ENTREVISTA A MARIA ROSA LOJO
“En los ‘90, la novela histórica se trivializó”
En Finisterre, ambientado en el siglo XIX, la escritora cruza a personajes de ficción con otros reales, como Manuelita Rosas, Manuel Baigorria y Wilde. “Defiendo al género, no a los malos escritores que lo practican.”
Por Angel Berlanga
En 1874, Elizabeth, de veinte años, recibe en Londres las cartas que desde Finisterre le envía una mujer desconocida, Rosalind Kildare, hija de un irlandés y una gallega, que promete ir alumbrando la historia de su origen argentino, cuyos detalles desconoce gracias a la cerrazón de un padre inglés, comerciante, que no quiere contarle de su madre. Rosalind le cuenta además, ya de regreso en su Galicia natal, su propia historia: cómo enviudó al caer en manos de un malón de ranqueles en el que se refugió el unitario Manuel Baigorria, cómo vivió durante años el cautiverio en compañía de Olivier Armstrong –el padre de la veinteañera– y de una actriz madrileña, cómo fue amparada por el chamán mapuche del grupo. Esa es una de las líneas centrales de Finisterre, de María Rosa Lojo, una autora que se aferra a la novela histórica, un género que defiende y le permite, por ejemplo, que Elizabeth dialogue con Manuelita Rosas en su exilio y con el joven e irreverente Oscar Wilde, que también le escribirá cartas desde Oxford. “Mi familia paterna es gallega, mi papá era un exiliado republicano y por eso nací en la Argentina”, cuenta esta investigadora del Conicet especializada en literatura del siglo XIX, y explica que el libro ya fue traducido al gallego y será publicado allí. “Hay muchas ligazones con los irlandeses”, agrega. “Son dos pueblos de raíz celta, con grandes emigraciones debido a la pobreza y situaciones parecidas de subalternidad respecto a un poder central.”
–¿Se propuso que las tensiones entre las distintas comunidades o naciones fueran tan predominantes?
–Sí, es continua la tensión entre centros y periferias, entre grupos étnicos. El conflicto entre la madrileña y la galleguita, por ejemplo, está latente todo el tiempo, aunque con matices, claro. Y aunque a los europeos los ranqueles les parecen tan diferentes –y lo son–, Rosalind llega a una conclusión: de alguna forma, los gallegos son los indios de España.
–Y en medio de esas tensiones continuas, se propone mantener latente la posibilidad del amor.
–Creo que eso tiene que ver con mi historia familiar: mi mamá era madrileña, de clase media alta venida a menos, arruinada, conservadora, católica, tradicional, y mi papá era agnóstico, anticlerical: para mi abuela, siempre fue “el rojo”. Y sin embargo se conocieron aquí, se enamoraron y se casaron. No sin conflicto, que siempre estuvo: se creaban situaciones difíciles. Yo viví todo eso desde chiquita, y sin embargo... Podía haberme vuelto esquizofrénica por el doble lenguaje, pero no: me volví escritora. Algo, quizá, parecido, porque uno escucha muchas voces y se desdobla en muchos seres. Pero de eso, a la vez, me quedó un legado muy rico: la posibilidad de escuchar y amar a personas muy diferentes, que creen en cosas muy distintas y sin embargo conviven y han construido algo juntos.
–¿Cómo armó la novela? ¿Qué le llegó primero, la investigación sobre el escenario y los personajes históricos o la trama de los personajes ficticios?
–Esta novela tuvo una génesis muy lenta: la idea surgió en el ’98 con Baigorria, un personaje que me fascina por su experiencia de pertenecer a dos mundos, riqueza y desgarramiento a la vez, un ida y vuelta entre cristianos y ranqueles, su participación de ambos lados hasta que se muere. Al principio iba a hacer una novela basada en él, pero después me pareció que la experiencia más tremenda la habían tenido las mujeres. Las cautivas, desde luego. La mezcla, el entrevero de sangres y culturas, pasaba por sus cuerpos: esto les ocurría a ellas de una forma mucho más brutal que a los hombres, que en general no quedaban cautivos.
–¿Qué opina de las frondosas críticas que recibió la novela histórica?
–Yo defiendo el género, pero no a los malos escritores que lo practican. Creo que la novela histórica, como fenómeno literario, es uno de los más importantes y representativos de América latina, no sólo de la Argentina. Es una tradición muy antigua que ha producido grandes libros. El hecho de que se haya trivializado en los ’90, cuando hubo una producción masiva de libros que se proponían como novelas históricas y eran, en realidad, textos de mala divulgación, sin envergadura literaria, no invalidan la riqueza de un género. Con él, además, puede hablarse del presente, si no haríamos arqueología; todos los problemas que aparecen en Finisterre, en definitiva, la convivencia conflictiva entre etnias, culturas, religiones, siguen vigentes hoy. Y trágicamente, como lo vemos todos los días: ahí está la demonización del otro, al que no se entiende. Bajo el anatema de la barbarie o el salvajismo se condena a otros pueblos a quedar casi fuera de la condición humana.