Mié 03.02.2016
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CULTURA › SE PUBLICA POR PRIMERA VEZ EN EL PAíS EL PARáSITO, OBRA CRUCIAL DE MICHEL SERRES

Un ensayo con ritmo, música y armonía

Ecléctico viajero entre las artes y la ciencia, el filósofo francés explora el tema del ruido y la comunicación para explicitar que el ruido forma parte de la comunicación: “Somos en los ruidos del mundo, no podemos cerrar la puerta a la recepción de ese clamor”.

› Por Silvina Friera

La cadencia de un pensamiento presiente que la armonía puede ser un pesado estribillo. El filósofo Michel Serres cultiva la convicción de que la vitalidad de la ciencia depende de la flexibilidad y apertura a su otro poético. En El parásito, obra editada en Francia en 1980 que se publica por primera vez en el país gracias a la editorial rosarina Co-lectora, con traducción de Nicolás Gómez y prólogo del psicoanalista Juan Bautista Ritvo, el milagro difuso de la poesía es uno de los hilos de Ariadna que recorre las 400 páginas del libro. “Somos en los ruidos del mundo, no podemos cerrar la puerta a la recepción de ese clamor, y evolucionamos, envueltos en esa marejada incalculable. Somos calientes, ardemos de vida, y los focos de ese éxtasis temporario emiten el tumulto sin tregua de su incontable funcionamiento. En el comienzo está el ruido, el ruido no cesa. Es nuestra percepción del caos, nuestro modo de aprehender el desorden, nuestro vínculo con la distribución dispersa de las cosas”, afirma Serres en un fragmento de este libro que dialoga con las Fábulas de Jean de La Fontaine, El banquete de Platón, Tartufo o el impostor de Molière, La odisea de Homero y Las confesiones de Jean-Jacques Rousseau, entre otros textos.

En el ensayo introductorio, Juan Pablo Gonella, uno de los editores de Co-lectora, sugiere que El parásito es “un texto fluido que trata al lector como a un navegante recorriendo orillas, desembocaduras”, un espacio abierto a las irrupciones de lo desconocido. “La propuesta de Serres es sensible a que en la lengua hay manchas negras, que el área del huésped es un charco oscuro. O también podemos decir: el animal traumatizado por la lengua. El animal enfermo de signos, grave de sentido. Eso que, con cierto desaire, solemos llamar sujeto.” La referencia a Leibniz es constante en la obra del filósofo francés. En el excepcional prólogo de Juan Bautista Ritvo, más allá de explicitar y fundamentar algunas objeciones, el psicoanalista pondera “la espléndida prosa de Serres, tan generosa, intensa, plena de referencias múltiples, que abarcan casi todas las disciplinas de las ciencias exactas y de las humanidades”. Le interesa especialmente la escritura del filósofo francés, su carácter de oratorio. “Un oratorio es varias cosas: lugar de oración, la actitud de orar, obra musical típica del barroco, que narra un drama de orquesta, coro, cantantes. El oratorio posee algo ambiguo: narra una acción, no la pone en escena; pese a lo cual, esboza una escena posible a través de la narración. “¿De qué clase de frase-oratorio dispone Serres? –se pregunta Ritvo–. De una que podemos llamar y con justicia leibniziana, pero de un Leibniz que nunca se puede asumir del todo porque la época de la filosofía clásica prekantiana, ecuménica y poseedora de casi todos los ámbitos del saber, en la cual la contraposición del fenómeno con la esencia permanece fundamentalmente armónica, ya ha pasado sin remedio. ¡El ruido sin fondo la derrumba!”

El traductor Nicolás Gómez reflexiona sobre el sonido de la obra del pensador francés. “Le parasite tiene ritmo, música, armonía y también discordancia. Un sonido particular. La gobierna una cadencia que evoca el ditirambo –explica el traductor–. Serres habla del parásito y habla de música, armonía y ritmo. De afinación. De acordes. De discordancias. Y compuso un texto musical.” Serres advierte que “parásito” también significa ruido: “No era más que ruido, pero era un mensaje, una suerte de información que siembre el pánico. Una interrupción, una corrupción, una ruptura, en fin, comunicación. Ese ruido, ¿era realmente un mensaje? ¿No era más bien un parásito? Que a fin de cuentas tiene la última palabra. Siembra el desorden, insemina un orden diferente”. Ecléctico viajero entre las artes y la ciencia, al filósofo francés explora el tema del ruido y la comunicación para explicitar que el ruido forma parte de la comunicación. El ruido es un comodín que tiene dos valores: un valor de destrucción, un valor de construcción. “La pareja ruido-mensaje es intrínseca al sistema. Un observador situado en el sistema interviene en esa pareja y esa relación. En cierto modo, si forma parte del funcionamiento maximiza el mensaje y minimiza el ruido. Reprime los parásitos para emitir o recibir mejor las comunicaciones, para hacerlas circular de manera distinguible y operatoria. Esa represión es tanto la excomunión religiosa, la prisión política, el aislamiento de los enfermos (...) como la represión en el sentido analítico”, analiza Serres, filósofo e historiador de la ciencia que nació en la ciudad de Agen (Francia) en 1930, miembro de la Academia Europea de Ciencias y Artes y de la Academia Francesa, autor de la monumental serie Hermès: Hermès I, La communication (1969), Hermès II, L’interférence (1972), Hermès III, La traduction (1974), Hermès IV, La distribution (1977), Hermès V, Le passage du Nordouest (1980).

Imposible no sucumbir a la elegancia de un pensamiento incómodo y provocador en su “originalidad” un tanto anómala, en la que confluyen filosofía y poesía, a contrapelo de las modas filosóficas, literarias y científicas. “El ensayo, la repetición, es la muerte. Es la caída en lo semejante, la identidad coagulada de lo demasiado-conocido. Si nunca hubiese otro concierto que el de lo ya escrito, el mundo rápidamente sería un infierno espectral en el que flotan sombras. Con frecuencia es así, lo sé. Pero si la verdad, lo real, nunca es más que lo prescrito, todo se transforma en sepulcral. El siempre ya es un cementerio, donde la entropía se va pudriendo. Felizmente hay rareza, se produce la excepción, aparece la novedad, el milagro improbable. Merced a esa rareza, el mundo adviene a la existencia, somos seres vivientes, pensamos”, plantea Serres. “Las palabras de la lengua no sólo se comen, también se degustan. Los que se alimentan como sonándose la nariz, rápida y asépticamente, como quien se acuesta y se toca, lo encuentran un tanto desagradable, repugnante. Pero están los aficionados del buen comer. Se habla como se come, estilo y cocina son igualmente importantes, vulgares en conserva o refinados de corazón.”

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