Martes, 7 de octubre de 2008 | Hoy
EL TALLER DE MúSICA DEL FRENTE DE ARTISTAS DEL BORDA
“Hacer una obra artística es el corolario de un acto de amor”, dice uno de los internos que participa de esta iniciativa, que ayuda a la recuperación de los internos a través de diferentes disciplinas artísticas.
Por Cristian Vitale
El galpón del arte, en el Borda, está ubicado en el medio de una inmensidad. Si alguien se para en la puerta y da un rodeo circular con la mirada, tal vez entienda las –interesadas– razones de expropiación, privatización, reconstrucción y repoblamiento que surgieron a partir de la nueva administración porteña. Los gerentes-empresarios de urbanismo, seguro, están relamiendo euros ante lo que puede ser, en vez de esto, un bonito complejo de torres, habitado por otro tipo de locos: los del confort. Pero eso está aún –y felizmente– en la dimensión del podría ser. El ser, lo que es ahora y hoy, incluye otra cosa: un conglomerado de altos y oscuros pabellones que llaman manicomio salpicado por un verde que, mezclado con el sol, relaja la mirada. Y gente haciendo música: “Hacer una obra artística es el corolario de una obra de amor”, dice uno de los internos después de tocar, completa y a guitarra pelada, una dulce versión de “Wish You Were Here”, de Pink Floyd. Es miércoles, día del taller de música: una de las disciplinas estéticas que activa el Frente de Artistas del Borda, hace 24 años.
Dentro del galpón, una vieja dependencia del Conicet que años atrás funcionaba como taller de oficios, permanecen unos veinte internos (algunos externos) con sueños de artista. Los lineamientos del día, según Juan, Mauro, Estefanía y José Luis –los coordinadores– anclan en reunirse en torno de una mesa de madera noble para comentar los detalles de la presentación del coro, junto a Opus 4, en una de las jornadas de los Viernes Música, el ciclo organizado por PáginaI12. Hugo López, el más viejo y milonguero entre ellos, toma la palabra. “Subir a un escenario, actuar y enfrentar a la gente significa enfrentar la vida, porque cuando uno está internado pierde el coraje y es necesario enfrentar al manicomio de afuera. Enfrentar al público es empezar a tener carácter y personalidad, porque cuando estás muy internado perdés la noción del afuera: te manicomianizás y no querés salir a la calle. La idea no es sólo desmanicomianizar el hospital sino también el mundo”, dice él. El resto mira. La idea es que circule la palabra, pero lo que circula es el jugo de naranja preparado en tres botellas de plástico, el mate y las galletas de agua. “Yo salí contentísima. Cuando terminamos de cantar los aplausos fueron emocionantes. Y a los artistas nos retroalimentan los aplausos”, arriesga Lili, como queriendo romper el hielo. “Sí. Lo importante es que se rompió la seriedad que da un escenario..., se tendría que haber subido la gente al escenario y nosotros a la platea”, tercia alguien que jamás revela su nombre.
Otro ítem a tratar en la tarde es Canciones para la oreja izquierda, un compilado de 16 temas y mil tiradas que acaba de editarse con el auspicio de la Secretaría de Cultura de la Nación. Temas, todos, interpretados por los internos y que, al momento, había vendido la auspiciosa cantidad de 34 discos en un día. “¿Nada más?, podríamos haber vendido 39, che”, chistea “El Uru”, Diego Tarsia, que en los créditos figura como intérprete de “Aquello”, de Jaime Roos. “Es una canción que yo siempre cantaba en los carnavales de Montevideo: ¿sabés que yo conocí a Jaime?, ¿se acordará de mí?, ¿vos qué decís?”, dubita el hombre. Bajo la intencionalidad sanadora de una frase –“Esta música es parte del remedio”–, los internos alzan la voz “desde la oscuridad del hospicio” a través de versiones que, las más de la veces, alcanzan status de emotivas. Daniel Molina canta “De vez en cuando la vida”, de Serrat; Juan José Torres, “El témpano”, de Adrián Abonizio; Carlos Barcone se despacha con una fulminante y esotérica visita a “No Quarter”, de Led Zeppelin y Hugo, el tanguero, recrea “Pedacito de cielo”, el clásico de Manzi y Stamponi.
Se cuelan, entre los covers, algunos versos propios. Uno que dice “Abro la croqueta/con la chala de Satán/el bosque que nutre/la alegría marginal”, de Facundo u otra, en clave de blues: “...finalmente prefiero ser/un sabio de la ignorancia”. Hugo, cuando llega la suya, clava los ojos en el mate y se va, sin moverse. Se va y vuelve. “Pertenecer a un grupo, como dijo Manu Chao, permite ayudar al que está caído. ¿No hay alguno de Los Visconti?”, dice. “Estamos heridos, porque tuvimos una enfermedad que es una herida, que a veces no cierra nunca, o cierra a través de los afectos, de poder crear algo o vivir con dignidad: tener agua potable, un baño, una cocina o una canción”, sigue y motiva la respuesta del Uru: “Dale che, vos sos triste, triste como el tango”. Las escenas transcurren en un sitio cálido, lleno de objetos inutilizables (máquinas de escribir, teclados de PC, pupitres rotos, monitores, maniquíes con agujeros en la cabeza) y armarios viejos donde cada taller del frente guarda sus elementos: teatro, marionetas, plástica, mimos, expresión corporal, letras, periodismo, fotografía. Y las paredes, bastante despintadas, sostienen cuadros hechos por pintores intramuros. “Esta morsa fue una de la pocas herramientas que resistió un gran robo que hubo hace no sé cuánto.”
Nahuel tira el dato, intenta amordazar una madera pero desiste. Prefiere, en cambio, sentarse en uno de los sillones marrones y largos del fondo con una idea fija: tocar el charango. En el disco (que se presenta el 24 de octubre en la Casa de Cultura de Tucumán) es quien hace “When The Music Over”, de The Doors, pero ahora lo que prima es un hermoso huayno anónimo. Un tal Juan Manuel, severamente empastillado, irrumpe babeado y suplica cantar temas de Intoxicados y Viejas Locas con guitarra. “¿Podemos ir a la plaza?” “No es hora aún”, le responden, y no persiste. “Me voy porque viene mi familia a verme”, se le oye decir. Mauro, musicoterapeuta, levanta la sesión “que circule la palabra” e indica el camino del fondo. Es momento de ensayar. El Uru, Julio, Andrés, Hugo, Gabriel, Paula, Lili, Claudia y otros que van llegando se suman a Nahuel y, ahora sí, se hace carne eso de la música como remedio. Estefani, psicóloga recibida en la UBA, reparte cancioneros, se activa la complicidad y el coro arranca con “Vinito y amor”, de Arbolito. La banda –guitarra, bombo, quena y siku– es como una mano taumaturga rozando las heridas del alma. En el primer break, Andrés y Julio se trenzan en una breve discusión sobre Voltaire, Pascal y Robespierre, y Juan pone orden porque hay que hacer “Doña Ubenza”: “Lloro pa’dentro y me río afuera”, cantan todos, ya sin leer las letras impresas en el papel. ¿El medio pelo?... Ni idea. O sí: la de poner una TV de 38 mil pulgadas donde antes había un sueño.
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