EL CANT DELS OCELLS, LA MáS DESTACADA DE LA COMPETENCIA EN MAR DEL PLATA
El film de Albert Serra, que oscila entre lo sagrado y lo profano, fue el plato fuerte del concurso oficial. En otras secciones se vieron las argentinas Artico, de Santiago Loza, y Salamandra, de Pablo Agüero, con Dolores Fonzi.
› Por Horacio Bernades
Desde Mar del Plata
“Los diálogos son improvisados porque los actores no son profesionales y no saben memorizarlos”, echó luz Albert Serra, durante la imperdible conferencia de prensa posterior a la exhibición de El cant dels ocells, la película más destacada de las que pasaron estos días por la Competencia Internacional del 23º Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. Se ve que el cine de Serra va ganando popularidad en este festival: en la edición anterior, el final de la proyección de Honor de cavallería encontró a la sala del Auditorium prácticamente vacía, dadas las fugas en masa producidas en su transcurso. Ayer a la mañana, en cambio, los que se fueron de El cant del ocells habrán sido ¿cuántos? ¿Medio centenar de espectadores? Todo un record de aceptación. “Lo que importan son los que se quedan, no los que se van”, provocó Serra, dueño de un humor cáustico y lapidario.
En El cant dels ocells –que viene de presentarse en la Quincena de Realizadores de Cannes– los mismos actores de Honor de cavallería, con el refuerzo del papá de Sancho, vuelven a ejercer el arte de la eterna caminata, ahora en el papel de Reyes Magos y siempre hablando en catalán (“No saben otro idioma”, justificó Serra). En una Belén falseada en Canarias los esperan María, José, el recién nacido y una cabra. El cine de este nativo de Gerona exige del espectador la actitud del pescador, que mientras espera que piquen contempla el paisaje. Lo cual tiende a sumirlo en cavilaciones o –mejor aún– ensoñaciones. La duración de los planos no se corresponde con ninguna acción (las acciones, ya se sabe, pueden limitarse a sacarse una piedrita de la sandalia, darse un chapuzón o dormir panza arriba), sino más bien con el trance hipnótico que aspiran a inducir. De allí que Serra hable de un cruce entre lo sagrado y lo profano en su película, filmada en blanco y negro y fotografiada por un amateur, que según asegura el director “aprendió por Internet”.
Esa veta de respeto por lo sagrado alcanza su culminación en la escena de la adoración, cuyo lirismo se ve reforzado, desde la banda de sonido, por el tema de Pablo Casals que le da título. La otra veta, la profana, aflora en las discusiones entre los Magos, que intentan decidir en circunloquios si hacen la caminata o no. O en los desternillantes diálogos (dignos de los campesinos de El cielo gira) sobre la naturaleza de los ángeles. “El actor que hace de José habla en hebreo, pero Jesús hablaba en arameo”, observó con corrección una periodista durante la conferencia de prensa. “La verdad que no sé muy bien en qué idioma habla, me dijo que sabía algo de hebreo y lo dejé”, retrucó Serra. “Tampoco es que los Reyes Magos hablaran en catalán, ¿no?”, se despidió el director, antes de asegurar que su próximo proyecto es una biografía de Fassbinder... con Sancho en el papel del iconoclasta bávaro. ¿En qué idioma hablará?
Las restantes películas presentadas en estos días en Competencia Internacional del FicMdP fueron, en el mejor de los casos, medianas. Promocionada como uno de los “números fuertes” del festival, la búlgara Zift, que se pretende un homenaje a los films noirs de los ’40, parece filmada por alguno de los presidiarios que la protagonizan. Es puro músculo, mucha grasa y ningún seso. La sueca Involuntary es una de esas películas en episodios que se usan ahora, contando como valor agregado con el chiche de los encuadres que cortan cabezas. Dirigida por Solveig Anspach (de quien en Argentina se había estrenado La fuerza del corazón, realizada en Francia), la protagonista del film islandés Skrapp út es una fumona veterana y poetisa salvaje que quiere huir urgentemente de allí. Tiene un hijo negro, un hermano pescadero, una amiga irlandesa recién convertida al misticismo católico, otra amiga boxeadora y así. La película es simpática, y no mucho más que eso. Mientras tanto, en la Competencia Argentina se presentó Artico, que no es simpática pero es mejor.
El cordobés Santiago Loza filmó Artico en Entre Ríos, con una camarita digital, un equipo reducido de estudiantes de cine y alojamiento gratis en un hostel, por una semana. Duración del rodaje: una semana, por supuesto. De título inexplicable, un único protagonista y total adustez, Artico es como si Lisandro Alonso se hubiera puesto a filmar un thriller, contando para ello con el camarógrafo de los hermanos Dardenne. Como en El hijo o El niño, la cámara en mano se pega a la nuca de su personaje, al que persigue durante toda la película. El protagonista no para de andar, por zonas ribereñas, semidesoladas y pobladas de matorrales. Va y viene, pero no habla. Salvo cuando lo hace por celular, dispositivo elegido para informar al espectador que lo que el hombre lleva en la mochila es una importante suma de dinero, para pagar el rescate de un secuestro: el de su esposa. Más allá de la hermeticidad de la situación, Artico logra capturar el interés del espectador a pura puesta en escena y recuperando así la eficacia de Extraño, su primera película, que la lánguida verborragia confesional (y teatral) de Cuatro mujeres descalzas había puesto entre paréntesis.
Proveniente de Cannes, donde se presentó también en la Quincena de Realizadores, en Salamandra (Competencia Latinoamericana), el patagónico Pablo Agüero recrea su infancia junto a su madre, que al menos en el período que la película recrea parece haber perdido la brújula por completo. Con Dolores Fonzi batallando contra un papel atípico, tras salir de un encierro largo y traumático (¿centro psiquiátrico, cárcel, campo de concentración?), la protagonista recupera a su hijo de seis años y parte con él rumbo a El Bolsón, en busca de un conocido. La chica está como rota por dentro, completamente desorientada, sin saber siquiera si el hijo sabe leer y suponiendo que alguien va a darle casa y algún trabajo. Lo que encuentra es un ex novio que no le da la más mínima bolilla, una decadente comunidad tardohippie, una cabaña semiderruida y vecinos hostiles. Lo mejor de Salamandra es el modo en que apuesta a instalar un estado de caos generalizado, y lo logra. Lo peor, que a veces parecería contagiarse de la confusión de la protagonista, confundiendo al espectador y, daría la sensación, hasta a la propia narración.
* El cant dels ocells se verá hoy a las 16 en el Teatro Auditorium y mañana a las 17, en el Ambassador 1. Skrapp út, hoy a las 21.30 en el Ambassador 1.
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