Lun 28.11.2005
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ENTREVISTA CON NESTOR GARCIA CANCLINI

“Estamos frente a redes de multiplicación del odio”

El antropólogo explica, en relación con los recientes estallidos sociales en Francia, que “lo que ocurre es más que la pérdida de un modelo, está desacomodándose un imaginario social”.

› Por Silvina Friera

El antropólogo argentino Néstor García Canclini dice que hay cambios radicales en las formas de organización del odio. Si en etapas preglobalizadas, explica, se manifestaba hacia el que estaba del otro lado de la frontera, el que pertenecía a otra etnia en la propia ciudad o en el barrio de al lado, “ahora aparece una distribución diferida de los odios, donde se apunta al lejano y desconocido”. Profesor e investigador de la Universidad Nacional Autónoma de México, Canclini participó del diálogo abierto “La cultura argentina vista desde afuera”, con el secretario de Cultura de la Nación, José Nun, y en el ciclo “Odio, Violencia, emancipación”, un encuentro entre pensadores argentinos y españoles organizado por el Centro Cultural de España (Cceba). “Sabemos muy poco de las motivaciones y la estructura de los episodios violentos que ocurrieron en Francia. Hay un desplazamiento de las estructuras centralizadas y piramidales, como los partidos políticos, a redes tan sólo parcialmente conectadas con un alto grado de autonomía en cada célula. También en las manifestaciones de protesta o repudio contra el orden hegemónico aparece esta dispersión: la dificultad de saber cómo se escribe lo que estoy haciendo en una explicación nacional o global”, señala Canclini en la entrevista con Página/12.
–¿Por qué no ha funcionado el modelo de integración a través de la educación gratuita y laica en la sociedad francesa?
–Los conflictos previos, que se podrían ver como antecedentes posibles de estos estallidos, fueron sobre el uso del velo en las escuelas o sobre la legitimidad de costumbres de las distintas culturas. Pero lo que ocurre es mucho más que la pérdida de un modelo, está desacomodándose ese imaginario social que residía en la capacidad de integración en un sistema político-jurídico, tan centrado en la universalidad de la ciudadanía como el francés y que en muchos casos está basado en una definición abstracta de ciudadanía. Evidentemente esta definición no es aceptada por la cultura islámica cuyas formas de pertenencias comunitarias u otros tipos de redes, que no pasan por los conocimientos del derecho al voto, tienden a ser subestimadas por los franceses. El fracaso principal es del sistema económico, incapaz de incorporar a los jóvenes. El mercado de trabajo evidentemente impide el acceso al consumo formal.
–Usted señala que el odio, con la globalización, se ha complejizado, pero las sociedades occidentales están mucho más educadas que hace un siglo. ¿Cómo explica el incremento del odio al tiempo que se desarrolla y se extiende la educación?
–Hay una educación escolar que plantea mal las actuales formas de conflictos culturales. Pero también está la educación informal, la que se adquiere a través de los medios de comunicación, de las redes sociales de pertenencia o de exclusión, en donde también se aprende a reconocer o a discriminar al otro. Filósofos como Savater tienden a buscar una explicación psicologizante del odio, como si sólo fuera un sentimiento individual, aunque sin duda exista esa dimensión. Pero a mí me interesa entender las formas de organización social del odio; ahí es donde percibimos cambios radicales. Mientras en etapas preglobalizadas el odio se manifestaba hacia el que teníamos del otro lado de la frontera, el que pertenecía a otra etnia en la propia ciudad o en el barrio de al lado, ahora aparece una distribución diferida de los odios, donde se apunta al lejano y desconocido. Más allá de las Torres Gemelas, los trenes de Madrid y de Londres, en América latina no faltan ejemplos de un odio a los lejanos. Hemos tenido históricamente estereotipos discriminatorios hacia los asiáticos pero, en general, tenían que ver con la llegada de esa inmigración a la propia ciudad o al país. Ahora estamos ante dispositivos o redes de multiplicación del odio, relaciones diferidas, distantes, donde no se sabe contra quién se lo está ejerciendo. Es un odio más abstracto que se vuelve más impersonal.
–¿Por qué se produce esa impersonalidad?
–Mi hipótesis es que hay una correlación entre una estructura social más anómica con la dificultad para identificar a los interlocutores de la sociedad contemporánea. Me refiero al problema de relacionarnos con personas en forma constante. Cuando pedimos un servicio a una empresa, nos atiende una contestadora telefónica que nos dice que tenemos que marcar números, lo cual crea una sensación de impotencia, de indiferencia en la relación, que es básicamente entre personas y máquinas. Nos echan del trabajo y no está claro ante quién hay que protestar, y posiblemente la decisión fue tomada en otro país, en una capital lejana. No sabemos bien de dónde proceden los mensajes y la información que recibimos, cuáles son las empresas que están detrás. Antes las empresas tenían el nombre de una familia fundadora, como Ford, ahora son sólo siglas. ¿Quién sabe qué quiere decir CNN?
–¿Cómo se logra integrar a los otros, sin apelar al “no me queda más remedio” que implica la tolerancia?
–Tolerar es no hacerse cargo de la diferencia y despreocuparse de que hay que entenderla, e incluso preguntarse qué puede significar de bueno para mí, qué propuesta de estilo de vida me está haciendo. Tolerar es quedarse ensimismado en lo propio. Varios autores oponen el odio al amor, o el odio a la paciencia, al humor o a la tolerancia. Parece que en las actuales condiciones de odios globalizados lo que aparece como lo otro del odio es la comprensión intercultural y la necesidad de entender lo que es diferente y de construir un tipo de relación productiva y creativa, no la aceptación distante de la tolerancia, sino incorporación efectiva de copertenencia y coproducción con los otros.
–¿Qué papel cumplen los estados en la integración?
–La integración es una responsabilidad compartida por muchos actores. Los estados están experimentando la dificultad de ejercer el monopolio legítimo de la violencia, que históricamente desde Hobbes se les asignó, porque fue desmantelando sus aparatos y perdiendo funciones. Algunas las cedieron a la empresa privada, otras a empresas transnacionales, que son menos responsables todavía, y otras quedaron sueltas y nadie se ha hecho cargo. Una de las pocas funciones que el Estado ha mantenido es el poder de policía. Es muy grave que se reduzca a esto. Las sociedades civiles, sea lo que quiera decir la estructura de esta palabra tan maltratada, coparticipan al elegir gobernantes, al seguir apoyando partidos que han demostrado su ineficacia. De todas maneras, en varios países pareciera que hay un avanzado estado de desesperación en las sociedades.
–¿Por qué?
–A mí me parece muy significativo que un alto número de presidentes elegidos en la última década en América latina no hayan llegado sostenidos por el partido político y que hayan triunfado ocupando el vacío dejado por el descrédito extendido de los partidos tradicionales. Esto ha ocurrido con presidentes de distintos signos: en la Venezuela de Chávez, en el Perú de Fujimori, en Ecuador, en muchos otros lugares. No hay ejemplos exitosos de recomposición del tejido social a partir de figuras caudillescas o de liderazgos carismáticos.

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