CULTURA › CRóNICA DE DOS DíAS CON EL HOMBRE HIENA DE ETIOPíA
Detrás de las murallas y los cantos místicos del Oriente africano, está Yusuf Mume Saleh, un granjero que ciertas noches silba para llamar a las hienas y alimentarlas, mientras propone “dialogar” con la naturaleza. Todo después de que los turistas pagaron para ver, claro.
› Por Facundo García
Página/12 En Etiopía
Desde Harar
En la vida de las hienas –de algunas hienas, al menos–, la droga juega un rol fundamental. Es decir, los pocos humanos que han aprendido a ser sus “amigos”, los tipos que se meten en medio de una manada cuyos dientes podrían desgarrar un muslo de cuajo, son personas que pasan el día mascando plantas psicotrópicas. Así es la costumbre en Harar, en el este de Etiopía. De manera que esta historia bien puede empezar una tarde en que Yusuf Mume Saleh, o “el Hombre Hiena”, como le dicen en su barrio, se recuesta en la penumbra de un árbol a masticar khat, vegetal que contiene cathinona y que por eso le pone los ojos rojos, la dentadura verde y la voz al borde del gruñido.
¿Por qué “Hombre Hiena”? En el pueblo nadie ignora que hay noches en que el viejo Yusuf y su hijo se sientan en un cruce de caminos y empiezan a silbar. Es su modo de llamar a las bestias. El lugar se llena de siluetas agazapadas; entonces, los dos hombres sostienen pedazos de carne colgando entre los dientes y los animales se los sacan con tarascones que se escuchan a varios metros. Tac, tac. Ese es el ritual, y la gente paga para verlo.
“¡Ni se te ocurra ir por las matas si está oscuro! Algo te puede comer”, advierten los vecinos en este y otros rincones de Africa. Dependiendo de la zona, leopardos, hienas, leones y perros salvajes hacen que las sombras activen aquí un repertorio de sentidos olvidados, recuerdo de alaridos, colmillos y horrores ancestrales. Por eso lo de Yusuf es una rareza. Y el delirio hecho costumbre seguirá si los animales no se reviran y se lo comen también a él.
El riesgo está. Después de todo, las hienas con pintas (crocuta crocuta) no son domésticas. Su pelo es una invitación a la caricia, pero tocarlas puede salir caro, porque esas mandíbulas arrancarían tres dedos de un mordisco. Además está su apetito. Aunque andan entre los cincuenta y los noventa kilos, son capaces de devorar el equivalente a un tercio de su peso en una sola cacería. Hembras y machos engullen cantidades similares, en parte porque sus cuerpos se parecen: el clítoris de las damas, por ejemplo, tiene casi el mismo tamaño que el pene de los caballeros, y es sumamente eréctil. Claro que, como ocurre con otras especies, es más fácil observar estos detalles en la noche.
Ahora las hienas están en sus refugios, porque es temprano. El Hombre Hiena descansa. “Si querés grabarme, te va a costar mil birr”, comenta Yusuf a modo de saludo. Mil birr son cincuenta dólares. En vano señalar que este artículo será en su propio beneficio; que existen periodistas independientes que viven en la Argentina, un país que no colonizó ni un palmo de Africa. Nada. El entrevistado es inflexible. “Es que ustedes tienen cara de millonarios”, explica Bememete, el traductor de la charla, que de a ratos habla en lengua oromo y de a ratos en inglés.
Lo de los cincuenta dólares es toda una sorpresa y refleja el estado del periodismo en áreas aisladas. Hace años, una cadena internacional entrevistó a Yusuf. Publicó un artículo donde se decía que era un gurú, que no le interesaba el dinero y que hacía todo por amor a la ecología. Como el lector común no tiene tiempo de ir a chequear este tipo de noticias, quedan ahí, disponibles en la web, junto con muchas otras verdades a medias sobre el Tercer Mundo.
