Dom 27.12.2009
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HISTORIETA  › ENTREVISTA AL DIBUJANTE GUILLERMO MORDILLO

“Creo que hasta los esquimales podrían entender lo que hago”

Hizo animación y dibujó tarjetas de felicitación. Pasó por Perú y por España antes de afincarse en París. Desde hace décadas es uno de los humoristas gráficos más importantes del mundo y ahora brega por un museo de la historieta argentina.

› Por Andrés Valenzuela

Guillermo Mordillo tiene 77 años y varios proyectos entre manos. Vive en Mónaco, pero visita una vez al año a su familia. Ocupa un chalecito de dos plantas, construido en el patio trasero de la casa de su hermana, en Villa Ballester, y allí recibe a Página/12. El lugar es como un pequeño museo de su vasta obra: hay reproducciones de sus trabajos en casi todas las paredes y afiches de distintas exposiciones que realizó en Europa.

El hombre tiene vigor y es curioso. Consulta al fotógrafo por su cámara, su técnica y su modo de trabajar. Comenta que le gustaría que su foto fuera publicada en blanco y negro, pues así prefiere los retratos, pero enseguida reconoce que el color es parte natural de los periódicos contemporáneos. Se sorprende del interés que genera su trabajo en el país, donde hace años que no publica nada, y cuenta que, a él también, le gusta hacer entrevistas a su círculo de allegados. “Es uno de los pocos momentos en que dos personas se escuchan de verdad –señala–. Yo suelo entrevistar a mi familia y a mis amigos, es muy bonito.”

Empezó “tarde” en el humor gráfico, después de probar suerte en la animación y de vivir haciendo tarjetas de salutación. En el proceso vivió en Lima, Nueva York y recorrió España hasta que “un concurso de circunstancias” lo dejó sin trabajo en París y sin dominar bien el idioma. Por eso empezó a hacer chistes mudos pasados sus 30 años. “Me salió bien”, reconoce y en esa fortuna lleva más de cuatro décadas de experiencia. En ese tiempo acumuló decenas de premios y reconocimientos internacionales y publicó en todo el mundo (incluso en China) sin necesidad de traducciones: sus dibujos mudos lo dicen todo. Además de estar dedicado a rehacer sus originales, tiene un sueño: la creación de un museo de humor gráfico e historieta que dé cuenta de la riqueza cultural de los autores nacionales y sirva como testimonio de época plasmada en dibujos.

“Hay uno privado, el Severo Vaccaro (Lima 1037, Capital Federal) –apunta–, pero no da abasto con tanto material.” Desde hace diez años, en sus visitas al país peregrina por despachos oficiales con la propuesta, bien acompañado por colegas destacados. “La primera vez me había encontrado con Hernán Lombardi (por entonces secretario de Turismo del gobierno de Fernando de la Rúa), fue en el 2000 y a él le había gustado mucho la idea –recuerda–. Estaba embalado, pero después vino el corralito y todo lo que habíamos planeado se fue al garete.” El siguiente intento fue tres años más tarde en las oficinas de Gustavo López, en esa época secretario de Cultura del gobierno porteño de Aníbal Ibarra. “En esa ocasión fuimos con Nora Lafont y Roberto Fontanarrosa –relata–; López también estaba embalado porque este país, comparado con otros de Latinoamérica, tiene un tesoro de humor gráfico e historietas enorme.” El proyecto quedó en veremos, porque no se encontró un espacio adecuado para instalar el museo. La tercera oportunidad llegó con Daniel Scioli como vicepresidente. En esa ocasión, además de Lafont, lo acompañaron Sendra, Manuel García Ferré y Carlos Garaycochea. Fontanarrosa ya estaba enfermo y sólo pudo intervenir por teléfono. Scioli les sugirió encarar un proyecto de ley, para asegurar la salida del proyecto, pero finalmente la idea se pinchó.

Como un camino en círculos, en los últimos días de 2009 hubo un nuevo encuentro con Lombardi, que ahora ocupa la cartera de Cultura del gobierno macrista. Nuevamente, Mordillo recibió promesas y cruza los dedos para que esta vez el proyecto se concrete. “En cada reunión con cada funcionario, siempre mostraron entusiasmo, pero por una cosa u otra todo quedó en la nada, vamos a ver si ahora arranca –señala con cautela, aunque enseguida lo gana la confianza–. El entusiasmo es evidente. Al día siguiente de la reunión nos juntamos a ver un lugar para instalar el museo.” Aunque Mordillo prefiere guardar silencio respecto del lugar (“su única pega es que no es suficientemente grande para el archivo”, lamenta), distintas fuentes confiaron a este medio que se trataría de una cervecería caída en desuso cerca de la Costanera.

–¿Por qué tantas energías puestas en este proyecto?

–Es que las obras de los dibujantes no son sólo patrimonio cultural, sino testimonial. En Rico Tipo había un dibujante, Alejandro del Prado, que firmaba como Calé. El hizo Buenos Aires en camiseta, un testimonio de época y de personajes porteños maravilloso. Como él hubo muchos dibujantes, y muchísimos personajes: Don Fulgencio, Avivato, Fallutelli. Mucho de ese material corre riesgo de perderse. Tengo colegas, como Eduardo Ferro (autor de Bólido, Langostino y otros), que hoy tiene 92 años, no está bien y sus originales están tirados en un galpón en el fondo de su casa. Tirados en el suelo, ¿eh? En esta casa –y señala al primer piso– tengo originales de José Luis Salinas. No es justo que esos trabajos estén en un armario en Villa Ballester. Son de interés público para todos los argentinos. También tengo originales de Oski.

