ENTREVISTA AL HISTORIADOR FELIPE PIGNA
Dedicó la última edición de la saga Los mitos de la historia argentina al período 1943-1955, etapa que le permite abordar diversos aspectos polémicos: la relación del peronismo con los sectores medios, la coerción de la violencia y la construcción de la Evita montonera.
› Por Silvina Friera
Quizá pocos temas sean tan complejos y apasionantes como el peronismo. Quien decide estudiarlo y analizarlo, desde la historia, la sociología o la ciencia política, sabe que se mete en un berenjenal. No es posible la asepsia ni mucho menos una aparente neutralidad. En Los mitos de la historia argentina 4, dedicado a La Argentina peronista (1943-1955), Felipe Pigna no pretende quedar bien con nadie. La misión habría sido francamente imposible. El peronismo en sí, como el historiador lo advierte en la introducción, es incorrecto por definición. “Al leer el material sobre el período, uno ve fácilmente los baches. En aquellos libros donde el autor es peronista no se encuentra ni una coma sobre los rasgos autoritarios del movimiento. Y al revés: en un libro antiperonista no aparece nada elogioso sobre las políticas sociales, sanitarias y educativas. Evidentemente está tan sesgado, que mi primer planteo fue respetar al peronismo como movimiento histórico fundamental de la historia argentina. En ese respeto entraba el hecho de contar sus aspectos positivos y negativos, porque neutros no tiene ninguno”, aclara el historiador en la entrevista con Página/12.
–En el libro rechaza que a Perón y al peronismo se los califique de fascistas.
–Sí, efectivamente. Esta confusión tiene un origen entendible por la clara admiración de Perón por Mussolini, expresada en varios de sus artículos o reportajes, pero que no se traduce en su práctica política en cuanto al sujeto social que elige, el movimiento obrero, y en cuanto a los cambios que lleva adelante en la estructura social argentina. Perón no renuncia a esa admiración por Mussolini. Pero cuando los servicios empezaron a investigar a Perón, a su regreso de Europa, entendieron que cuando él hablaba de fascismo ponía demasiado énfasis en su aspecto movilizador de masas, entonces consideraron que Perón era comunista. En el libro le doy preponderancia a lo ideológico, que es clave para entender al peronismo, y lo trato con el respeto, insisto, que merece un movimiento como el peronismo, independientemente de su incorrección y de su difícil clasificación, cosa que es un problema más de los europeos que nuestro.
–¿Por qué no es un problema nuestro?
–No deberíamos tener esa dificultad de catalogar al peronismo como de izquierda o de derecha; es una especie de obsesión de los estudiosos europeos o norteamericanos. Tenemos que pensar nuestra historia desde nosotros, no desde las categorías clásicas europeas que nos llevan a errores. En un reciente seminario en Londres, adonde fui invitado a participar por el Bicentenario de las Invasiones Inglesas, había un profesor de la Universidad de Londres que hablaba muy despectivamente de Latinoamérica y de la Argentina. “¿Qué se podía esperar de un país que tuvo un velorio de quince días como el de Evita?”, se preguntaba el académico. A lo que le contesté que si íbamos a juzgar a los países por los velorios, la verdad que como parámetro me parecía de poca calidad. Podríamos decir lo mismo de Inglaterra con el velorio de Lady Di, y no vamos a comparar la cualidad política de Evita y su injerencia en la historia con la de Lady Di. Siempre nosotros tenemos que demostrar qué no somos. Pero en mi libro la mirada es otra: desde nosotros, desde lo que fue realmente el peronismo, desde su intrincado armado, con tradiciones más conservadoras y más revolucionarias.
–Aunque el peronismo se haya propuesto inicialmente como un movimiento conciliador de clases, ¿por qué nunca pudo tener a la burguesía en el ’45 y hoy a la clase media de su lado?
–Perón logró convocar en la Bolsa de Comercio a todos los representantes de la alta burguesía y los invitó a participar de esa gran alianza de clases, inclusive a encabezarla y conducirla, pero ellos juzgaron que Perón era “demasiado obrerista”. Se da esa situación tan interesante que mientras el movimiento obrero hegemonizado por la izquierda lo acusaba de fascista, la burguesía, dudosamente llamada nacional, lo tildaba de izquierdizante y obrerista, básicamente por su trayectoria en la Secretaría de Trabajo y Previsión Social y la promoción de decretos como el Estatuto del peón, que quizá fue lo que más le molestó a la burguesía, que entendía que era una intromisión desmedida del Estado en su fuero natural, la estancia. Esto fue determinante en cuanto a la no incorporación de esa burguesía al frente que le proponía Perón. Por supuesto la clase media, muy vinculada con los gustos y pareceres de las clases altas, se acopló a ese rechazo más bien desde el lado formal. Las críticas de la clase media al peronismo no se referían a lo correcto o incorrecto de las medidas económicas, sino que hablaban de la “negrada”, “la sirvienta espía” o los diputados que se comían las eses; mitología que pertenece mucho más a las clases medias que a las altas, que también apelaban a lo formal, pero apuntaban a cosas más estructurales.
–¿Cómo analiza esta imposibilidad del peronismo de congeniar con la clase media a la luz del conflicto con el campo?
–Cómo se planteó el conflicto fue un enorme error del Gobierno. Al no distinguir la nueva realidad del campo con los pequeños y medianos productores y las cooperativas, una complejidad importantísima a nivel social y económico respecto de lo que se llama groseramente “campo”; al confrontar en bloque con ese conjunto en vez de conciliar con los sectores perjudicados, le dieron a la derecha una legitimidad en su discurso que no tenía hacía mucho en la Argentina. “Negro de mierda” y muchas otras cosas de este tipo hace años que no se decían en el país. Lamentablemente, este gobierno hizo posible que esos sectores volvieran a aparecer, encima legitimados por sectores de clase media, que estaban esperando para volver a sacar su resentimiento. Todo se mezcló y se llegó a un callejón sin salida, gravísimo y mal manejado. Se perdió una oportunidad histórica de debatir sobre el modelo agropecuario por torpezas mutuas.
