Mar 13.01.2009
espectaculos

EN MAR DEL PLATA, LOS ARTISTAS DE LA RAMBLA LE PONEN ONDA A LA CRISIS

Los buscas tienen temporada propia

Mientras las figuras de la televisión se vuelven inaccesibles para el bolsillo popular, ellos se convierten en un refugio de entretenimiento. Payasos de quinta generación, rocanroles ruteros, un clon de la Bomba Tucumana y pendencias varias animan la rutina marplatense.

› Por Facundo García

Desde Mar del Plata

Con las figuras televisivas cobrando entradas teatrales que rondan los ochenta pesos, el veraneo popular busca sus refugios. Uno es la Rambla marplatense, donde el olor a fritanga y la cerveza consumida en botellas de agua mineral desmoronan los últimos jirones de conchetería que atesoraba el clasemediero pretencioso. Claro que encantos quedan. Nadie puede negar, por ejemplo, que los artistas callejeros exhiben un repertorio pulido; no en el sentido de la excelencia estética o el virtuosismo sino en el sabio contacto que establecen con un público del que dependen para conquistar el puchero. A la hora en que el mediodía es un recuerdo cercano, un telón invisible se corre y empieza el show frente a las olas. Página/12 anduvo por ahí y conoció payasos de quinta generación, rocanroles ruteros, un clon de la Bomba Tucumana y pendencias varias. Y hasta casi se liga un tortazo en su primera lección de esgrima con cinturones.

Para eso todavía falta porque es temprano. Lo más emocionante que se ve alrededor de las 14 son dos lagrimitas que le asoman a un tipo descomunalmente grande. La responsable del llanto es Liliana Domínguez, cantante que enternece corazones con hitazos del karaoke barrial como “Café La Humedad” y “Garganta con arena”, que se mezclan con “Qué ganas de no verte nunca más” y “No llores por mí, Argentina”. Entre la circunspección del público y el humito rasante de los choripanes, este último tema termina por parecerse a una especie de himno. Los fans largan sus “¡bravo!” con nudos en la garganta y liberan una energía que se parece a un gol. Hay que reconocerle a la Domínguez ciertas condiciones: “Es una genia. Vengo a oírla desde que las chicas eran chicas”, señala Yolanda Jusid, que viajó desde Zárate y no necesita explicar a qué se refiere cuando comenta que sus “nenas” crecieron. Todos los Jusid descansan en semicírculo y sobre lonas, como si emularan a un remoto antepasado oriental amante de las alfombras persas. En el suelo están las hijas, los novios de las hijas y los nietos. “La abuela va en la reposera, porque si se llega a estropear nos arruina las vacaciones”, sentencia el grupo.

No son los únicos que se instalan con tutti. Hay banquitos, sombrillas, termos, mates. Hace dieciocho años que la voz de Domínguez copa esa parada y eso atrae. Por supuesto que a ella el hecho de haber construido una hinchada no le hace cantar victoria, porque a las internas entre colegas se suman nuevas regulaciones que –privatización de por medio– prohíben que los artistas actúen en sectores antes habilitados. “Vuelvo porque necesito a la gente”, se pone épica Liliana, y después más aún: “Y estoy en contra de que las grandes empresas se queden con áreas públicas. A mí hasta me han mandado la Infantería para que deje de cantar, y me la banqué”. La morocha arranca a las 15 si está fresco; y si hace calor hay que esperarla hasta las 17.15. “Dejando eso de lado, ¿sabés cuál es el principal inconveniente que hay en este momento? La cumbia. O mejor dicho, una parte del público que trae la cumbia”, remata, e inaugura una de las constantes de la tarde.

El rebusque tropical

Las veteranas de la Bristol recuerdan que el aterrizaje cumbianchero no fue hace mucho. Un par de consultas –baile y vueltita mediante– confirman que los/as interesados/as en el género provienen en un 50 por ciento del conurbano y son de origen humilde. La pregunta es: ¿llegaron recientemente porque la clase obrera recompuso sus ingresos, o representan la fracción de clase media que cayó y se busca a sí misma, volviendo a los paisajes que visitaba hace dos décadas? Tal vez no sea pregunta para contestar en tan pocas líneas. Sin embargo, hay un innegable tufillo retro en performances como la de Gladys y Oscar Antonio, émulos de La Bomba Tucumana y Antonio Ríos, respectivamente. “Yo me inicié siendo bailarina un poco excedida de peso y después me animé con el canto. Ese es mi origen”, confiesa Gladys, cincuenta y muchos, sombrero de cowboy con chaleco al tono. La Bomba II no cree que el reinado de los ritmos tropicales en Mardel tenga que ver con un avance económico de los pobres. Como prueba alega que la vez que menos guita consiguió en su trayectoria fue anteayer. “Encima que andan con el cocodrilo en el bolsillo, corría un viento que si alguno abría la billetera se le volaba todo.”

