MARIA ELEUTERIA QUIROZ, LLORONA EN LOS MEDIOS
Su obsesión es ir a velorios y funerales, en especial de personas famosas y de accidentados. Hace veinte años que es un personaje popular entre los funebreros.
› Por Facundo García y
Julián Gorodischer
Algunos de sus fans –que los hay y no son pocos– discuten si pertenece a este mundo, y ella no se da por aludida. Nadie entiende cómo hace para aparecer en todos, absolutamente todos los velorios de celebridades. Mary, la señora de los velorios, podría trazar una crónica mortuoria argentina de los últimos veinte años. Los faltazos a funerales y entierros fueron excepciones, y se ve obligada a aclarar, sobre uno reciente de una conocida comediante, que fue algo muy chiquito, que no se enteró casi nadie. Las anécdotas brotan de a cientos, como la vez en que se coló en una limusina en el sepelio de Marcelo Taibo, o cuando casi se mete en el micro de los jugadores de Independiente durante el cortejo del pibe Lucas Molina. Las muertes de los últimos veinte años estuvieron cerca de ella; su método obsesivo la lleva a dormitar de noche con la radio prendida; así existieron sobresaltos nacidos de un sueño frágil cuando se anunció el fiambre de un día cualquiera. Pronto, los despertares a la orden de una nueva baja se fueron haciendo más apacibles, mejor llevados.
–Disculpe, ¿usted es la señora Mary?
–¡Señorita!
Empieza a develarse un personaje. Hay algunas reglas que regulan la práctica: ella debe ser enfática al aclarar que no tiene visiones ni predice situaciones trágicas; hay que remarcar la gravedad del suicidio y el apego especial que le producen las estrellas que lo eligieron (fija, inalterable junto al lecho de Leonardo Simons o el de Daniel Mendoza). Una muerte joven como la de Juan Castro la convierte en pura corriente de afecto y solidaridad, estimula el contacto con familiares, las guardias, las pequeñas ofrendas. Se hará explícita la autoconciencia de los usos y costumbres, el pedido de que no se tome su presencia como morbo y la explicación del peregrinaje como compensación biográfica. “Yo soy una piba que cuando quiero a una persona, la quiero –dice–. Pero mis hermanas biológicas, cuando yo necesité una mano, no me la dieron. Me tuve que ir sola en medio del monte.” Hubo tribunas, pasillos, castings en la vida de Mary, la chica –“decime ‘chica’, suena más lindo”, pide– hasta encarnar la pasión por la TV como despedida múltiple y sucesiva: su vida personal se entrelaza minuto a minuto con lo que pasa dentro de la pantalla. ¿Quién es? ¿Cómo llegó a ser una marca registrada de los velorios célebres? María Eleuteria Quiroz está llegando; atraviesa el frío a paso rápido antes de que el sol se vaya por avenida Caseros.
Llega al encuentro con una rosa entre las manos. “Buenas tardes. Antes que nada buenas tardes”, se presenta en un bar de Barracas. “Yo soy la señorita Mary –añade–. Me vine a Buenos Aires y me enganché con un programa que se llamaba Sábado de todos.”
Antes de ese renacimiento hubo otro, real y bastante más duro. “Nací en Perugorría. Mi mamá tenía como diez hijos, y a mí me hacía dormir en un cajón de manzanas. Un día vino una señora que se llamaba Isabel y le dijo a mi madre que le regalara la beba, es decir a mí. Mi mamá le dijo que sí, y me dio. ¿Puede creer?”, se transporta. La niña estaba desnutrida; un médico decretó que se iba a morir. Esa muerte anunciada es una marca de identidad que vuelve en cada referencia a su familia adoptiva. Sobrevivió, y ahora recuerda que en el barrio la empezaron a apodar Cielo.
