Lunes, 1 de febrero de 2016 | Hoy
CULTURA › MARTíN KOHAN Y OJOS BRUJOS. FáBULAS DE AMOR EN LA CULTURA DE MASAS
El autor de Ciencias morales propone aquí una serie de ensayos, “concebidos para ser cantados más que leídos”, en los que a partir de letras de tangos y boleros que lo interpelaron, reflexiona sobre tópicos como el desgarramiento, el sacrificio y la pérdida.
Por Silvina Friera
El hombre que al amor no se asoma no merece llamarse hombre. Martín Kohan –el hombre y el escritor– no le teme a la sentimentalidad ni a la cursilería de boleros y tangos que construyeron su imaginario amoroso. “El amor, en los boleros, es como una religión. Es, de hecho, una religión, una religión en la que se adora al amado o a la amada, equiparándolos con Dios, erigiéndoles un altar sagrado, rezando sus nombres para pedir que regresen, considerándolos una hostia santa”, plantea Kohan en el ensayo inicial de Ojos brujos. Fábulas de amor en la cultura de masas (Ediciones Godot), una excepcional autobiografía solapada donde al final emerge un “yo” que confiesa sus angustias; escrita con la convicción de quien ha padecido hasta lo indecible y vuelve sobre canciones y letras que lo han interpelado y desgarrado, como “Historia de un amor” de Carlos Almarán, “El cuartito” de Mundito Medina, “Mis noches sin ti” de Demetrio Ortiz, “Por si no te vuelvo a ver” de María Graver, “Perfidia” de Alberto Domínguez, “Piensa en mí” de Agustín Lara, “Sin un amor” de Chucho Navarro, “Desvelo de amor” de Rafael Hernández, “No sé tú” de Armando Manzanero, “El reloj” de Roberto Cantoral, “Contigo en la distancia”, César Portillo de la Cruz, “Por amor” de Roberto Carlos, “Confesión” y “Cafetín de Buenos Aires” de Enrique Santos Discépolo, “Volvió una noche” de Alfredo Le Pera y “Fuimos” de Homero Manzi, entre tantas otras.
“Lejos de la dicha que presupondrían los amores de vigencia eterna, los boleros son un gran relato del padecimiento sentimental”, reflexiona Kohan en Ojos brujos. “Amar es disponerse a sufrir, y en estos casos lo que resulta ser único, eterno y enloquecedor es precisamente el sufrimiento”. En el discurso del bolero –agrega el escritor– “todo enamorado es Funes el memorioso”. La lectura de Fragmentos de un discurso amoroso de Roland Barthes fue indispensable para explorar el imaginario de lo amoroso. “El tipo de interpelación que dos versos de una letra suscitaron en mí fue la motivación de la escritura de la mayoría de los textos del libro, para tratar de indagar en algo de lo que uno sabe por definición que va a ser siempre inasible”, advierte el escritor en la entrevista con Página/12.
–Los casos de cuentos y novelas en segunda persona son más bien escasos. En cambio el bolero se constituye a partir del “tú”, algo que señala muy bien en “Ojos brujos”. ¿Por qué la segunda persona es minoritaria en la narrativa cuando en el bolero es constitutiva de la canción?
–Hay una marca ahí del canto, de hecho trabajo fundamentalmente sobre las letras, como cualquier material literario, pero en varios de los textos del libro me hago cargo de lo que supone el acto concreto de cantar y de la enunciación; por lo tanto el “tú” nunca podría funcionar como una novela en segunda persona, ni siquiera como un poema de amor, en que la segunda persona es más frecuente. En estos textos, concebidos para ser cantados más que leídos, hay algo en el acto de la enunciación, una interpelación concreta a la ausencia. Uno tiende a identificarse con el enunciador y no con aquel a quien eso se dirige; me parece que tiene una fuerza tan particular la interpelación, cantarle a alguien que por definición no está. Ahí la enunciación amorosa refuerza la pérdida, la ausencia, el olvido, el extrañar. Todo eso, además de ser dicho, está funcionando en la segunda persona: te digo que te amo, que te extraño, que te olvidé. Al ser cantado, el “te hablo” se ejecuta. Que ese otro no esté es precisamente la expresión del amor, es un modo de concreción de la ausencia, o sea “te hablo” y no estás, “te hablo” como si estuvieras pero no estás. O esa paradoja descomunal y fascinante que es “te hablo” para decirte que te olvidé, pero no puedo parar de hablarte, por lo tanto no te olvidé. ¿Qué hago acá cantándote si te olvidé? (risas).
