Lunes, 9 de noviembre de 2015 | Hoy
CULTURA › ROBERT DARNTON, AUTOR DEL LIBRO CENSORES TRABAJANDO
El historiador estadounidense examina cómo funcionó la censura en tres sistemas: la monarquía borbónica del siglo XVIII, el Raj británico en la India del siglo XIX y la Alemania Oriental del siglo XX. Propone romper con el cliché construido alrededor del censor.
Por Silvina Friera
La trastienda de la historia, hurgar en los cuartos traseros, en los archivos escamoteados, hablar con quienes tenían la perturbadora misión de vigilar el uso de la palabra, permitiendo o prohibiendo su impresión por “razones de Estado”, deviene un ámbito fascinante que permite desmontar narraciones maniqueas del tipo “una batalla de la luz contra la oscuridad”. Robert Darnton, a contrapelo de la comodidad que dispensa merodear el cliché, aclara en la introducción de Censores trabajando. Cómo los Estados dieron forma a la literatura (Fondo de Cultura Económica), que “identificar la censura con restricciones de todo tipo significa trivializarla”. En este libro magistral, en el que practica con rigor la historia comparada, examina cómo funcionó la censura en tres sistemas autoritarios: la monarquía borbónica en la Francia del siglo XVIII, el Raj británico en la India del siglo XIX y la Alemania Oriental del siglo XX. En la Francia anterior a la Revolución, a pesar de la quema de libros, el encarcelamiento de escritores y la proscripción de obras importantes de la literatura, como las de Voltaire o Jean-Jacques Rous- seau, había una “zona gris” en la que autores y censores trabajaban juntos. Al escudriñar los informes sobre los libros, el historiador estadounidense observa que “lejos de sonar como centinelas ideológicos, los censores escribían como hombres de letras y sus informes podrían considerarse una forma de literatura”.
Darnton (Nueva York, 1939), pionero en el estudio de la historia cultural del libro y uno de los mayores expertos de la Francia del siglo XVIII, estuvo en Buenos Aires, invitado por la Untref (Universidad Nacional de Tres de Febrero), disertando acerca de la censura y los censores y sobre las bibliotecas, los libros y el futuro digital. “El año pasado me propuse autoenseñarme español leyendo. Una vez que llegué a cierto nivel de lectura fui directo a (Jorge Luis) Borges. Leí mucho de Borges en los últimos seis meses. Me encanta su escritura. En su obra utiliza la metáfora de la biblioteca, un mundo en el que uno puede perderse una y otra vez”, dice Darnton a Página/12.
–En “Censores trabajando” advierte que la censura en Francia, antes de la Revolución, tenía un carácter positivo. ¿Por qué es tan complejo el tema de la censura?
–Yo comienzo el libro diciendo que me niego a dar una definición de la censura, aunque finalmente planteo una definición en las conclusiones. Pero empiezo así por un peligro que existe. Este peligro es lo que los franceses llaman questions mal posées, preguntas mal hechas. Si se comienza con una definición, se cosifica la censura. Mi enfoque es muy antropológico. La censura en Francia implicaba también otorgar un privilegio real a un libro. Los censores estaban orgullosos de serlo; era un título que utilizaban. Luego investigué la correspondencia entre los censores para ingresar en su forma de pensar, como lo haría un antropólogo. Por ejemplo, en un memo, un censor le dice a su jefe: “Defiendo el honor de la literatura francesa”. No se refiere a reprimir los textos que atacan a la iglesia, al rey o a la moral. Los censores avalaban la excelencia real de los libros que les parecían atractivos. Pero había censura luego de la publicación. Una parte especializada de la policía allanaba librerías, confiscaba libros que ingresaban por la aduana y encarcelaba a libreros, autores y editores.
–Tal vez se podría pensar que la literatura es inocua, que no ejercería ningún tipo de peligro porque una ficción no debería ser tomada en serio. ¿Por qué cree que la palabra impresa tiene tanto poder?
–Voy a dar una respuesta relativista. En los Estados Unidos tenemos algunos poetas maravillosos, pero muy poca gente los lee. En la ex Unión Soviética también había poetas maravillosos y todos los leían, aun bajo Stalin. Los poetas le hablaban al pueblo de una manera que capturaba la atención de todos y que cambiaba o alteraba formas de pensar. El ser poeta bajo (Joseph) Stalin en 1938 es muy diferente de ser poeta bajo (Barack) Obama en 2015. Sin embargo, perdón que suene pomposo o arrogante, la literatura es importante porque es una manera de explicar la condición humana. Necesitamos explicaciones, debemos encontrar nuestro camino en la vida, y para algunas personas es suficiente con ir a la iglesia; pero otros buscan por otros lados. La literatura ofrece una especie de guía que ayuda a definir la condición humana.