–Muchos dibujantes cuentan con colecciones similares.

–Casi todos los de mi generación tienen en sus casas colecciones importantes de Lino Palacios, Guillermo Divito, Dante Quinterno... en fin. Colecciones particulares que serían la envidia de cualquier museo. Yo no tengo interés comercial en esto, mis originales están todos en Europa, y los que están aquí, es porque los estoy haciendo en este mismo momento y luego me los llevo.

La historia de Mordillo es, según sus propias palabras, la de una suma de casualidades. De amores y proyectos que no cuajaron hasta que, finalmente, encontró la fórmula mágica. “Conociéndome, el primero que me aconsejó fue Tulio Lovato, en la redacción de Patoruzú. Me dijo: ‘Pibe, si tenés la oportunidad, andate’.” Es que el dibujante soñaba con trabajar en animación y cuando le ofrecieron probar suerte en Perú, armó las valijas para, de paso, huir de una historia de amor desventurada. En Lima su proyecto no prosperó: no hizo animación, sino ilustraciones en libros infantiles. “Además me enamoré de una chica mitad peruana, mitad alemana, pero tampoco me dio bola”, cuenta. Nuevamente armó las valijas. El impulso viajero lo llevó hasta Estados Unidos, donde consiguió trabajo en los estudios de Paramount Pictures. Participó en la producción de una película de Popeye y en una de Pequeña Lulú. Pero el contacto directo con el oficio que soñaba lo decepcionó. “Me desilusionó la forma en que estaban haciendo animación –explica–. Me parecía muy limitada, si el personaje hablaba se movía la boca y el resto del cuerpo quedaba duro.” Entonces retomó los dibujos de tarjetas humorísticas “de esas que mandás para desear feliz cumpleaños, casamiento, fiestas”.

Hacía muchos años que el joven Mordillo había dejado de ser hincha de Boca, hastiado de la necesidad imperiosa de ganar cada partido. Cuando se fue de Estados Unidos, el dibujante tuvo otro renunciamiento para muchos impensado: dejó la green card que lo habilitaba a trabajar y residir en territorio norteamericano. “Renuncié a Boca y a la green card y me fui a Europa a lo que viniera”, cuenta entre risas. Llegó a España en pleno franquismo y no le gustó, así que siguió viaje. “Me tomé un tren y fui a París. Tenía 31 años y me instalé en una buhardilla sin armario ni baño. Dejé un par de días para visitar la ciudad y el lunes me presenté en los dos únicos editores de tarjetas humorísticas que había en la ciudad. Casi no hablaba francés, y uno me sugirió seguir camino a Londres. Al otro se le acababa de ir el que le hacía toda la producción y yo le caí casi como un reemplazante. Así que yo dibujaba, escribía los textos en inglés y ellos me lo traducían.”

Se inscribió inmediatamente en cursos de francés, a los que asistía cada noche. “Si me invitaban a cenar, yo me disculpaba e iba después de la clase, así hasta recibir el diploma”, relata con cierto dejo de orgullo en la voz. Tres años se dedicó a eso, hasta que pidió un aumento, que se negaron a darle y renunció. “De cabezadura, porque no tenía otra cosa –reconoce–. Todavía no conocía a mi mujer y tenía poca guita, porque había viajado a Buenos Aires para visitar a mi familia.” Hasta que un colega le sugirió que hiciera dibujos para la prensa. La apuesta le salió bien y al tiempo empezó a publicar en medios prestigiosos, como Paris Match. “Si publicás ahí te leen en el mundo, y eso me fue dando más trabajo, como una bola de nieve”, cuenta. Como no se tenía confianza con el idioma, todos los chistes eran mudos.

–¿Jamás pensó en incorporar el texto?

–No, porque me di cuenta de que había encontrado una forma de expresión muy buena. Yo publico en todos los países del mundo. Hasta en China tengo siete libros publicados. ¿Por qué? Porque no hay nada que traducir. Creo que hasta los esquimales podrían entender lo que hago. Y no lo hice a propósito. No hubo premeditación, sino un concurso de circunstancias. Yo no llegué a casarme en Argentina, no llegué a casarme en Perú y tampoco en Nueva York. En París sí.

–¿Hacer humor gráfico mudo lo vuelve universal?

–Sí, claro. Pero fue casual. Me salió bien y llevo en esto más de cuarenta años. Sucede que los dibujos míos también son atemporales. Por eso un tema que aparece mucho es la soledad, que es ancestral, actual y futura.

–¿Por qué le interesa tanto el tema?

–¿La soledad humana? ¿Es que acaso no estamos en soledad permanente? No todos lo sienten, pero estamos solos. Empezando por el planeta, que es un puntito en una galaxia y no sabemos si hay más. En la inmensidad del planeta, de la especie humana, no sabemos si estamos solos o no. Pasa que con el tipo de dibujo que yo hago, tengo mucho tiempo para pensar. Además, duermo poco, no más de cuatro o cinco horas al día. Y como mi trabajo es pensar... llego a conclusiones. También me hago preguntas sobre la muerte, la religión, todo lo que tiene que ver con el hecho humano.

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