–A propósito de su novela Bahía Blanca y la imposibilidad del protagonista de cambiar de tema, ¿el bolero, a diferencia del tango, no puede cambiar de tema?
–Sí, exactamente. Bahía Blanca está escrita desde la premisa de que el amor es fijación; es como si uno dijera que es redundante hablar de fijación amorosa: si es amoroso es una fijación; por lo tanto el cambio de tema es la utopía imposible, ya quisiera el abandonado poder cambiar de tema, poder pensar en otra cosa. Bahía Blanca está escrita como una gesta imposible del cambio de tema para el enamorado cuyo objeto está perdido. En el bolero encontrás esa imposibilidad, porque es no sólo la tematización de la fijación, sino la consumación de la fijación. De bolero en bolero, no puedo parar, que es la condición del enamorado: no puedo parar de pensar, no puedo parar de hablar, no puedo parar de cantarte; para decirte que no voy a hablarte nunca más, no paro de hablarte. El tango tiene más universos, pero me circunscribí a las letras que remiten al dispositivo de la amistad articulándose y sosteniéndose con el dispositivo amoroso. El que cambia de tema es porque ya no está enamorado.
–¿Por qué eligió concluir Ojos brujos con el ensayo sobre el amor que considera más dramático, el desgarramiento, aquel en el que se aman, pero se tienen que separar?
–Ese fue el último texto que escribí y lo presenté en un par de congresos y pasé las canciones: “Por amor” de Roberto Carlos; “Confesión”, “Somos”, “Fuimos”... El desgarramiento es una figura que me perturbó muchísimo por la idea de que el desamor no es lo otro del amor, sino un dispositivo del propio amor y de ahí el desgarramiento. Me parece un punto de condensación de la tragedia amorosa quizá incomparable: peor que el abandono, que es terrible, o que ser olvidado, que también es terrible, es tener que separarse cuando hay amor: “Nosotros, que nos queremos tanto, debemos separarnos” es una fórmula de desgarramiento incomparable que es no el final del amor de lo que ya no se aman, sino el final del amor de los que todavía se aman. La idea de que haya que abandonar un amor por amor... Cuando pasé “Por amor” de Roberto Carlos, hubo una reacción entre irónica y divertida al principio. Pero en el desarrollo de la ponencia y en la sucesión de los tangos y los boleros, fuimos cayendo todos en una especie de tristeza y desolación amorosa que fue muy iluminadora respecto del modo en que el amor se vivencia.
–En el desgarramiento amoroso, en ese amarse pero tener que dejarse, ¿aparece la idea de sacrificio?
–Sí, sabemos que sacrificio tiene la misma raíz que sagrado. El amor porque es sagrado exige ese sacrificio: se pierde lo que más se quiere. Eso te devuelve la idea de que finalmente lo que parecía como la máxima tragedia, que es la quiero y me deja, la quiero y ya no está, la quiero y se fue con otro, aun así no es la peor alternativa, que es: la quiero, me quiere y hay que dejarse. En el mismo mecanismo de retorcimiento y desgarramiento de nos amamos y nos tenemos que dejar, se produce el tengo que dejarte y hago que me dejes, “el método Barros Schelotto”, como lo llamo en la vida, que es hacerse echar (risas). El hacerse dejar como una manera de dejar es doblemente sacrificial.
–En ese hacerse echar muchas veces no hay una explicación, más bien prevalece una zona de misterio, algo que no se dice o no se sabe. ¿Qué pasa con ese no saber?
–Hay un secreto que no se puede decir, que también funciona como lo sagrado. No es sólo el sacrificio de lo que se tiene y lo que se quiere, sino el sacrificio del que queda como un déspota y no lo fue: sacrificás no sólo tu amor, sino tu recuerdo también; es una inmolación por amor. El sacrificio del amor es por amor. Por eso el libro termina con el desamor como capítulo del amor y no como lo contrario o algo exterior al amor. Renunciar al amor por amor es donde la fábula amorosa tiene su momento más terrible. Nunca sabemos lo suficiente para parar de sufrir. Nunca sabemos lo suficiente para evitar la zozobra. Las contradicciones son muy reveladoras de la condición amorosa, en el sentido de que es “esto” y “también esto otro”; las dos cosas son verdad y la dicotomía no hay que resolverla. Los boleros tienen expresiones contrastantes y contradicciones: que cada amor sea único y haya muchos. Cada uno es único, con cada uno ninguno más existe, cada uno es el primero, ¿cómo podés tener sucesivos amores, si cada uno es el primero y llegó por primera vez a tu vida?