–¿Por qué en el libro se propone romper con el cliché del censor como alguien bruto, ignorante y torpe?
–El propósito de mi libro es desafiar esos clichés. Tenemos una visión simplista de la censura y de su historia, vista como la lucha de la libertad contra la opresión. Por supuesto, hay mucha verdad ahí, pero esa lucha tomó diferentes formas en distintos lugares. Es un error pensar que los censores eran estúpidos y que trataban de ahogar la literatura. En el caso de la Alemania Oriental, tuve la suerte de estar en Berlín durante todo un año, entre 1989 y 1990. Como explico en mi libro, conocí a algunos editores y autores que me ofrecieron presentarme a censores de carne y hueso. Para mí, habiendo estudiado la censura en el siglo XVIII durante años, la oportunidad de encontrarme cara a cara con censores y discutir sobre su trabajo fue algo irresistible. Tuvimos un debate; eran muy inteligentes, tenían doctorados en literatura alemana, habían leído a (Johann Wolfgang von) Goethe, a (Friedrich) Schiller, eran grandes lectores y creían realmente en lo que ellos llamaban “un socialismo con rostro humano”. Me dijeron que simpatizaban con muchos de los autores que habían censurado. Ellos veían su tarea como un apoyo al socialismo, pero al mismo tiempo defendían la calidad de la literatura de Alemania Oriental. ¿Defenderla contra quién? El Partido Comunista, que tenía una división que se llamaba “cultura”. Los censores trabajaban para el Ministerio de Cultura y su trabajo tenía que ser aprobado por el aparato del partido. Cuando empecé a conversar con los censores, ellos me dijeron: “Usted tiene censura en su país; es el mercado”. Admití que conocía ese argumento, pero les dije: “Ustedes trabajan como censores. ¿Cómo entienden su tarea?”. Y me contestaron con una palabra: “planificación”. Que la literatura debía planificarse como todo lo demás en un sistema socialista.
–¿Planificar implicaba negociar?
–Claro, había un proceso de negociación constante. El escritor que tenía una idea para un libro iba a un editor, que era miembro del Partido Comunista, o sea que ya era una especie de censor. Nadie presentaba libros completos de una vez. Se escribía un poco, se lo mostraba al editor; fue un proceso de negociación desde el comienzo hasta el fin. Cuando el manuscrito estaba completo, se lo enviaba a la oficina de censura, pero ya había sido censurado. Los censores cambiaban algunas cosas, no demasiado, lo colocaban en el plan –un documento fascinante–, que iba al Partido Comunista y lo aprobaba. Siempre había conflictos. Y habiendo entrevistado yo mismo a los censores tenía cierto escepticismo porque sabía que tratarían de autojustificarse. Entonces fui a los archivos del Partido Comunista.
–En una nota al pie revela que una amiga alemana le comentó que había un informe sobre usted de 1992 en el que se lo describe como “un joven burgués progresista”.
–Sí, la policía sabía sobre mí en la Alemania Oriental. Los bibliotecarios, los archivistas a cargo de los archivos del comité del Partido Comunista, me veían y se preguntarían: ¿qué vamos a hacer con este norteamericano? (risas). El Muro ya había caído, el Partido Comunista ya había colapsado, pero las dos Alemanias aún no se habían fusionado. Era un momento fascinante de cierta suspensión. Me autorizaron a ingresar y comencé a ver ejemplos de los archivos y, finalmente, encontré informes firmados por los mismos censores que yo había entrevistado. No sonaban tan buenos en esos informes. El jefe de los censores tuvo una reunión en la que discutieron la posibilidad de publicar a (Soren) Kierkegaard en la Alemania Oriental. Y dijo que no, de ninguna manera. Si publicaban a Kierkegaard, deberían publicar a (Arthur) Schopenhauer, a (Friedrich) Nietzsche, a (Sigmund) Freud, a (Franz) Kafka; no iban a permitir en un país socialista la literatura de “la joven burguesía”, que nosotros llamaríamos literatura modernista. Y no se pudo publicar a estos autores. También denunciaban a ciertos autores, se podía ver que trataban de controlarlos. Cuando tenían serios problemas, los escritores podían ser expulsados del sindicato de autores. Eso significaba que terminaban sus carreras y a veces eran enviados a prisión.
