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Domingo, 24 de mayo de 2015

CULTURA › ENTREVISTA AL DRAMATURGO Y CINEASTA SANTIAGO LOZA

“Lo que tengo para descubrir recién está empezando”

Es uno de los autores más reconocidos de la escena teatral, y un libro reciente reúne algunos de sus materiales. Dice que en el teatro se siente “acompañado”, porque se acerca a “la ilusión de lo colectivo”. Pero agrega: “La escritura sigue siendo un acto solitario”.

 Por María Daniela Yaccar

Santiago Loza es místico. No sólo cuando escribe. Su departamento en Constitución –que huele a lustramuebles y es muy blanco– está invadido por objetos, acomodados en estanterías, en bibliotecas, hasta en los costados de la bañadera. Compiten objetos y trofeos que recibió por sus obras y sus películas. Hay muñecos, muñequitos, de todos los tamaños y colores, de películas y de series, y recuerdos de distintos sitios del mundo. Un buen porcentaje remite a las religiones (dato que no sorprende: hasta sus quince años quiso ser sacerdote). Hay Budas, Cristos, figuras hindúes. “Están representadas todas las religiones”, dice, a título informativo.

Al terminar la entrevista lanza una invitación inesperada: “Cada persona que viene a mi casa se lleva un objeto. Puede elegir tres. Y yo, de esos tres, le digo cuál se puede llevar. No le digo a la gente que elija uno solo porque a lo mejor me lo regalaron.” La cronista se retira del hogar de Loza con una Ganesha, deidad hindú, que el dramaturgo adquirió en un viaje. Loza es místico, también generoso. Es uno de los autores de teatro más aplaudidos de la escena actual; hoy le ofrecen trabajo, cosa que no le pasaba antes, cuando “remaba” un poco más; y sus emociones evidentemente conectan con las de muchos. Pero él no se la cree. No mira el mundo desde arriba.

“Me gusta mucho Close up, de Kiarostami, porque en esa película un laburante se hace pasar por director de cine para ganarse unos mangos. Le hacen un juicio y dice algo crucial: ‘Lo hice porque creo que un artista debería ser alguien simple’. Uno es una ensalada: es megalómano y a la vez un perdedor total. No soy tan punk, me gusta que me halaguen. Pero vivir sólo de eso es molesto”, opina, con acento mitad porteño, mitad cordobés. Recientemente, un poco tarde en relación con el fenómeno Loza que se generó hace unos años en términos teatrales –en cartel, dirigidas por otros, llegó a haber hasta ocho obras suyas–, se publicó un libro que reúne algunos de sus materiales, bajo el título Textos reunidos (Biblos).

El libro llegó para ordenar su producción de los últimos cuatro años, que venía circulando de modo irregular y desprolijo. “Yo pasaba las obras en Word... me las pedían de escuelas de teatro, de talleres del interior. Pasaba una cosa descarada: en Facebook alguien me decía, ‘¿me pasás tal texto?’. Yo lo hacía y después pensaba ‘esto no es normal’”, explica. Sus geniales monólogos de personajes que sufren y que expulsan su verdad en una catarata incontenible de palabras se mezclan en estas páginas con textos más extravagantes, como El corazón del mundo o El mal de la montaña. El lector podrá disfrutar, también, de Asco, La vida terrenal, Pudor en animales de invierno, Matar cansa, He nacido para verte sonreír, Todo verde, La mujer puerca, Mau Mau o la tercera parte de la noche y Tu parte maldita. Los textos están acompañados por reflexiones de Maricel Alvarez, Julio Chávez, Lorena Moriconi y Alejandro Tantanian. La presentación es de Jorge Dubatti y Mauricio Kartun escribió la contratapa. Andrés Gallina redactó un estudio preliminar. Tras recorrer las páginas, la conclusión es que el teatro de Loza se puede gozar como literatura.

“Hay una traba: pensar que el otro te tiene que aprobar o no. Nos pasa a todos. Y es sumamente castrador, es el suicidio de la forma”, inaugura Loza la conversación. “En realidad, la persona que tiene que aprobarse es uno mismo. Cuando sos aprobado por algo empezás a generar materiales que se parecen o a replicar gestos. Es la trampa contra la que hay que luchar. Siempre me ha dado pánico pensar en quién legitima, es sumamente peligroso. Es muy poco habilitador el aparato de legitimación que hay.”

–Justamente vive un momento particular, de mucha aprobación; algo no tan común para alguien que escribe teatro.

