Sáb 07.02.2009
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PRESENTACIóN FUERA DE CONCURSO DE EL LECTOR

La vergüenza como disparador

La película, que aspira a cinco premios Oscar, es una adaptación de la novela homónima de Bernhard Schlink. Relato de iniciación que reflexiona sobre la responsabilidad del pueblo alemán en el Holocausto, el film apenas roza la superficie del texto original.

› Por Luciano Monteagudo

“El pasado es un país extraño, hacen las cosas de manera diferente por allí”, decía el famoso comienzo de El mensajero del amor, de Joseph Losey, Palma de Oro del Festival de Cannes 1971, sobre el lejano recuerdo de un fugaz y prohibido romance de verano. El protagonista de El lector, adaptación de la famosa novela de Bernhard Schlink, que ayer –con la presencia de Kate Winslet y Ralph Fiennes– hegemonizó la segunda jornada de la Berlinale, también podría suscribir aquella frase. Toda su vida, Michael Berg parece haber girado alrededor de la memoria de esas ilícitas tardes de amor que, como adolescente, compartió con una mujer adulta, que le pedía que le leyera –desnudos entre las sábanas– La Odisea o algún dramón de Schiller, que la emocionaban hasta las lágrimas. Para Michael, fue algo más que su debut sexual, fue un rito de iniciación que lo marcaría para siempre. Lo que tardó muchos años en comprender fue la importancia que esos encuentros también tuvieron para Hanna, una mujer que en su seca austeridad guardaba más de un secreto y cargaba con una vergüenza que sólo ella comprendía.

Publicada originalmente en 1995, la novela de Schlink se convirtió en el centro de un áspero debate intelectual aquí en Alemania y en un inmediato éxito literario internacional. Con una prosa limpia y transparente, Schlink vinculaba un clásico relato de iniciación con una reflexión sobre la responsabilidad del pueblo alemán en el Holocausto. El peso del pasado no sólo abrumaba de una manera misteriosa a Hanna, que había atravesado su juventud durante el nazismo, sino también a Michael, que perteneciendo a una generación posterior no dejaba de sentir el lastre que finalmente lo impulsa a seguir la carrera de Derecho. “Todos nosotros condenamos a la vergüenza eterna a nuestros padres, aunque sólo pudiéramos acusarlos de haber consentido la compañía de los asesinos después de 1945”, consignaba Michael en la novela de Schlink, jurista él mismo antes de dedicarse a la literatura.

La versión del guionista David Hare y el director Stephen Daldry que presentó la Berlinale –y que en un par de semanas aspira a cinco premios Oscar: a la mejor película, director, actriz, guión adaptado y fotografía– es tan prolija y respetuosa del original que cuenta hasta con la bendición del propio Schlink, al punto incluso de que el novelista acompañó al equipo del film en la conferencia de prensa y en la alfombra roja. Pero se diría, sin embargo, que la película apenas si roza la superficie de la novela, a la manera de las más convencionales adaptaciones de Hollywood. No se trata, en todo caso, de una traición por acción, sino más bien por omisión: se omite asumir un punto de vista (el del narrador en la novela) a cambio de un relato pasteurizado, omnisciente. No hay una verdadera “traducción” al lenguaje cinematográfico, sino más bien una mera ilustración. Y al ilustrar, la película inexorablemente banaliza su tema, pierde por el camino las complejidades que proponía el texto, se queda apenas con las peripecias de los personajes. La música excesiva, omnipresente, es quizás el rasgo más delator de la manera en que Stephen Daldry –el director de las mediocres Billy Elliot y Las horas– concibe la manera de generar una emoción que no logra aflorar en su puesta en escena. La actuación de Kate Winslet es correcta, qué duda cabe, pero al mismo tiempo se percibe cierta tensión, como si no estuviera del todo cómoda encarnando a una mujer alemana hablando en inglés. En todo caso, habría sido más justo que los miembros de la Academia la hubieran nominado por Sólo un sueño, su segundo personaje trágico del año. Pero es un secreto a voces que el Oscar siempre se lleva mejor con temas importantes como la culpa y el Holocausto.

Si El lector –que se vio fuera de concurso– no aspiraba a sorprender a nadie, considerando la celebridad de la novela, el caso de Ricky, del francés François Ozon, en competencia oficial, provocó por lo menos un saludable desconcierto. Nunca se sabe qué esperar de Ozon, un director tan prolífico como deliberadamente cambiante, capaz de pasar de un drama severo y riguroso como Bajo la arena a un vaudeville chirriante como Ocho mujeres o una relectura de Fassbinder en plan de comedia, como Gotas que caen sobre piedras calientes, presentada aquí mismo en la Berlinale ya casi una década atrás.

En principio, toda la primera mitad de Ricky, unos buenos 45 minutos, se desarrolla en un estilo de realismo crudo y despojado que nadie habría asociado antes con el director. El ambiente es fabril, la luz es invernal, los protagonistas son gente de trabajo, una pareja que se gana la vida no sin dificultades. Ella (la estupenda Alexandra Lamy) tiene una hija de su matrimonio anterior y él (Sergi López) se hace un lugar en esa casa, que sin embargo se la siente gris, oscura. Hasta que nace Ricky, un bebé fuerte y hermoso, pero con una extraña malformación en la espalda: le crecen alas. “Parece un pájaro”, dice entusiasmada la madre. Su hija, más realista, comenta: “Más bien un pollo”.

Pocos cines hay más refractarios al género fantástico que el francés, y Ozon parece decidido a revertir él solo esa tendencia. Hay excepciones, sin embargo, y pareciera que son a las que Ozon quiere acercarse: el costado ambiguo, misterioso da la impresión de conectarse con la famosa escena de las máscaras plumíferas de Judex (1963), de Georges Franju; y el ambiente feérico que reina hacia el final recuerda las fábulas de Jacques Demy, particularmente (1970). ¿Qué quiso decir Ozon? No se sabe muy bien, pero por lo menos tuvo el mérito de dejar a toda la Berlinale preguntando.

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