–Un punto de conexión entre el tango y el bolero es la cuestión de la pérdida en las letras. ¿Qué implica escribir desde la perspectiva de la pérdida?
–Sin la pérdida, no habría motivos para el canto. La historia no la escriben los que ganan, la historia la escriben los que pierden, que son los que tienen una explicación que dar. El que gana se queda con su victoria, el que pierde es el que necesita tomar la palabra y explicar qué pasó y por qué. Cuando hay pérdida, surge la necesidad de decir, de hablar, de cantar, de preguntarse, de interrogar. Si no hay pérdida, no hacen falta tantas palabras. En el libro me remití a los tangos y a los boleros que conformaron en gran medida mi educación sentimental. En alguna época dí dos o tres conferencias sobre Homero Manzi porque tengo una admiración infinita por él y había encontrado un texto temprano de Manzi donde cantaba lamentando la pérdida de las viejas calles de tierra por la llegada del empedrado. Probablemente te corrés treinta años para delante y él u otro poeta le están cantando al empedrado. Siempre hay un objeto perdido para añorar. Algún día, cuando haya transporte cibernético, se le va a cantar al viejo asfalto (risas). Hay una fascinación con lo perdido, sea lo que sea. Cuando esa sensibilidad la traspasás al mundo del amor, el tango ya tiene la sensibilidad conformada para la forma particular de la pérdida que es la pérdida amorosa. El que ya perdió el organito, la callecita, el farolito, está listo para la verdadera fábula amorosa que es el amor perdido. Puesto a añorar, producís la pérdida. Cuando uno advierte que el tango produce la disposición de la nostalgia, entonces corrés el objeto. No es el barrio, no es el farolito, no es el almacén, no es el cafetín, no son los amigos, es la disposición a cantar a lo perdido, la disposición a añorar.
–¿La única forma de cantar y contar el universo amoroso es con la desmesura, la hipérbole?
–Lo propio de la fábula amorosa es la desmesura. Si no es desmesurado, si no se vivencia como absoluto, no es amor para este imaginario, que es el mío. Si es ambiguo, si tiene matices, si tiene paliativos, si admite ser relativizado, si admite compensaciones, no funciona como fábula amorosa. Cada amor es absoluto, no funciona una lógica de relativización: la que se fue es única, con esa se acaba la vida y cuando venga otra va a ser única y con ella se va a acabar la vida. Por eso me interesa también en algunos momentos del libro contemplar los modos de cantar: cómo canta Julio Sosa, cómo canta Carlos Gardel, como canta Raúl Berón, cómo canta Goyeneche, cómo canta Horacio Molina, porque hay una performance de la queja, de la duda, del desgarramiento, del sollozo.
–En el libro trabaja el fraseo de Goyeneche y cómo hacía los cortes para modificar el sentido, ¿no?
–Goyeneche era un cantor claramente lacaniano que entendía que el corte produce el sentido. La idea de cortar para que el sentido cambie es fascinante.
–¿Cómo fue escribir a favor de la fábula amorosa en Ojos brujos?
–Escribí el libro para asumir ese universo sentimental como propio. Hay dispositivos de conjura respecto al padecimiento amoroso, en el sentido de posicionarse como si estuviésemos por afuera o por encima “de”, distintas formas del cancherismo o de lo superado. Barthes dice que lo verdaderamente reprimido de la cultura no es lo sexual sino lo sentimental. Eso fue para mí muy revelador. Yo asumo que sufro y me angustio por amor, me permito ese lugar de enunciación para el análisis de las letras; pero existe un mandato cultural muy fuerte que se resuelve en la ironía camp, en donde lo sentimental transita como si no nos afectara. El libro tiene una premisa fuerte que es asumir lo cursi. Todos somos cursis cuando nos enamoramos. En el mundo letrado hay formas de validar estos registros, como la literatura de (Manuel) Puig, el cine de (Pedro) Almodóvar, Chavela Vargas vía Almodóvar, bolero vía Caetano Veloso, ciertos talismanes de prestigio cultural que legitiman la cursilería amorosa. Mi formación, en ese sentido, ha sido completamente otra. Yo soy un cursi sin mediación de legitimación. Yo no tengo mediación a Roberto Carlos, yo escucho Roberto Carlos. Seguramente esto tiene que ver con que vengo del medio pelo barrial bajo, sin los talismanes de validación de la alta cultura.
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