–Siento que en el último año hay un consenso. Es mejor que esté, porque uno se siente menos solo. Me había pasado con mi primera película. Después se calmó, después vuelve... Ya no soy joven. Voy a cumplir 44. Siento algo a favor alrededor, pero a la vez no siento que sea un momento alto. Me siento curioso y muy joven, a pesar de la edad (risas), con ganas de seguir aprendiendo. Cuando empezaba a ser aprobado por monólogos de mujeres que generaban emoción, traté de hacer un material de choque, como Almas ardientes o Matar cansa. Uno se mete en crisis nuevas. Voy a usar una expresión horrible, argentina: no agarré nada. No es modestia. Es poco el trayecto, pero venía escribiendo hace mucho. Algo empieza a funcionar, pero a partir de ahora me dan ganas de ver qué ocurre. Lo que tengo para descubrir recién está empezando. Es raro que la gente te tome con respeto. Cuando doy clases empiezo a hablar y me siento un farsante.

–¿Da clases de dramaturgia?

–Di clases de guión en escuelas de cine hasta que me agoté. Y en los últimos años doy dramaturgia muy cada tanto. Está bueno acompañar el proceso de otro porque te corrés de tu propio problema. Somos todos tan ególatras... trabajar en el problema de otro hace que te olvides de vos mismo. O que, cuando vuelvas a vos, lo hagas reformulado por el problema del otro. Es un lugar de descubrimiento, pero no quiero armar un kiosquito ahí. Pululan. Parece que todos somos dramaturgos.

–Es algo difícil de transmitir a otro, ¿no? La escritura es una experiencia tan íntima...

–No se puede enseñar a escribir. Es claro: se escribe o no. No hay un aprendizaje, hay un momento en que sucede. Tiene una zona técnica y de trabajo, pero está vinculada con un espacio muy misterioso, absolutamente privado, extremadamente pudoroso. Tengo algo místico en relación con eso. En los talleres hay gente que quiere la fórmula. No la tengo. Lo que hago es provocar la escritura, con ejercicios, dinámicas, pensar el diálogo, el espacio, revisar el personaje... yo estudié guión en la Enerc, tengo una formación ortodoxa en guión. Me acuerdo de cuando estudiábamos psicología del personaje, con una psicóloga. Un disparate. El personaje no tiene psicología: ¡la psiquis humana es mucho más compleja que lo que puede ser un personaje! Lo raro es que uno siempre termina yendo con sus películas a grupos de psicólogos. Y mi analista se ha metido en mi ficción y me ha dado indicaciones. Me parece totalmente erróneo (risas).

–Su libro se disfruta como literatura, independientemente de la puesta.

–Andrés (Gallina), que es dramaturgo, hizo la recopilación. El no quiso usar la palabra “obra” en el título. Intentamos que los textos puedan ser disfrutados autónomamente. Eso es lo que quisiera, porque la vocación desde chico era la escritura. En algunos de mis monólogos está el cuento encubierto, camuflado de obra. Es un relato, hay una voluntad literaria, pero a la vez intento que sea teatro. Desde chico tenía el deseo de ser escritor, el cine apareció después. No estaba seguro de la escritura. El cine completaba lo que la escritura no puede. Era como si tuviese una escritura fallada, mutilada: el teatro o el cine van completando una escritura que no es en sí misma. Hoy, con más pudor, digo: “escribo”.

–¿Cuándo empezó a identificarse con la escritura teatral?

–Se terminó de definir en la EMAD, de grande, por una crisis con el cine. No estaba pudiendo hacer una película, no tenía disfrute de la escritura del guión. Había escrito teatro, había dirigido tres, cuatro obras, y tampoco sentía que le había encontrado la vuelta a eso. Una de esas obras, Amarás la noche, se va a reponer ahora. Hice dos obras acá en Buenos Aires... ¡y la crítica me mató! Fue demoledor eso. No podía resolver desde lo escénico. Se juntó eso con una segunda película a la que no le fue tan bien. Me metí a estudiar de grande, a los 35. Había rendido una vez, no había entrado y volví a intentarlo. Estaban Tantanian, Perinelli y Kartun: ellos empujaron. Decían: “Vos escribís”. Había gente que estaba para probar. Ellos me habilitaron. Yo escribía, muy temeroso, cuentos y narrativa.

–¿Y de eso hay algo publicado?

–Hay algo de unos concursos en Córdoba, de adolescente. Mi escritura viró al cine y después al teatro. Estoy intentando escribir narrativa, pero siempre van ganando los proyectos teatrales. Tengo escrita narrativa que no ha sido publicada. Cuando sienta que hay algo digno, haré el movimiento para publicar. Estoy escribiendo algo que creo que es una novela. Es la relación entre una madre de avanzada edad que va a vivir a la casa del hijo. Ella es del interior, él de la ciudad, él está en pareja con otro chico que es muy misterioso. La madre hace una alianza con la pareja del hijo, lo empiezan a excluir. Es algo de melodrama. La mujer es un personaje muy prototípico: una vieja chota. Muy castradora.

