Domingo, 1 de junio de 2008 | Hoy
UN RECORRIDO POR ARTEBA JUNTO AL ROSARINO MAURO GUZMAN
El ganador del certamen arteBA-Petrobras revela la trastienda de la videoinstalación Autocine Guzmán y conduce una visita a sus obras previas, entre las que se destaca el beso entre Superman y Cristo, “los dos ideales del hombre”.
Por Julián Gorodischer
El momento de gloria fue el jueves, día en que Mauro Guzmán se quedó con el Primer Premio Adquisición arteBA–Petrobras, que dirige el crítico Fabián Lebenglik, y cuyo jurado integraron María Gainza, Claudio Iglesias y Graciela Speranza. Nunca se sintió cómodo acotándose a la pintura o la escultura; hoy su vocación disgregada entre el teatro, el cine, la plástica se hace ver en su obra ganadora Autocine Guzmán (con autitos de jardín y proyección de tres mediometrajes de su autoría), que responde al signo de los tiempos plásticos, tan afines a los híbridos entre disciplinas, las instalaciones, las performances. Según advierte la galerista Daniela Luna, de Appetite, es muy actual la venta de instalaciones “aun si son de arte efímero”.
Para vivenciar la obra de Mauro Guzmán –que se exhibirá en el Museo Caraffa de Córdoba– hay que sentarse en uno de los autitos y ponerse el auricular para ver y escuchar las versiones libres de tres películas (Boquitas pintoras, Nazareno Cruz y el arte y La Nancy: no es necesario aclarar a qué parodian). Retoman los clásicos del cine de Torre Nilsson Favio, Tinayre, y plantean una versión en video casero, con actores amateurs y escenografía de cartones y nylons que Mauro preferiría no englobar dentro de esa bolsa de gatos que se suele definir como lo bizarro, la clase B, o el trash.
“El mal terminado no es porque sí –dice Guzmán–. Indago, doy vueltas; las malas terminaciones tienen que ser puntuales; no hago una cosa irónica, ni un humor bizarro. Eso, a esta altura, ya es fácil de construir. Tiene que ver con encontrarle el grado de verdad al personaje. Y rescatar el espíritu de la voluntad: del tipo al que el physique du rol (él mismo, que representa a las protagonistas mujeres de todos sus films) no le da para representar a un personaje e igualmente lo quiere hacer”.
Estar sentado en los autitos de juguete es de por sí una vivencia intensa: hay que hacer encajar el cuerpo en un microespacio, lo cual exige contorsiones y molestias físicas, retrotraerse al objeto de la niñez, compartir el autito con otra piel, sudada, y acostumbrarse a quedar codo con codo, muslo con muslo. Mauro (que se dio el nombre de Linda Bler como actriz de sus películas, y de Cristo en la fotonovela que se exhibe en el stand de la galería Appetite) asume a sus mediometrajes como pequeños ensayos sobre el mundo del arte: el artista–lobo de Nazareno... podría ser un comentario sobre la figura del artista maldito; el artista puro de La Nancy serviría para pensar el mito del arte como santo grial pagano; las artistas de Boquitas pintoras, para reflexionar sobre “artistas ingenuas, atrapadas e infelices”.
Mauro, el de los rulitos rubios, que aparenta diez años menos de los que tiene, formado en Rosario, acompañado de un séquito de amigos que lo visita, lo halaga y, a la vez, participa de sus videos, dice que se cansó de ser mujer en todas sus películas, que le está resultando demasiado tortuoso caracterizarse como Linda Bler para componer a su alter ego femenino. Los últimos dos meses (sólo dos meses para terminar una instalación y tres películas) los pasó internado trabajando, llenándose de la estética de las películas que le sirvieron de molde sin tomar nota ni grabar, viéndolas una y otra vez hasta monotematizarse, durmiendo con el televisor prendido para que los diálogos le entraran con la fuerza de un mensaje subliminal. Y luego la idea fue pegarse al original para casi ultrajar a los clásicos; fue la libertad de vulnerar a Favio y a Torre Nilsson transformando sus obras en una composición que recuerda a los videos de egresados, un paso más atrás del estudiante de cine, allí donde no hay pretensiones de realismo y donde el travestismo del propio Mauro es un recurso payasesco.
Los paseantes no lo dejan hablar de corrido: lo interrumpen sus amigos rosarinos a los que concedió algún paneo; se acercan a felicitarlo; lo rodea el movimiento de una feria que ha devenido en un minifestival de galeristas y artistas y público muy jóvenes, que se alternan entre la estadía en el barrio joven, las fiestas, “la vida como en un The Truman Show” –define Mauro Guzmán– que vive su estelaridad con humildad y perfil bajo. El suyo podría tomarse como el triunfo de lo “mal terminado”, de lo grueso; se violentan sistemas de expectativas; aquí reinan el fondito de cartón y la inexpresividad facial de La Nancy.
