OPINIóN
› Por Eduardo Fabregat
La escena aparece en un zapping de trasnoche, e impone detener el recorrido: un tipo parado en el portal de un edificio, con algo cuadrado bajo el brazo, un libro dentro del abrigo y un objeto que abulta en su otro bolsillo. Podría ser cualquier tipo, cualquier película y argumento, cualquier género, si no fuera porque el hombre porta unos grandes anteojos, lo que está bajo su brazo es un ejemplar del disco Double Fantasy, el libro se llama The catcher in the rye y lo que abulta en su bolsillo está a punto de cambiar la historia. Una limusina para junto al portal, bajan dos personas, una se adelanta y entra, la otra viene rezagada. El hombre se despega de las sombras.
–Mister Lennon...
En el momento en que suenan los cuatro disparos, un escalofrío incontrolable recorre el cuerpo de quien mira. La escena no es nueva, no sorprende, es una de las tragedias más espantosas y más conocidas en la historia de la música contemporánea. Se vivió el horror a distancia, se ha leído sobre ella una y otra vez, no es ésta la primera biopic de Mark David Chapman que emite la tele. Quien viajó a Nueva York no pudo evitar la morbosa tentación de pasar por el portal del Dakota Building, allí donde el sueño se terminó de verdad. Y sin embargo, basta volver a ver la fiel recreación de ese momento para hacerse la misma incrédula pregunta del primer momento: ¿Cómo pudo ser? ¿Cómo uno de los artistas más famosos del siglo XX pudo ser abordado tan fácilmente por un esquizo que había decidido que era un farsante, que él era el guardián en el centeno imaginado por Salinger, que debía segar la vida de John Lennon?
Quizá Lennon era demasiado hippie para andar con guardaespaldas, quizá no pudo o no quiso imaginar que la maldad de los Blue Meanies llegara a tanto. Lo cierto es que desde entonces ya nadie pudo acercarse con esa tranquilidad a una estrella. ¿O sí? Esta semana, en uno de esos actos más bien vacuos, la industria del entretenimiento colocó la segunda estrella dedicada a un Beatle en el Paseo de la Fama de Los Angeles. Y la fotografía de Paul McCartney y Olivia y Dhani Harrison soltó otro recuerdo: el 30 de diciembre de 1999, otro Chapman llamado Michael Abram logró eludir las múltiples medidas de seguridad de la mansión de Friar Park y estuvo a punto de mandar al otro mundo a George Harrison de un navajazo. Esa vez, otra vez, la pregunta volvió a insistir: ¿Cómo pudo ser? ¿Y si George y Olivia no lograban reducir a Abram, y la historia hoy indicara que dos de los cuatro tipos que le regalaron tanta belleza a la humanidad terminaron asesinados? ¿Y si Lennon no hubiera vuelto a su casa esa noche? ¿Y si el portero del Dakota hubiera visto a tiempo a ese oscuro personaje ahí parado? ¿Y si...?
Otra pregunta interesante, ese “¿Y si...?”. Arenas movedizas.
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El libro se llama What mad universe y fue publicado en 1946, cuando John Winston Lennon recién aprendía a leer y escribir. El estadounidense Fredric Brown no era el primero que utilizaba la teoría de los universos paralelos para construir una ficción –H. P. Lovecraft le llevaba unos años de ventaja–, pero en su estilo ágil e irónico había algo que lo distinguía. En ese Universo de locos, el director de una afamada revista de fantasía y sci-fi se dispone a ver el lanzamiento de un cohete experimental, tumbado en una reposera de su jardín. Pero el cohete falla y cae directamente sobre él: en vez de matarlo, lo dispara a una dimensión paralela, el tipo de universo en el que le gustaría vivir a Joe Doppelberg, un fan de la revista en el que el editor justo estaba pensando en el momento del impacto. Keith Winton reaparece en un mundo en el que el viaje interplanetario es (literalmente) cosa de todos los días, por las calles pueden verse naturales de la Luna altos y cubiertos de vello rojo, la Tierra está en guerra sin cuartel con los arturianos y por ello implementó algo llamado Niebla Negra, que cubre las grandes ciudades por las noches y gracias a la cual hay que cuidarse de una mortífera banda de ciegos llamada Los Nocturnos. Por lo demás, todo es parecido a como era su universo: tanto, que allí hay otro Keith Winton que posee su vida, su trabajo, sus costumbres.