Loza hace yoga. Antes practicaba natación. Tras un momento de mucho trabajo, con Doce casas en la TV Pública y Almas ardientes en el San Martín, tuvo una parálisis facial. “Necesitaba hacer algo que serenara un poco la cosa. Soy del interior, tengo otros tiempos”, dice. Habla mucho y rápido, da la impresión de que su mente vuela en pensamientos. “Me meto en mil cosas y me doy cuenta de que cada una tiene un tiempo que no tengo. Fue un shock. Me acelero mucho y fácilmente. No quiero pasarme de rosca”, advierte. Al costado de la mesa ratona hay una bici plegable. Vive solo. En el teatro se siente “acompañado”, porque le permite acercarse a “la ilusión de lo colectivo”. Pero hasta ahí: “La escritura sigue siendo un acto solitario. Soy un pariente que no es cercano”.

–¿Realmente quiso ser sacerdote hasta los quince años?

–Estaba convencido. Hay algo de lo que se escapa de la razón que me conmueve, lo que no se puede entender ni nombrar. La imaginería religiosa me conmueve en su extrema tosquedad, me gusta pensarnos como criaturas frágiles. Me conmueven los santos, que intentan trascender la finitud de la experiencia humana. En algún momento estaba muy tomado por una zona mística y con el tiempo la escritura ha ido drenando, encauzando, hasta hace bastante poco tenía una pulsión mística muy fuerte, y necesitaba un lugar donde eso hiciera escena, para que no contaminara el resto. Probaba con el budismo, tengo un amigo musulmán, me empezó a interesar el Islam, dejé, volví a intentar con el budismo, algo del cristianismo me sigue atrayendo pero no daba. Terminé entendiendo que mi expresión mística tiene que ver con la escritura, con la necesidad de volver a una zona muy solitaria y dejar que ocurra la palabra. Mi voluntad religiosa entró en crisis en la adolescencia, cuando apareció la artística. Aun así, la escritura está profundamente teñida de la necesidad de creencia. Me ampara. Veo mucha angustia, gente que sufre porque no puede nombrar lo que siente. Tuve la suerte de nombrar cosas que remiten a lo que siento. Escribir y ser leído me representa cierta cura. Por otro lado, los míos son personajes que parece que hubieran sido abandonados por un dios, como si sufrieran una orfandad y una necesidad de creer.

–Su escritura deja entrever la idea de que el mundo es mágico, no lógico ni racional. Esta es una idea que no tiene buena prensa. ¿Coincide?

–Hasta hace unos años, en el teatro, la emoción tampoco tenía buena prensa. Había mucho prejuicio con tomar elementos de lo esotérico. Mi escritura está tomada por eso y por expresiones paganas, como el melodrama, el chisme, el soft porno... la berretada. Me nutre la torpeza, lo tosco, lo esotérico, en el sentido de una creencia mágica que anuncia que lo bueno puede ocurrir. Lo sentimental, que también siempre ha sido relegado, se adjudicaba a lo femenino, en contraposición a la razón, el ingenio. Me siento muy a gusto en esos terrenos que son un poco pantanosos para el arte mayor. Me interesa pensar qué tiene para decir el que aparentemente no tiene nada para decir. Hay días en que me levanto y el mundo no me parece un lugar muy favorable; otras veces, en esa precariedad, esa cosa tan rota, me sigue dando asombro. Con toda la adversidad que tiene la vida, me gusta mucho vivir. Lo fui descubriendo después de torturarme mucho. Vivo en guerra, no soy alguien calmo. Uno vive en guerra con lo que mira, lo que vive, lo que es, lo que no es.

–¿Vivir en guerra va de la mano con amar la vida?

–Amar vivir significa sufrir. El amor es una llaga, duele. Amo vivir porque creo que, como mucha gente, tengo una relación intensa con lo vivo. Y eso significa tener una relación intensa con la muerte. No hay día, minuto, hora en que no piense que estoy en relación con la muerte. Cada día, al final del día, cuando ya no hay nada en juego, siento que vencí, que pude un día más, que nada malo va a ocurrir y tengo esperanza para lo que viene. Es una lucha permanente que debe tener todo el mundo.

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“No soy tan punk, me gusta que me halaguen. Pero vivir sólo de eso es molesto”, sostiene.
Imagen: Arnaldo Pampillón
 
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