Luchando por la cultura

Unos metros más allá –yendo como quien se aleja del Casino– se ve el contorno flaco del guitarrista y empleado administrativo Roberto Avila. No sólo toca lindo sino que hace los gestos de estar tocando. Alto y con jopo rockabilly, decora su versión vespertina de “Pájaro campana” cerrando los ojos con fuerza, separando las piernas al estilo Slash. Se nota que tiene cancha. Conoce los secretos para despertar aplausos espontáneos, y seguramente más de un compañero de oficina en el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires le desconoce esa veta: “Durante la primavera, el otoño y el invierno hago tres horas extra para acumular compensatorios y poder exhibir lo que ensayo”, relata. Tras interpretar otros hits –la lambada, unos valses criollos, una chacarera–, el instrumentista se suma a los que se lamentan por el clima enrarecido. “Hay un lío por día...”, comienza a resumir, y justo ahí es cuando una hebilla de cinturón le pasa a veinte centímetros de la cabeza. Se da vuelta. Ve que atrás dos pibes de entre quince y dieciocho se trenzan en una trifulca repleta de insultos casi shakespeareanos. Los muchachos se han quitado sendos cinturones y alternan fintas, mientras la falta de sostén le deja a uno de los combatientes un tercio de las nalgas al aire. El entrevistado ve pasar la rosca, pega un suspiro y reflexiona: “Es una pena que no tengamos más apoyo o protección, porque nosotros estamos interesados en fomentar una cultura de la música para el que no tiene dinero. Este show está dedicado a ese pueblo que no puede gastarse trescientos mangos en una noche, y por eso nos dejan solos”.

En general, la recaudación no es mucha. A diferencia de lo que quieren sostener los teatros del centro –“estamos mejor que nunca”, “lleno total”, mienten los boleteros–, quienes curten espectáculos a la vera del mar eligen un tono más realista, y aclaran que si bien hay menos gente que otros años, tampoco es para deprimirse. Una encuesta improvisada revela que en una actuación promedio –de una hora y media– levantan unos trescientos pesos. Eso incluye la venta de CDs más lo que deje la gorra. Y hay quien hace dos o tres presentaciones diarias, si bien todos estos datos no tienen en cuenta factores como los gastos en equipos o las averías que produce en cualquier parlante el salitre que llega del océano. Ese es uno de los factores que más preocupa a Malditos Simuladores. Su voluminoso cantante –al que todos llaman Jamón desde que Pappo lo bautizó así– admite que la inversión es grande. “Mirá, nosotros nos pasamos arriba de los colectivos, tocando en plazas de pueblo –ilustra–. Si nos arriesgamos a poner los parlantes a sonar acá es porque nos interesa llegar a la gente, aunque las radios de Buenos Aires no nos den bola.” No se come ninguna: “La clave es difundir. Esa es la razón que nos trae. Sé que si vendo un CD acá, se lo van a copiar y van a hacer mil, y de ese modo vamos a ir acompañando a la gente. He oído que nos quieren correr de este espacio, o amontonarnos. Ni a palos. Yo soy un veterano de guerra, papá... Esto es arte a pulmón. Que se vayan a joder a otros”.

El lujo

Rueda de gente. Brisa y atardecer. Llegó la hora de pasar la gorra y los dos humoristas quieren saber quiénes son los que aportan a la causa.

–A ver usted, la señora que puso dos pesos, ¿a qué se dedica?

–Soy verdulera.

–¿Y cómo se llama su verdulería?

–“El Lujo.”

–Verdulería “El Lujo”, ¡comprame una banana y yo te la empujo...

Fino o no, produce una carcajada generalizada. Sorprendido por el remate, un panzón estira el cuello para que no se le vuelque el mate sobre la malla. Fin de la presentación. “Te voy a revelar algo. Los quiero y al mismo tiempo opino que son unos hijos de puta”, desliza a los cinco minutos Paquito, que esconde su nombre real detrás de las pilchas coloridas y la nariz roja. El payaso la yuga cada tarde frente al Casino junto a su padre y partenaire, Pulguita. Tienen giros rioplatenses, pero nacieron en Chile, país con vasta tradición en duetos de humor ambulante. “Uno de los puntos que más nos costó aprender es cómo pedirles dinero a los argentinos, ¿sabés? Hasta que no aprendimos a hacer el entre no sacábamos un mango. ¡Es que si no sabés llegarles te estafan!”

Anteayer, los inspectores aclararon que el horario para hacer bochinche se había extendido y que los fines de semana llegaría hasta la una de la mañana. Excelente noticia para los elencos de calle, integrados frecuentemente por familias en las que cada uno cumple su rol y una hora más en escena significa mejoras sustanciales. En el caso de Paquito y Pulguita, su optimismo les sale naturalmente, porque pertenecen a la cuarta y quinta generación de payasos. En invierno, Paquito hace vida de circo. “Pero cuando llega diciembre olvido las giras y me junto con mi viejo para que actuemos juntos. Acá le puedo gritar ‘pelotudo’ delante de cien personas y eso me encanta. No, mentira. Hablemos en serio. Los que huyen de la ciudad, sean nenes o adultos, vienen porque quieren escaparse de sus corazas. Los problemas que puedan suscitarse tienen que ver con esa necesidad, y la gran mayoría busca paz y un reencuentro con las partes de su cabeza y su corazón que se le han perdido. Ayudarlos es nuestra misión payaséutica (sic).”

Se explaya cercado por nenes que insisten en sacarse fotos: “Mi hijo va a ser nuestro sucesor, le estoy enseñando”, vaticina. Luego llega el nene. Lo acompaña una de esas banditas de atorrantes que se forman espontáneamente en las vacaciones. El chiquitín viene llorando. “¿Qué pasó?”, indagan el padre y el abuelo desde sus trajes con tiradores. “Y... se quiso hacer el malabarista”, responden los niños a coro.

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