En la contratapa del cuarto tomo, el perfil un tanto adusto de Perón contrastado con la cálida sonrisa de Evita, la mujer “más amada y más odiada de la historia argentina”, se imprimen en una tarjeta navideña de 1949 en la que los líderes del movimiento les desean “a sus queridos descamisados” Feliz Navidad y Año Nuevo. Como si fuera una fábrica de producción de mitos, Pigna dice que lo primero que se ve con claridad cuando se estudia el peronismo son las construcciones posteriores y las relecturas que se hicieron. “La Evita montonera es un clásico que tiene que ver con algunos elementos reales y otros epocales. Lo real es que Evita tuvo una actitud un poco más radical que Perón, pero lo real también es que nunca se separó de Perón, nunca hizo política aparte. Cuando Perón la desautorizó, tanto en la candidatura a la vicepresidencia como en el caso de las milicias obreras, Evita acató militarmente lo que Perón le ordenaba –recuerda el historiador–. Evita, por su discurso de barricada, aparecía como un sujeto más pasible de ser reciclado en la radicalización del peronismo; cosa que es incomprobable, aunque hay algunos elementos que le dan algún sustento a esa lectura. Pero es absolutamente inadmisible desde el punto de vista histórico porque uno no tiene la posibilidad de plantear ‘qué hubiera pasado si’. La ucronía no es para un historiador.”
–¿Por qué la izquierda tuvo lecturas tan erráticas sobre el peronismo?
–Hay que decir dos cosas para ser ecuánimes. Por un lado, el factor sorpresa: Perón no estaba en los cálculos de nadie, pero lo que sí debía haber estado en los cálculos de alguien eran esos millones de personas marginadas, a las que nadie atendía ni electoral ni sindical ni socialmente. Había un error táctico y estratégico que no era sólo de coyuntura sino de largo plazo. La izquierda se olvidó de una masa que, porque no votaba, estaba fuera del sistema o no correspondía al parámetro marxista del proletariado, no fue tenida en cuenta. Y ése fue un error gravísimo. El otro error fue haber identificado a Perón como el nazifascismo en la Argentina, la prolongación de Hitler y Mussolini aquí. Pero también hay que decir que esa izquierda fue muy perseguida por el peronismo; les cerraban los locales, sus dirigentes fueron presos y hubo torturados. Había también del otro lado elementos para no querer a Perón. Lo que es un mito absoluto es que la izquierda habría llegado al poder de no mediar Perón en el ’45. La izquierda no llegó al poder no por culpa de Perón sino porque se equivocó horriblemente cuando hizo una alianza con el enemigo. Ahí se produjo el gran divorcio entre el pueblo y las izquierdas, que se transformaron en un sector marginal de la política argentina.
–Divorcio que nunca se pudo superar, excepto durante la breve “luna de miel” que se produjo con Montoneros.
–Sí, pero a costa de renunciar formalmente a la identidad, a costa de decir “nosotros somos peronistas”, “no somos socialistas ni marxistas”. De ninguna manera el peronismo se adaptó al marxismo; en realidad, los sectores de izquierda se tuvieron que adaptar al peronismo, pero esa adaptación nunca terminó de cuajar.
–¿Cuál es el aspecto más polémico de ese primer peronismo?
–El aspecto más interesante para debatir, desde una perspectiva de izquierda, es hasta dónde el grado de coerción y violencia que ejerció el peronismo se justificó. Hasta qué punto fue necesaria esa coerción para hacer los cambios que se hicieron. Estoy en contra de esa coerción, pero es interesante pensar si hubiera sido posible realizar esas transformaciones sin algún tipo de violencia, como en toda revolución o cambio profundo, sobre estructuras tan poderosas como las que había que modificar. Ese debate se trata de eludir, pero yo no lo eludo en el libro. Afortunadamente, a las personas del 2009 nos resultan sumamente irritativo la prohibición de medios, la censura, la tortura, pero esto no era así durante la época del peronismo. Tampoco fue así cuando los detractores del peronismo llegaron en el ’55, y fueron mucho más allá porque torturaron y fusilaron masivamente. Estamos hablando de un grado de violencia extraordinario, en ambos sectores, y de distintos niveles e intensidades. Era una sociedad muy violenta e intolerante. En el lenguaje y en la práctica política de la época había cierta legitimación de la violencia, de unos y de otros, de la iglesia y de los partidos políticos.
–Mientras escribía el libro, ¿se preguntó hacia dónde va el peronismo?
–No se sabe. Los requisitos para pertenecer son cada vez más lábiles. Hoy se dicen peronistas Francisco De Narváez y Macri; entran todos. Carrió quiere tener también una pata peronista. No hay identidad; creo que esto se fue viendo claramente a partir del ’83. Hasta ese momento estaba claro qué era el peronismo, con todos sus pros y sus contras, con sus sindicalistas, con sus vandores... Hoy no es así, aunque distingo al militante de base, que sigue remitiendo a Perón y Evita, y lo respeto absolutamente. Estoy hablando de todos estos personajes que se quieren montar en lo que suponen sigue siendo mágicamente la ideología popular. Ni los propios peronistas saben a dónde va el partido. Lo que sí podemos decir es que el partido peronista está muerto. El partido como sello de goma, como estructura, no existe; o existe por su plata y su aparato, pero no convoca militancia ni adhesión natural, si lo comparamos con lo que fue ese partido y lo que provocó en otro momento de la historia argentina.
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