De modo que la cámara vuelve al estuche. El grabador también. Cuando la cosa ya está casi perdida, el corazón dolarizado de Yusuf entreabre una rendija de piedad. “Ok. Les voy a hacer precio. Pero no me graben ahora. Estoy descansando”, dice. Hay una lona en la tierra y él está acostado ahí, con un kilo de hojas de khat a mano. No hay casas alrededor. Arriba, vuelan en círculo las aves de rapiña, enmarcando un sol que baja sin apuro.
–Estaría bueno, igual, que cuente un poco quién es usted...
–Soy Yusuf.
Toda la onda. La desconexión dura hasta que se mencionan las hienas. Ahí Yusuf cambia la cara. “Conozco dos grupos. Viven acá, en el monte. Yo trato de que no se junten porque se arman guerras. Un día llamo a un grupo y otro día llamo a las otras. Ellas ya saben. Son parte de mi familia”, detalla. Hace más de dos décadas que las alimenta. De todos modos, cada vez que uno le pregunta cómo empezó, él cambia la respuesta. Resalta, eso sí, que jamás lleva palos ni cuchillos cuando está frente a la manada. Extiende las manos. “Mirame, no tengo ni una cicatriz”.
–Pero, en serio, ¿cómo se le ocurrió hacer esto?
–Cuando empecé a construir mi casa, tenía solamente una vaca y un buey. Como era pobre, no había corral. El ganado dormía a la intemperie y yo me pasaba las noches en vela, vigilando que no vinieran las hienas a llevarse todo. No sabía qué hacer, así que hablé con los campesinos más antiguos y ellos me recomendaron que consiguiera unos perros guardianes. No funcionó. Tuve que probar otra cosa...
Las hienas forman clanes numerosos y, ante la necesidad, les da igual comerse un perro, un mono o un pie humano. Yusuf les tiró piedras: volvían. Encendió fuego: esquivaban. Los animales incluso quisieron entrar a su casa y cenarse a su hijita. Al final, como la “guerra” no funcionaba, el hombre cambió de táctica. Requechó un poco de carne medio podrida, se sentó en la puerta de su casa y esperó. La primera vez vinieron tres hienas y él les dio alimento. Un año después, ya eran siete. Hoy son decenas. “De ser enemigos, pasamos a aliarnos. Hicimos un trato: yo les daba comida y ellas dejaban de perseguir mi ganado. Aprendimos a respetarnos”, cuenta él. Hay quien asegura que el pacto viene de lejos. No obstante, Yusuf sitúa el origen de la costumbre solo un par de décadas atrás: “¡Bah!, si no lo hacía nadie... ¡A mí me preguntaban si me había vuelto loco!”.
Lógico. En las aldeas de la región se cree que las brujas poseen la capacidad de transformarse en hienas. Se rumorea, aparte, que los asesinos les dejan los cadáveres a ellas, a las hienas (¿a las brujas?), sabiendo que no quedará rastro, porque se comen hasta las cabelleras de sus presas. Si a esto se le suma la imagen demoníaca que ha difundido Hollywood, se entiende que lo relacionado con estos bichos tenga mala prensa. Para más complicaciones, Etiopía es dueña de una historia en que la negociación y los pactos de paz no han sido la regla, ni entre humanos ni con la naturaleza. “Para mí son hermosas...”, dice Yusuf. “Hay una hembra que viene acá, se guarda la comida en la boca y después se aleja un poco para entregar la carne a sus cachorros. Bueno, déjenme solo. Ya les dije. Si quieren, a la noche salto y bailo. Ahora no. Chau. Váyanse...”
“Si quieren, a la noche salto y bailo.”
El sol se pone. Las más de ochenta mezquitas hararíes terminan sus cantos, y los habitantes de esta ciudad sagrada del Islam –un título que a su vez comparten La Meca, Medina y Jerusalén– se refugian detrás de las murallas medievales en busca de protección y descanso. Más allá de los muros están los valles y el cruce de caminos. Yusuf ni se asoma por la esquina. Lo que es un problema, porque las hienas sí que acuden. Por suerte llega un pibe gordito. Y el primer pensamiento es siniestro: “por lo menos, lo van a agarrar primero a él”. Sin embargo el gordito es Abbas, el hijo del Yusuf, que pretende continuar el oficio de Hombre Hiena.