–Los propios escritores podían ser informantes, como lo hizo Christa Wolf con la Stasi. ¿Se sorprendió cuando encontró que ella había colaborado?
–Sí, yo conocí a Christa Wolf. Cuando era más joven, se transformó en una “IM” (Inoffizieller Mitarbeiter), una informante bajo el nombre clave de Margarete. Fue un gran shock cuando se conoció que había colaborado por un artículo en un periódico alemán. El caso de Christa Wolf ilustra el hecho de que todos estaban comprometidos con el sistema, aun los más famosos y respetados como ella. Más tarde leí todos los libros que pude encontrar de autores que hablaban sobre haber sido censurados.
–¿Pudo comprobar que la censura funciona en gran parte inoculando la autocensura?
–Sí. El escritor rumano Norman Manea describe cómo negociaba, cómo cambiaba páginas o párrafos de su libro El sobre negro. A veces lograba introducir algunas afirmaciones comprometedoras. Luego se sintió corrompido porque vio que él estaba practicando la autocensura. Logró escaparse de Rumania y cuando escribió sobre su experiencia dijo: “ganaron los censores”. Su libro se publicó, fue un éxito, pero él se sentía derrotado. Erich Loest no era un escritor alemán famoso, aunque era un buen escritor de policiales que fue enviado a prisión por siete años y estuvo aislado. Cuando salió de la cárcel, para su sorpresa, se le permitió escribir novelas policiales. Después de escaparse a la Alemania Occidental, describió su experiencia y dijo: “Hay un hombre verde pequeño en mi oreja. ¿Por qué verde? No lo sé. Este hombre verde me dice mientras escribo: ¿estás seguro de que quieres escribir esto? ¿No estás yendo muy lejos?” Esta es una forma metafórica muy importante de describir la autocensura.
Darnton cuenta que visitó la librería El Ateneo. “Es la librería más inspiradora y hermosa que vi, no sólo porque tiene muchos libros, sino por la atmósfera: todos estaban leyendo, tomando un café, hablando... Vi a una mujer mayor que leía un libro en uno de los balcones. Sé que es una librería excepcional. Argentina es un país de libros; me encanta verlo con mis propios ojos”, subraya el historiador. “Hace unos diez años muchos anunciaban el triunfo del ebook sobre el libro de papel. Esa predicción nunca fue correcta. En esta disciplina que practico, la historia de los libros, sabemos que un medio de comunicación no elimina a otro, sino que conviven. Aun luego de que se inventara la imprenta, la publicación de libros copiados a mano continuó durante unos 300 años después de Gutenberg. La publicación electrónica ha expandido y enriquecido el mundo de los libros, pero no ha destruido el libro tradicional. El libro es una invención tan maravillosa que continuará. Yo veo un mundo en el que los libros electrónicos e impresos convivirán. Pero también tendremos libros híbridos”, plantea el autor de Edición y subversión. Literatura clandestina del Antiguo Régimen, La gran matanza de gatos y otros episodios en la historia de la cultura francesa y El diablo en el agua bendita, entre otros títulos, que fue director de la Biblioteca de la Universidad de Harvard hasta julio de este año.
–¿A qué se refiere con libros híbridos?
–Yo hice uno, Poesía y policía, un libro sobre la poesía que circulaba por las calles de París alrededor de 1750. París estaba lleno de cantantes callejeros y la gente común a menudo cantaba canciones mientras trabajaba. Y todos tenían las melodías en sus cabezas. Hay un repertorio colectivo de melodías. Y todos los días alguien en París escribía un nuevo verso. Me pregunté cómo sonarían esas canciones, porque en el manuscrito uno solo encuentra las palabras. Luego fui al departamento de musicología de la Biblioteca Nacional de Francia y encontré las partituras musicales. Tengo una amiga que es una cantante de cabaret en París. Ella grabó las canciones de acuerdo a la melodía original. Esto está disponible gratis en Internet. El lector del libro puede leer las canciones en el apéndice, en el que incluyo once canciones en inglés y francés, y puede escuchar las canciones mientras las lee. La dimensión electrónica crea algo nuevo para la escritura histórica; es como si pudiésemos oír el pasado. Veo un mundo rico en el que tendremos videos, grabaciones, imágenes de toda clase, que acompañarán o complementarán a los libros. Me siento optimista sobre las nuevas posibilidades.
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