ENTREVISTA CON EL FILOSOFO ESPAÑOL MANUEL CRUZ
“Este mundo es muy frágil”
El catedrático español, de paso por Buenos Aires, habla de cómo se instaló la idea de modelo hegemónico y critica extensamente la naturalización del “darwinismo social”.
Por Angel Berlanga
“Me gusta mucho Buenos Aires, tengo una relación adictiva con esta ciudad tan intensa, que transmite tanta energía”, dice el filósofo Manuel Cruz, que asegura que desde hace un tiempo viene “casi todos los años”, y destaca “el gusto por la cultura” que observa por aquí. Este catedrático de la Universidad de Barcelona y columnista habitual de El país vino a hablar, esta vez, de La senda errática de las utopías, título de la conferencia que dio en el Centro Cultural de España, en la que subrayó que aunque esta época se caracteriza por “la pérdida de las ilusiones y el declive de la pasión por el futuro”, no habría que perder de vista que “el presente solo puede ser pensado como el lugar donde lo imprevisible puede ocurrir”. La senda errática es, al mismo tiempo, el último capítulo de Las malas pasadas del pasado, el libro con el que ganó este año el premio Anagrama de Ensayo, un texto que en el volumen se llama Un futuro con escaso porvenir.
–Usted plantea que se habla del futuro en clave de designio inexorable, casi naturalista. ¿Por qué será esto?
–Si ponemos al futuro como ese lugar imaginario en el que ubicamos las ilusiones, los sueños, está claro que esa idea ha desaparecido. ¿Por qué? En gran medida, por el ocaso y el fracaso de los grandes modelos que en el Siglo XX alimentaban la esperanza de una transformación. Aunque ya en los años 30 la idea del fracaso de la revolución estaba presente en la cultura europea, la caída del Muro, y la espectacularidad del derrumbe de los aparatos estatales del proyecto emancipatorio de la tradición marxista provocaron la percepción de que las cosas, en lo que atañe a la estructura de la sociedad, no van a cambiar. El hundimiento de los países del socialismo real significaron que el modelo capitalista –y no sé por qué ahora no nos atrevemos a llamarlo así– se ha quedado solo, y no es tutelado ni amenazado por nada. Más allá de sus todos sus errores, el socialismo real mostraba la fragilidad del modelo existente, que las cosas podían ser de otra manera. Y hoy todos hemos interiorizado el convencimiento de que las cosas solo pueden ser de esta manera.
–El postulado de Fukuyama.
–En algún sentido, Fukuyama tenía razón: no en lo valorativo –él estaba encantado–, sino en lo descriptivo. Es decir: “la humanidad no ha sido capaz de inventarse un modelo de sociedad, de producción de riqueza, de organización de la vida colectiva, mejor que el liberal”. Y ya está. El fin de la historia no es que no vaya a pasar nada más, sino que no tenemos un modelo mejor al existente. Podemos mejorar este, pero no cambiarlo: las alternativas que surgen son peores. Es curioso que este convencimiento, irritante para los intelectuales progresistas a finales de los 90, hoy resulte aceptable. Los cambios se dan en lo tecnológico, y son tan vertiginosos que no los entendemos. Pero damos por descontado que los elementos fundamentales, relacionados con la propiedad, la organización del trabajo y la riqueza, no cambiarán.
–¿Por qué ese arco gigantesco de intelectuales de izquierda no es capaz de generar alguna alternativa?
–Se plantean alternativas, en Europa y acá también. Los movimientos que ahora prefieren llamarse alter globalización están intentando dibujar un modelo distinto. Les es relativamente fácil concitar acuerdos en el rechazo a cumbres europeas o del G8, pero tienen problemas para la gestión política. Yo creo que se está viendo que hay unas batallas importantes que si no están perdidas, se llevan mal. No solo relacionadas con el poder político: con el económico, ni te cuento. Y también hay problemas ideológicos que están en la base de la posibilidad de movilizar a la gente. Aunque parezca increíble, ha triunfado el darwinismo social, y esto también ocurre en la Argentina.
–¿Cómo explicaría ese diagnóstico?
–No quisiera ser demagógico ni simplista, pero quienes hoy tienen buena imagen son los ricos. Los poderosos. Son pocos, no molestan mucho... Cuando tienen problemas de salud, pues agarran un avión y se van a los Estados Unidos. Se ha extendido la idea de que la sociedad los necesita, y más en este momento: con esto que allá llamamos la deslocalización de las empresas, se ha ido extendiendo el convencimiento de que claro, si el piquetero o los obreros le crean muchos problemas, el rico o la gran corporación se va con la empresa a Bolivia. O a Tailandia. Entonces al rico hay que tratarlo bien, porque como se dice ahora, en un lenguaje que antes nos parecía irritante, “genera riqueza”. Y los pobres, en cambio, son muchos, y tienen necesidades, que si no se les satisfacen, reclaman. Son molestos, disfuncionales... con mucha frecuencia no tienen encaje en la maquinaria productiva... Han quedado obsoletos, no están capacitados, son demasiado viejos... Quieren tener un subsidio de paro (desempleo), están enfermos y quieren que la sanidad los cure, tienen hijos y quieren que la enseñanza sea pública. Los pobres son un engorro. Y los ricos no. Claro, esto enunciado así, hace no muchos años, era lo de un cínico, un fascista. Bueno: esto aparece hoy en los medios de comunicación, con un lenguaje un poquito más suavizado.
–¿Cómo se restauraría esa ilusión de futuro, qué pistas seguiría?
–En esto soy muy clásico: en lo que más confío es en la socialización de los individuos, porque ahí se juegan elementos muy importantes. Iba a decir educación, pero el término es equívoco y conduce a la escuela, al aparato educativo. No soy optimista en el sentido de ver una legión de gente con fuerza y ganas de transformar, pero sí en que este mundo, tal como lo estamos viviendo y sufriendo, es infinitamente menos compacto y consistente que lo que nos quieren vender. En el fondo es extraordinariamente frágil. Y me parece que tenemos que estar alertas para intervenir en esa fragilidad.