Brown (que se inspiraba haciendo largos viajes en autobús sin rumbo cierto) cuenta todo eso con la inocencia científica de la década del ’40, pero también con un encantador sentido del humor. En su novela, el secreto de los viajes por el espacio y el deslizamiento entre universos paralelos se devela a partir del accidente doméstico de un científico de Harvard: tratando de arreglar la máquina de coser de su esposa, George Yarley se queda de pronto pateando en el aire, y –aunque no grita Eureka!– pronto comienza a construir prototipos exitosos. Cada tanto caen máquinas perdidas desde los cielos, pero es un efecto colateral necesario hasta llegar al diseño que permita controlar a dónde y cómo van.
Los humanos viajan a planetas lejanos montados en máquinas de coser. Parece una estrofa perdida de “Lucy in the sky with diamonds”.
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Libros como Universo de locos, los planteos de Isaac Asimov, los mitos de Cthulhu de Lovecraft y hasta las astutas reformulaciones recientes de Michael Crichton (en Rescate en el tiempo 1999-1357) consiguen disparar las imaginaciones más enfebrecidas, darle un piedra libre al “¿Y si...?”, a la ucronía. Si la ficción siempre sirve de herramienta para suspender la realidad, irse al universo paralelo que propone el autor, tipos como Brown abren aún más el panorama, hacen que al cerrar el libro la cabeza siga volando, suponiendo, dándoles vueltas a las infinitas posibilidades. Qué pasaría si. Cómo sería la vida, cómo es la vida, en ese mundo paralelo en el que seguimos siendo quienes somos pero levemente diferentes, un matiz, una mejoría con respecto a esta realidad. Porque hay que convenir que a nadie le interesa imaginar un universo paralelo en el que las cosas no son mejores que en éste: en el mundo en el que se ve inmerso Winton, Doppelberg no es un adolescente granujiento fanático de la sci-fi sino Dopelle, héroe de la humanidad que descubre la manera para derrotar a los arturianos.
A montarse en la máquina de coser, entonces. Imaginar que Borges no fue ciego y escribió novelas, y tratar de encontrar la relación entre una y otra cosa. Regodearse con la lectura de las crónicas sobre la tarde en que Alfonsín recibió a Julio Cortázar y le agradeció tanta sutileza literaria. Pensar cómo sería La novela de Perón de Tomás Eloy Martínez si el General hubiera muerto en el ’72 en España. Jugar con las fichas de un Spinetta gordo, un Charly sin bigote, un Fito rubio, un Calamaro calvo y un Luca de melena al viento. Visualizar un logo que dice PáginaI15. Bufar con los amigos en el café porque en Sudáfrica 2010 buscaremos el pentacampeonato otra vez con el pesado de Tinelli como relator de Canal 9, líder de audiencia y ejemplo de producción nacional. Suponer que la noche del 30 de diciembre de 2004 un inspector del Gobierno de la Ciudad clausuró República Cromañón por irregularidades varias (y al día siguiente proliferaron las quejas por abuso de poder, por el tipo que cercenó la libertad de expresión de un grupo de rock, ejem, contestatario) y que hoy Callejeros es solo una banda más. Seguir poniendo vinilos en la bandeja Lenco porque ese invento del compact disc no funcionó, o acordarse de que hay que cargarle la batería al iPodHead 3.0, que baja los singles directamente al marote, donde suenan cada vez que uno piensa el nombre de la canción y la palabra “play”. Vivir plácidamente de los derechos de autor de “Persiana americana” y “De música ligera”, mientras Gustavo Cerati se gana la vida con su laburo en una agencia de publicidad. Ir al Luna Park a ver a los B-52’s y salir sorprendido de la cinturita de avispa de Cindy Wilson. Recordar que la semana que viene Joey Ramone comanda una nueva invasión ramonera en Obras, donde la única gaseosa es la que ofrecen los vendedores. Darle pata al pedal y salir volando con los amigos a la Luna para un picadito lisérgico. Coser y descoser la historia.
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Es la noche del 8 de diciembre. En Manhattan hace frío, pero no hay nieve. Una limusina se detiene frente al edificio, y dos personas bajan de ella. El hombre se despega de las sombras y dice: “Mister Lennon...”. De pronto el portero del Dakota aparece corriendo, se lanza en picada, tumba a Mark David Chapman en el suelo, los tiros se pierden en el cielo negro. John Lennon sube corriendo las escaleras rumbo a una vejez apacible, un status menos icónico, una vida sin martirio, una reunión de The Beatles. La Singer salva al cantante. Dios es una máquina de coser: un universo de locos.
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