el Centro Terapéutico de la institución, a cargo de Alicia Lo Giúdice. ¿Qué ocurre en situaciones extremas, como una guerra, cuando todas las certezas explotan y se desmoronan con una radicalidad profanadora? El trabajo de esta dupla, de formación lacaniana, consiste en hacer existir “zonas de no existencia”, suprimidas por un golpe de fuerza. Pero aun las medidas perfectamente programadas para borrar hechos y gente de la memoria no hacen más que poner en marcha “una memoria que no olvida” y que quiere inscribirse. “A veces, un delirio dice más que todos los cables de una agencia de noticias sobre hechos olvidados, sin derecho a la existencia”, plantean.
“Cuando vinimos por primera vez a Buenos Aires, en 1995, después de la traducción del libro de Françoise, La locura Wittgenstein, fuimos invitados por la Alianza Francesa y fue ahí donde dimos nuestro primer seminario –recuerda Gaudillière a Página/12–. Por cierto, hablamos de cuestiones que tienen que ver con la locura, con el trauma. Hablamos de nuestro trabajo a partir de lo que hacíamos con nuestros pacientes y de lo que hacíamos y hacemos a partir de nuestra historia, en tanto hijos de la guerra como somos realmente, ya que nacimos en 1943, en plena ocupación alemana. Y lo que pudimos constatar, con mucha emoción, es que mientras estábamos hablando con un público que no conocíamos, mucha gente lloraba. Una de las primeras intervenciones que surgieron del público fue de una mujer que se levantó y que se presentó como una de las Madres ‘locas’ de Plaza de Mayo.” El vínculo con Abuelas, agrega Davoine, pasa por el hecho de rechazar “la fascinación por el trauma y las atrocidades que excitan el voyeurismo y una cierta cultura fácil”. “Cuando veo esta organización, es exactamente lo contrario: hay una búsqueda, una investigación. ¡Esto es vida!”
–¿Por qué Historia y trauma se publicó primero en Estados Unidos y luego en Francia? No parece un detalle menor. ¿Quizás el enfoque que ustedes proponen sea incómodo para el psicoanálisis francés?
Françoise Davoine: –Es a causa del editor. En Francia siempre es difícil tener acceso a un editor si uno no está en una estructura asociativa o de escuela psicoanalítica. Entonces con Judith Gurewich, una psicoanalista que dirigía la editorial Other Press, hablamos de nuestro seminario, que hacíamos en la Escuela de Altos Estudios, y ella se interesó por ese libro.
Jean-Max Gaudillière: –Trabajamos como psicoanalistas a partir de la locura. Podemos decir que los pacientes locos nos transformaron en psicoanalistas. Cuando empezamos nuestro trabajo, a comienzos de los años ’70, incluimos rápidamente la Escuela Freudiana de París, seguíamos el seminario de Lacan, hacíamos análisis con analistas lacanianos, pero entendimos muy pronto que ese mundo parisiense oficial no estaba interesado por el psicoanálisis de la locura. Como éramos jóvenes, tratamos de hablar con psicoanalistas mayores que nosotros, en París. Era imposible obtener una respuesta de parte de ellos, salvo excepciones. Una de ellas era una alemana que había emigrado a París, Gisela Pankow; también Françoise Dolto y Piera Aulagnier. Pero la doctrina oficial era que no había transferencia con la locura y por lo tanto no hay psicoanálisis de la locura. A mitad de los años ’70, tuvimos la posibilidad de tomar contacto con psicoanalistas de la locura en Estados Unidos. Nos invitaron a la clínica que es la última que practica el psicoanálisis intensivo de la psicosis. Y comenzamos a trabajar con esas personas que eran muy mayores, que ya han muerto, y con ellos pudimos realmente hablar de nuestro trabajo. Esos viejos psicoanalistas norteamericanos hablaban siempre de la guerra porque todos habían intervenido en la guerra. Y habían aprendido su oficio de psicoanalistas en los campos de batalla. Fue por eso que publicamos primeramente el libro en Estados Unidos. La publicación de ese mismo libro en Francia, varios años después, nos lleva a decir que el libro en francés es prácticamente una traducción del libro que se publicó en Norteamérica porque todavía, en ese momento, no había nadie con quien hablar de esas cosas.
