Mié 11.02.2009
espectaculos

LO NUEVO DE MANOEL DE OLIVEIRA Y UNA PERLA DE JOHN FORD

Sobre la actualidad de los maestros

El centenario portugués pasó por el festival para recibir un premio y presentar su largometraje Excentricidades de una chica rubia. La sección “Bigger than Life” permitió redescubrir El ocaso de los cheyennes, una obra maestra de 1964.

› Por Luciano Monteagudo

Desde Berlín

Para modernos no hay como los clásicos. Si no, que lo digan Manoel de Oliveira y John Ford. El gran director portugués, que ya lleva cumplidos cien años (el 11 de diciembre pasado), fue homenajeado ayer con la Cámara de Oro de la Berlinale. Pero no se trató de una mera ceremonia a una figura del pasado. Creáse o no, Oliveira está más activo que nunca: filma entre una y dos películas al año (“Mi longevidad es un milagro”, repite cada vez que le preguntan por su secreto) y vino a Berlín no tanto a que le dieran un premio –que recogió casi sin apoyarse en su elegante bastón–, sino a presentar su largometraje más reciente, Singularidades de uma rapariga loura (Excentricidades de una chica rubia), mientras está terminando para Cannes, en mayo próximo, O Estranho Caso de Angélica. Para quienes piensan que su cine sólo puede verse en Buenos Aires en el Bafici o la Lugones, hay sin embargo una buena noticia: está confirmado el estreno de Belle toujours (2006), su peculiar relectura de Belle de jour, de Luis Buñuel, de nuevo con Michel Piccoli, pero ahora con Bulle Ogier en el lugar que antes ocupó Catherine Deneuve.

El caso del maestro Ford es diferente, porque murió hace más de tres décadas, pero una sola de sus películas bastó aquí en Berlín para confirmar que su cine está tan vivo y tan sólido como nunca. Y eso que El ocaso de los cheyennes (1964) nunca fue considerada una de sus mejores películas. Pero habrá que revisar el canon, a partir de esta oportunidad de la Berlinale, que en la retrospectiva denominada “Bigger than Life”, dedicada al cine filmado en 70mm, proyectó la única copia disponible en el mundo en este formato de uno de los films más injustamente negados de su obra.

Anteúltimo largometraje de una filmografía de más de cien títulos, las tres horas de Cheyenne Autumn pasaron al olvido rápidamente por dos causas concurrentes: por un lado se estrenó en plena década del ’60, cuando el western y el propio Ford eran considerados un anacronismo, y, por otro, la fulminante desaparición de un formato gigantesco, que requería de salas igualmente enormes, condenadas a la desaparición. Tal como lo prueba la lista de títulos que integra la retrospectiva de la Berlinale –desde Ben Hur hasta La guerra y la paz–, el 70mm se reservaba siempre para la superproducción y el gran espectáculo, que en general se llevaban muy mal con el mejor cine (en una escena de El desprecio, de Godard, Fritz Lang decía que el formato ancho sólo servía para filmar “serpientes y ataúdes”).

Pero lo que prueba ahora Cheyenne Autumn es que Ford, iniciado en el más precario cine mudo, también les sacó el mejor provecho al color y a la pantalla ancha. No se trata solamente de sus clásicas composiciones y de la magnífica utilización de su escenario de siempre, Monument Valley, que hoy lleva su firma. Salvo un par de impresionantes travellings que acompañan la clásica carga de la caballería, Ford casi no necesita mover la cámara para lograr un extraordinario dinamismo, con multiplicidad de acciones y personajes dentro del cuadro, que constantemente van sumando sentido al relato.

Vista hoy, lo más singular de Cheyenne Autumn es cómo Ford se sirvió de un formato tan grande para hacer una reflexión tan íntima y personal. Es verdad que la película tiene una escala épica excepcional, con el éxodo del pueblo cheyenne escapando de la hambruna y la muerte en una reserva del ejército para volver –a través del desierto y la nieve– a sus propias tierras, de las que habían sido expulsados. Pero Ford aprovecha la ocasión para cuestionar sus ideas acerca de la población indígena y la conquista de Oeste –que él mismo contribuyó a cristalizar– y para revisar el tema del héroe, que lo obsesionó durante los últimos años de su vida, como lo prueban también El sargento negro (1960) y Un tiro en la noche (1962).

Aunque el protagonista es un estupendo Richard Widmark –como el capitán del ejército que debe perseguir a los cheyennes, aunque intercede por ellos, en honor a su dignidad y coraje–, los viejos mitos –Wyatt Earp (James Stewart) y Doc Holyday (Arthur Kennedy)– son vistos como personajes apenas graciosos y básicamente decadentes, dedicados al whisky y al poker. Como sus personajes, en Cheyenne Autumn Ford no sólo está más viejo, sino también más sabio, y asume que hay otra historia para ser contada sobre el mito fundacional de su país. Y que no hay nadie mejor que él para contarla.

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