–Pero escuchame, le hicimos la entrevista a tu viejo, ¿no puede venir él a mostrar un poco su arte?
–Lo lamento. Tiene que cuidar una vaca.
Bememete, el traductor, aporta su segunda genialidad del día:
–¡No problem! En la Argentina no se van a dar cuenta si en la foto sale uno y en la entrevista habla otro. ¡Son parecidos!
Abbas se sienta en una piedra con una cesta llena de carne y empieza a silbar. Desde la espesura emergen varios pares de ojos negros que siguen los movimientos del muchacho. Se oye el sonido animal que incluso los científicos se han resignado a comparar con la carcajada de un demente. Las hienas se anuncian tras las acacias. Cuando son varias, empieza el reparto. Abbas les da carne y achuras con la mano. O ensarta un hígado en un palo y lo sostiene con la boca para que ellas lo arrebaten. Hasta se sube los animales a los hombros, o los abraza. Unos gringos que vagan por ahí se arriman para sacar selfies que irán a parar a algún estúpido rincón de Face- book. En determinado momento, el barrio se queda sin electricidad y el show se acaba. Todo el mundo vuelve corriendo a su casa. De Yusuf no se sabe nada más.
El día siguiente trae derivaciones miliunanochescas. Durante un paseo por los callejones, un negro grandote se acerca. Habla en inglés chapurreado pero se le entiende. Invita a comer khat y pregunta al cronista qué ha visto de la ciudad. Surge el tema Yusuf. “¿Cómo? ¿Te dijo que iba a estar con las hienas y no fue? Mal. Muy mal. Mirá, yo soy policía. Si te vuelven a hacer una chantada así, llamame. Uf, qué lástima que no estuve el otro día...”, rezonga. Después se va. A lo mejor, esta noche Yusuf sí aparece. Tal vez sea cuestión de esperar, de ir más temprano y agarrarlo cuando vuelve de su granja. Quién sabe. Quizá curó a la vaca.
Efectivamente, cuando el sol se pone, Yusuf llega al cruce de caminos con una hoz en la mano. Viene de trabajar en los campos y da la impresión de estar agotado, pero escucha el reclamo y accede a llamar personalmente a las hienas para darle un cierre a la nota. “Ahora vengo, dejá que me cambie la ropa”, promete; y se va a su casa, que queda al lado, a la vera de la ruta.
Pasan quince minutos. Yusuf no vuelve. Se borró. En eso, desde la carretera se escucha una voz que habla en aquel inglés chapurreado: “Ey, faranyi (extranjero), ¿necesitás ayuda?”. Es el policía de la mañana. El negro gigante. “Gracias, no hace falta. Yusuf dijo que ya volvía...”
Sea porque no entiende o porque no quiere entender, el cana se manda de prepo a la casa de Yusuf. Entra sin golpear. Se oye una discusión. Sería atinado intervenir, pero lo cierto es que los dos, el policía y el Hombre Hiena, pronto salen de la casa sin decir palabra. Yusuf silba para llamar a las bestias y el ritual se repite, pero esta vez el viejo hermético de la entrevista se convierte en una persona aparentemente feliz, sintonizada con el mundo. Las hienas lo rodean, lo festejan. El las acaricia, les da comida y las llama por el nombre que ha inventado para cada una: Chatu, Chala, Bebe, Kamariya, Koti. Diez o doce curiosos, en ronda, se funden en el asombro, sin más iluminación que un farol de calle y dos o tres estrellas.
Es el fin. Cuando Yusuf está por terminar, el policía encara al cronista. Tiene un revólver blanco en la mano. Abre el tambor del arma: está cargada con seis balas. “¿Ves? Ahora tenés protección. Tenés derechos humanos”, susurra.
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