CULTURA › OPINION
› Por Jorge Fondebrider *
Hace ya algunos años, el gobierno español asoció la “Marca España” –política de Estado, cuyo objetivo es mejorar la imagen del país, tanto en el interior como en el exterior, a lo que, no sin cierta falta de elegancia, llaman “español” (como si lo que hablan vascos, catalanes, gallegos y andaluces no fueran lenguas españolas). Esa asociación vino acompañada de una serie de acciones que dejan bien en claro quién quiere mandar en esa lengua –a la que, para abreviar, llamaremos “castellano”–, hablada por 400 millones de personas, de las cuales sólo 46 millones son españoles. Así, la Real Academia Española, el Instituto Cervantes y la Fundéu BBVA (“fundación para el español urgente”, cuyos esfuerzos, financiados por un banco español, se dirigen a corregir los “errores” de los periodistas latinoamericanos) han sido hasta ahora las principales caras visibles de esta arremetida que tiene al menos dos vertientes. Una es política: el avance de la hegemonía española sobre la soberanía lingüística de los países latinoamericanos. La otra, comercial: sistemas de aprendizaje y evaluación de la lengua vendidos a través del Instituto Cervantes y diccionarios y gramáticas impuestos por la Real Academia Española. Otro tipo de instituciones ibéricas “acompañan”, financian y recaudan. Tal es el caso de Telefónica y, en los últimos años, la Editorial Planeta. A estas fealdades se ha opuesto sistemáticamente la Argentina, que, hace ya más de una década, con la participación de la UBA entre otras universidades nacionales, produjo su propio método de evaluación del castellano. Unas semanas atrás, los especialistas de planificación y políticas lingüísticas de esa casa de estudios se enteraron de que su universidad, la mayor de la Argentina, firmó un acuerdo con el Instituto Cervantes, la Universidad de Salamanca y la UNAM de México para privilegiar el sistema de evaluación español, dejando así de ser un obstáculo para los objetivos peninsulares. Todo esto se aprobó con el acuerdo de médicos, ingenieros, veterinarios, farmacéuticos y odontólogos, y el voto en contra de los representantes de las Facultades de Filosofía y Letras (especializada en la temática en cuestión), Exactas y Naturales, y Sociales en una sesión del Consejo Superior de la UBA, realizada en el Rectorado el 30 de marzo pasado, a la que ni siquiera se permitió el ingreso –no ya la consulta–, de los especialistas. De todos modos, el anuncio de la firma tuvo lugar en el VII Congreso Internacional de la Lengua, que se desarrolló en Puerto Rico entre el 15 y el 17 de marzo, días antes de que se aprobara en la UBA. Todo esto abre las puertas a un sinnúmero de opciones: por ejemplo, los filólogos y latinistas podrían crear un nuevo protocolo para los tratamientos de conducto; los lingüistas, en cambio, podrían intervenir en las decisiones sobre la inseminación artificial de vaquillonas, y así sucesivamente, mientras las instituciones españolas –severamente criticadas en origen por los propios españoles– nos siguen vendiendo espejitos de colores y avanzando sobre nuestros intereses y soberanía.
* Escritor y traductor.
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