Creció, aprendió a trabajar y hasta preparó todo para casarse. “Tenía todo listo, como Wanda Nara, pero algún envidioso me quiso perjudicar”, compara, y agrega que una familia rica le había regalado “un camión lleno de Coca Cola” para los festejos. “Che, parece que el novio se rajó”, cuenta que le vinieron a avisar justo cuando se estaba probando el vestido de boda. Poco después, dolida y con ganas de reinventarse, Mary veía alejarse su pueblo desde la ventanilla de un colectivo que iba hacia la Capital. Era 1983, volvía la democracia y empezaba el sueño.
Con poco dinero y sin contactos, una de las primeras cosas que la recién llegada encontró en la gran ciudad fue una radio destrozada que aún andaba. Desde entonces, la señorita Mary ha desarrollado un método para no perderles el paso a las novedades de sus ídolos. Se acuesta con el aparato encendido y lo deja así toda la noche. Se acostumbró a esas noches en estado de semivigilia; la pereza nunca es tan fuerte como la necesidad de estar al día. “Si entre sueños escucho algo que me interesa, ya no puedo seguir durmiendo. En caso de que se me haya escapado un velatorio, paro la oreja para averiguar dónde es el entierro”, revela. Es la mera “satisfacción de acompañar”. El personal del cementerio de la Chacarita podría dar fe de sus palabras. Cuentan los empleados del lugar que la suelen ver integrada a los cortejos fúnebres de accidentados, cuando la tragedia ha sido difundida por los medios.
–No es por la fama. Mire, esto es algo que yo hago desde chica. En Perugorría lo hacía, y le digo que allá cuando entierran a un pobre no hay cámaras, no hay nada. Voy a respetar, a despedir. Siento que quedo en amistad con ellos.
La estampa de Mary es de una militante; no llora sino que pelea por la primera fila. Suele portar un cartel con una leyenda alusiva. Su omnipresencia permitiría trazar un recorrido por la historia mortuoria de las celebridades que nos tocan y hasta armar un sistema que la organice, dividiendo comportamientos según clase, rituales según el estatuto del famoso, grados de intensidad en el dolor según se trate de actores, políticos o deportistas.
–Y... es como todo –dice Mary–. Se va una persona y se te va. Yo soy muy sentimental. Cuando me ayudan, me quieren. Hay una señora de Barrancas de Belgrano que me ayuda siempre y los quiero. Yo no miro si el del velorio es pobre o rico. Yo me voy, así sea en la villa 31.
–¿Quién despide mejor? ¿Los ricos o los pobres?
–Todos, no vaya a creer. Me agradecen, ojo. Me acerqué a la madre y a la hija de Simons, cómo lloraban. Al velorio del hijo de Mirtha no me dejaron entrar. Banqué afuera toda la noche. Y cuando lo sacaron, fue por el garaje al chico. Lo sacaron a las cuatro de la mañana para cremarlo. Mirtha estaba muy triste.
–En casos de cremación, ¿también se acerca al lugar?
–Claro, como cuando cremaron a Cris Miró. Me fui a la misa que le hicieron. Estaba la madre. Pero una ceremonia en la que me pareció que la persona había quedado solita fue la de la madre de Pepe Cibrián, Ana María. En el cementerio no había nadie.
Más reglas: tiene que quedar claro que su participación no implica adhesión ideológica. “No soy menemista, pero estuve en lo del hijo de Menem. Pasé varias veces frente al chico. El de la vigilancia me decía ‘usted ya entró a ver a Carlitos como cinco veces’. Tenía razón. Lo veía y volvía a hacer la cola. Con Rodrigo hice lo mismo y también con Walter Olmos.” En las vigilias ante una terapia intensiva o una recuperación de un accidente la cosa se complica. Nadie, nunca, le pidió que se fuera, confundiéndola con un pájaro de mal agüero. Pero los que la vieron desde la puerta de la Suizo Argentina cuando allí estaba internado Maradona, o rondando la recuperación de Alejandra Pradón o Mariana de Melo, saben que en esos casos hay miradas de reojo, reticencias a conversar, merodeos como si quisieran evitarla pero sin atreverse a insinuar que su presencia se asocia a las derivaciones trágicas. En los entierros todo es diferente.