–¿Cómo explican ese silencio, esa imposibilidad de hablar sobre locura y lazo social en Francia? ¿Quizá sea por cómo se comportaron muchas familias durante la Segunda Guerra Mundial, por el colaboracionismo y el nazismo?
J-M. G.: –Usted toca un punto muy fuerte y muy exacto, pero llega más lejos o más atrás: se remonta a la Primera Guerra Mundial. Durante la guerra del ’14 había una tradición psicoanalítica de los traumas de guerra en Inglaterra y en Estados Unidos, inclusive antes del viaje de (Sigmund) Freud a ese país.
F. D.: –Había una tradición de psicoterapia de los traumas. William Alanson White es uno de los grandes nombres de esa época, justo en la etapa previa al ’14. Había una tradición de psicoterapia pública, sin dinero de por medio. Cuando los norteamericanos entraron en la guerra, en 1917, se trataba de hacer una psicoterapia analítica de lo que ellos llamaban en ese momento “las pérdidas psíquicas” durante la guerra. No encontramos en Francia rastros de algo equivalente. Recientemente, el año pasado, estábamos en un seminario de historiadores de la guerra del ’14. Una persona destacada que estaba con nosotros era un historiador de la medicina. Entonces le planteamos que teníamos la impresión de que en Francia no hubo psicoterapia durante la guerra del ’14. Solamente la psiquiatría entre comillas quizá, tratamientos a base de medicamentos y la aplicación de electricidad sobre determinadas partes sintomáticas del cuerpo. Este investigador confirmó plenamente esa intuición que teníamos. Los psicoanalistas franceses, entre las dos guerras, no hicieron investigación sobre la locura y los traumas.
–En el libro recuerdan las deportaciones en Lorena porque aparece la palabra “deportación” y la expresión “campo de concentración” en la Primera Guerra, contrariamente a lo que se creía, que esas palabras se generalizaron durante la Segunda Guerra. Resulta interesante este caso por la cuestión del lenguaje y por cómo se nombran experiencias que han sido borradas de la historia.
J-M. G.: –No es una cuestión que tiene que ver sólo con el lenguaje, sino con la historia. Las palabras “deportación” y “campo de concentración” eran utilizadas oficialmente por los alemanes durante la Primera Guerra.
F. D.: –En los años ’90, varios pacientes, entre los cuales uno de esas regiones deliraba, hablaban de deportaciones. Yo creía que se equivocaba de guerra. Una de ellas en un momento me trajo un libro hecho por los niños de la región en la escuela. Era algo muy conmovedor porque en ese libro había una foto de Holzminden, un campo de concentración alemán en la Primera Guerra. Los chicos y los ancianos eran deportados y en esos campos ocurría todo tipo de maltrato y destrato: había hambre, violaciones, muchas cosas... A pesar de que trabajamos en una escuela que ha sido creada por historiadores y donde trabajan historiadores, no teníamos material y no sabíamos a quién dirigirnos para saber más de esto. Hasta que encontramos un libro de Annette Becker, una historiadora de la Gran Guerra. Cuando publicamos nuestro libro, ella tomó contacto con nosotros porque estaba preparando otro libro, que apareció hace un par de años, que se llama Cicatrices rojas, y que trabaja con los diarios íntimos de los civiles, de los particulares, en la zona ocupada durante la guerra, todo Bélgica y el norte de Francia, donde las violaciones eran corrientes, la población sufría hambre de manera sistemática y los hombres que no habían sido deportados eran útiles, por lo tanto eran esclavizados. Ese libro se lo pasé a un par de psicoanalistas belgas que conozco y de repente se pusieron a decir: “¡Pero mi abuelo estuvo en un campo de concentración...!” Había una treintena de campos de concentración que funcionaban de esa manera en Alemania.
J-M. G.: –Hizo falta un siglo para que eso se convirtiera en materia de estudio histórico.