La recotización de su obra no será inmediata, pero ya hay una peregrinación hasta el stand de Appetite en el que se exhiben fotografías previas al premio, tomadas por Mauro para una fotonovela llamada La historia de amor más grande, más bella y más heroica de todos los tiempos. Mientras todos focalizan en la novedad del Autocine Guzmán, Appetite propone la minirretrospectiva del ganador. Aquí está imponente la foto de un Cristo (representado por Mauro Guzmán, que –como se ve– siempre es parte) besando a un Superman. El autor prefiere no prevenirse de una posible embestida de organizaciones fanatizadas (que suelen fustigar este tipo de obras).
–Son los dos ideales del hombre en la Tierra –explica–, sin que exista una construcción icónica de la mujer que ocupe esos roles. Ellas son siempre las madres o las mujeres de un hombre. Superman y Cristo están condenados a una eterna soledad. Yo represento a Cristo, me dejo la barba, y la idea es que para salvarlos de su soledad los uno en una historia de amor que termina siendo un desastre. Hasta ahora llega hasta el beso. Yo no apunto a nada en concreto con las obras. Intento hacer lo que tengo ganas y después ver qué pasa. Si pasa lo malo hay que saber surfearlo. Es un comentario cultural, en una sociedad tan machista.
Daniela Luna, fundadora de Appetite, aclara que las obras de Mauro cotizan entre 1500 y 1800 dólares. “Y se vende la copia con un certificado de que es original, con un compromiso, ya que no le conviene a ninguna de las partes que se hagan más obras”. En otra de las imágenes de la misma serie de la fotonovela, Cristo y Superman ya no están enamorados sino que se pelean largando rayos blancos y centellas en un round que no decide un ganador seguro. Lo suyo no es provocar, dice, sino haber sentido que tenía que comentar algo sobre los máximos mitos de la virilidad y la adoración, no equiparados por la Mujer Maravilla o la Virgen María. La cultura popular local e internacional se funde en la sensibilidad de Mauro, espectador voraz de cine y tevé desde la infancia, atravesado por los medios y las películas, tanto que como artista es un espectador desdoblado entre dos mundos.
Si Autocine Guzmán fuera solamente cine, sería una película directamente emparentada con la obra de John Waters: besos babosos y bocas bien abiertas, cross dressings que no responden al modelo de belleza travesti, protagónicos de Mauro en todas sus películas, pueblos menos verosímiles que paródicos, una casa pobre, feísmo generalizado que se sospecha estratégicamente calculado para generar una sensación de incomodidad. Mauro Guzmán demuestra los alcances de la pasión que puede habitar en un espectador, tan encandilado que es capaz de hacer oír su voz, de proponer su mirada sobre los iconos que admira, los que consume, al punto de que lo que menos importa es que esa voz y esa imagen se expresen con torpeza, a los ponchazos, destruyendo y reinventando a los clásicos. El no rinde tributo sino que falta el respeto.
Sus ficciones toscas, gruesas, estimulan a pensar que cualquiera puede ser un director; el efecto es democratizador y corre un viento fresco allí donde se suelen contemplar jerarquías especiales. En su obra no hay un Artista Elegido; cualquiera, él mismo, puede ser Cristo. Y hasta Cristo se puede enamorar, y también equivocarse cuando la pelea con Superman evoluciona hasta las manos.
Mauro no fluye cómodamente en la feria. No se acostumbra rápido a las listas de invitados, los cortejos a los galeristas, los coleccionistas que salen de compras con la tarjeta, otra vez las listas de invitados. Todavía se siente demasiado cerca de las performances en boliches rosarinos, cuando salía con sus amigos, todos vestidos como vampiros a cambio de viáticos y consumiciones libres. Está fresca Rosario, todavía, y las películas actuadas por amigos y vecinos. Y las primeras palmadas de gente que no conoce, las entrevistas. Están lejos, en cambio, la sensación de ser una estrella flamante del mercado, la competencia, el miedo a fracasar. Están lejos el marketing, el miedo a ser reconocido, la preocupación por la venta. Para dar su primer discurso de agradecimiento, subió al estrado de dorado y con lentes oscuros. No preguntó por dinero, por ventas, por cartel, por la demanda de sus obras, todas esas variables tan frecuentes en la feria. Su posición es: nada más volátil que ser artista de la temporada. Nada más prudente que ser cauto en este momento. Nada más efímero que estar de moda.
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