–Cuando ha sido un artista, cantamos. Yo llevo unos santos y rezo. Lo único que digo es que yo no soy médica, pero con Juan Castro yo tenía esperanzas... Siempre desde la esperanza. Estoy medio dormida y medio despierta y de pronto entre sueños escucho que ha pasado algo y ya no puedo dormir más, tengo que saber.
Enumera a sus muertos desde el presente al pasado, conmovida todavía por pérdidas recientes. “Ah, como lloré con Guinzburg. Como una bebé. Lo quería mucho. Como al chico Molina que jugaba de arquero y que se mató en el auto.” La mención reiterada a una fama de segunda línea o a la noticia publicada en Policiales ahuyenta los fantasmas de cholulismo. La profundidad es un bien deseado. “¿Cómo, si hay cámaras? ¿Cómo, si está la tele? No, yo voy igual. Fui al de Cromañón, a lo del chico Peralta. Fui cuando secuestraron al papá de Echarri, que me caminé veinte cuadras...”. La otra constante es el autorreproche que no caduca sobre algunas situaciones vividas (“cuando se murió el futbolista Molina, por un pelo no me fui con los jugadores”, dice) y el enojo tenue que aparece cuando se le pregunta si incluye un don predictivo, si tiene visiones, quizá para proponerle qué ve al decir el nombre propio con ese morbo del que cualquiera se arrepiente a los pocos minutos. Por suerte, evade:
–No, no sé. Para mí no es ninguna alegría el velorio. No me causan gracia los velorios. Yo me voy nada más, estoy ahí. A muchas madres ni las puedo saludar porque es un quilombo.
–¿Cuál fue su primer muerto?
–Leguisamo. Me enteré por radio y no conocía mucho Buenos Aires. Me dijeron que el velorio era en el Club Hípico.
–¿Y el velorio más doloroso para usted?
–Un chico que yo crié desde que era nene, cuando trabajaba de empleada con una señora de Paso de los Libres.
–¿Y entre los famosos?
–Leonardo Simons y Juan Castro. Si viene un ataque uno dice: “Bueno, la muerte vino y lo buscó”. Pero lo otro...
–¿En el de Rodrigo estuvo?
–Sí. Y me acuerdo muy bien de ellos porque cuando estuve mal la madre me ayudó con dinero.
–¿El de los familiares más desubicados?
–No, siempre me parecieron bien. Yo hago una señal de la cruz y listo, trato de no hacer lío.
–¿Siempre bien, Mary?
–En el del chico Taibo había vigilancia para que ningún vivo les sacara la cartera a las mujeres y me dicen: “Disculpe, señorita, ¿dónde va?”. Le dije: “Voy a acompañar a esta gente, los Taibo”. Me preguntó si yo era familiar. Y le contesté que hace diez años trabajaba para ellos. ¿Cómo no lo iba a seguir? ¡Era mentira!
Para compartir los pésames no es indispensable que se organice un velorio formal. De hecho, en el sur de Manhattan se ha levantado el Tribute World Trade Center 9/11, un museo para recordar la memoria de las víctimas de los atentados del 2001. Hasta ahí todo es más o menos predecible. El tema es que en el tramo final del recorrido hay una pared que recoge las señales de solidaridad que mostraron los distintos pueblos, y en el sector que corresponde a Argentina puede verse en primerísimo plano a una compungida Mary, con un cartel que reza Mis condolencia, sin la ese. La toma fue registrada en una movilización local junto al Obelisco; Mary no estuvo nunca en Nueva York. “Ya que no podían escucharme, armé ese cartelito para que lo leyeran desde lejos”, recapitula. La tragedia la transporta a la Embajada de Israel, a la contigüidad con la entonces enviada del noticiero Nuevediario del viejo Canal 9 de Romay. “Le digo un secreto: el que le tocó la cola fue uno de los bomberos. ¡Mi Dios! ¡Lo que fue eso!”, dice entre la pena y la añoranza.
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