F. D.: –Mientras tanto, los pacientes deliran hoy en día. O creemos que deliran.
J-M. G.: –Si los muertos no son del pueblo, entonces esto es el acta del nacimiento de los fantasmas, en el sentido de espectros. Y es también el comienzo de una investigación con herramientas especiales que son las herramientas de la locura. Cuando hablo de la utilización de instrumentos de la locura para instalar una investigación sobre hechos que fueron suprimidos, es una manera de reconocer la fuerza extrema de lo que han hecho las Madres “locas” de Plaza de Mayo. Supongo que al comienzo ese nombre les fue atribuido de una manera despectiva porque daban vueltas en torno de la Plaza de Mayo y utilizaban los instrumentos de la locura cuando reclamaban y pedían a sus hijos vivos. Por supuesto que estaban locas, porque la idea era que todos los desaparecidos estaban muertos. Ellas dicen “los queremos vivos” y entonces ponen en marcha un instrumento de la locura del mismo modo que los pacientes hablan, sin tener ideas de historiadores, de los campos de concentración de la Primera Guerra Mundial. Todo el mundo decía que estaban “locos”, que no había campos. Al cabo de los años, vemos que la fuerza de sus delirios lleva al descubrimiento de la verdad histórica.
–Ustedes subrayan que son los pacientes quienes hacen los descubrimientos teóricos, que en todo caso el terapeuta lo acompaña o lo guía. Es significativo que pongan la teorización del lado del paciente. ¿Cómo fundamentan esta propuesta?
F. D.: –Hablamos del trabajo como una investigación o una búsqueda que lleva adelante el paciente. No somos simplemente un acompañante. Somos como un coinvestigador, un equipo, donde ellos son los directores de investigación. Ese es el rol del paciente, porque siempre nos plantean callejones sin salida teóricos o impasses. Hace mucho tiempo, en un asilo, un paciente crónico me dijo: “Cuando yo estoy bien es cuando estoy enfermo y cuando estoy enfermo estoy bien. Contésteme, ¿cómo es esto?”. Tardé más o menos veinte años en contestar. Recientemente, entendí que en momentos que podemos llamar “maníacos”, la euforia del estar bien hace que la mente camine muy rápido y resuelva muchas cosas. Registra mucha información en torno del sujeto. Eso es cuando están excitados, en un estado de demasía. Allí es cuando recogen la mayor información para contarnos cosas. Pero después, siempre hay un momento de relajamiento, donde uno se encuentra agotado, como después de una creación; hay un momento terrible de vacío y sin embargo ahí estamos bien, pero parecemos enfermos, cuando en realidad nos estamos recomponiendo. Otro ejemplo de teoría podría ser cuando nos dicen que el trabajo que hacemos no sirve para nada. Usted no sirve para nada, es un “nulo”. Esa nulidad es muy importante poder compartirla, porque a partir de ese no valor va a comenzar un intercambio y se va a crear valor entre ambos. Siempre son los pacientes quienes nos están jaqueando. Son guerreros para salir de las autopistas del pensamiento.
J-M. G.: –Podemos decir también, simplificando mucho, que ocurre un acontecimiento terrible que puede ser un hecho político o natural que conduce a una catástrofe. A catástrofes que pueden ser a nivel de un país o de una familia. Entonces tenemos la instalación de lo que nosotros llamamos un trauma, que supone dos condiciones: la primera, que aquel que va a venir a consultarnos, a vernos, se ha encontrado cara a cara con la muerte. La segunda es que ha sido traicionado por los suyos, por su familia, por su país. Eso constituye un trauma. Y eso quiere decir que el hecho que se produjo al comienzo, para ese sujeto, ha salido de la historia. Ya no puede hablar más de eso porque la palabra ha sido traicionada. Y entonces, ¿qué ocurre? Sobre ese punto, esa persona se convierte en el acontecimiento, en el hecho. El no viene a hablarnos de un hecho, viene a mostrárnoslo. Por ejemplo, cuando ese sujeto tiene un diagnóstico de locura, se dice que está alucinando el acontecimiento. ¡No está alucinando nada! El ve los acontecimientos con los ojos, no con un defecto del cerebro. O sea que los ojos funcionan a la inversa: ponen frente a él el acontecimiento para mostrárnoslo a nosotros. Entonces le plantean al analista una impasse lógico: él dice que ve el acontecimiento, el analista dice que no ve nada. El otro le está diciendo: “Yo lo veo, contésteme”. El es el acontecimiento, entonces yo, analista, qué hago con alguien que es un acontecimiento. No puedo decirle: “Cálmese”. No puedo decirle: “Usted no es la Revolución Francesa”. Yo, como analista, ¿qué hago con ese hecho? Es el paciente el que nos va enseñar la teoría que tiene que ver con esto. En el libro, hemos escrito una pequeña máxima: “El trauma le habla al trauma y sólo al trauma”.
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