Sábado, 9 de mayo de 2009 | Hoy
OPINIóN
Por Eduardo Fabregat
Quien se libra durante años enteros
de morir atropellado por un camión, acaba muriendo atropellado por un triciclo.
Enrique Jardiel Poncela
Todos queremos saber cómo termina. En agosto de 1929, Enrique Jardiel Poncela terminó su segunda novela: planteada como “una de aventuras”, ¡Espérame en Siberia, vida mía! es –como Amor se escribe sin hache, Pero... ¿hubo alguna vez once mil vírgenes? y La tourneé de Dios– un poderoso artefacto humorístico, demostración del genio que poseía al pequeño-gigante autor madrileño, y que hacía perdonar su flagrante misoginia. Jardiel escribió muchas obras de teatro pero solo cuatro novelas, y es una pena. La última, en la que Dios baja a la Tierra para terminar comprobando la avaricia, estupidez e insensibilidad inherentes al género humano, es la más ácida, la que condensa las más negras opiniones del escritor. Pero vista en perspectiva, Espérame en Siberia es su obra más cruel. El libro cuenta la historia de Mario Esfarcies y Palmera Suaretti (y una pléyade de personajes secundarios inolvidables, como el Marqués del Corcel de Santiago o El Poresosmundos); ella es la “primera vedette” del Teatro de la Revista, cuya belleza eclipsa sus pésimas condiciones artísticas. El, un adinerado señorito dedicado a la nada misma que se entera de que tiene cáncer de estómago y, tras una ridícula serie de intentos de suicidio fracasados, contrata a un integrante de la Unión General de Asesinos sin Trabajo para que lo mande al otro lado: arrepentido a último momento, Mario recorrerá el mundo huyendo de la muerte y tratando de consumar su amor con Palmera. Pero tras páginas y páginas hilarantes, Don Enrique propina un final monstruoso, una nota de extrema amargura que resignifica la frase del principio y deja al lector enojado con el autor.
Jardiel Poncela supo vivir en Buenos Aires, donde protagonizó una serie de tertulias radiales compiladas en La mujer como elemento indispensable para la respiración. El mismo enfermó de cáncer en 1944, y murió en la pobreza en Madrid, donde la crítica le propinaba más cachetazos que caricias, en 1952. Un final oscuro, de esos que –como Siberia– llevan a la paradoja: queremos saber cómo termina, pero también tememos saber cómo termina.
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El sábado pasado, quien esto escribe descubrió con espanto que inevitables compromisos familiares le impedirían poder sentarse tranquilo a vivir la fiesta de un Real Madrid-Barcelona en el que, por añadidura, se jugaba un título de Liga. Dejarlo grabando en el DVR no alcanzaba: la verdadera tarea fue conseguir llegar al sillón cuatro horas después del encuentro sin conocer el resultado, poder vivirlo “en vivo”. Para ello hubo que hacer uso de recursos casi esquizofrénicos, como evitar el contacto con cualquiera de aspecto futbolero que tuviera una radio, no conectarse a Internet, evitar toda pantalla encendida, espantar con ademanes en el borde de lo psicótico a todo bienintencionado que quisiera comentar algo del trascendental match, empezar a los alaridos cuando, finalmente instalado y con el Pipa Higuaín gritando su gol, en la tele del cuarto contiguo una voz decía “porque el Barcelona...”. Frente al impactante 6-2 final, la belleza del fútbol desplegado por Messi, Henry, Eto’o, Iniesta, Xavi y compañía, el esfuerzo valió la pena. Incluso, al menos hasta que el Real metió el 2-3, el derby iba por los carriles de lo que los comentaristas deportivos definen como “de final abierto”, o con el más pedestre “está para cualquiera”.
Ya sabemos que el desenlace inevitable de todo esto es la propia muerte, y a veces intentar no saber el final de algo es tan ocioso como negar ese destino. En esta sociedad hiperconectada, hiperinformada, siempre ávida de conocerlo todo, y de comunicar al prójimo toda pieza de conocimiento –así sea una nimiedad como el epílogo del episodio de una serie–, evitar saber cómo termina algo es una tarea titánica. El que se quedó de boca abierta cuando en el anteúltimo capítulo 2008 de House MD se reveló que quien estaba al borde de la muerte era nada menos que Amber, preferiría no saber ahora que en un par de capítulos desaparecerá uno de los integrantes del equipo. Pero Internet y los cables de noticias ya se encargaron de difundir cuál de los protagonistas abandonó la actuación para irse a trabajar con Barack Obama (para quienes viven en una feliz ignorancia, ese nombre no se revelará aquí). Ver el episodio de su brutal despedida ya no será lo mismo, ya no tendrá el efecto de un golpe de timón inesperado: no siempre queremos saber cómo termina.
La obsesión con los finales contamina el habla común, salpicada de expresiones como “Dónde iremos a parar”, “Ya vas a ver cómo termina esto”, “Al final era todo verso”, “Ese va a terminar mal” o “Al final son todos/todas iguales”. No puede ser de otra manera. Una vida sin finales es El día de la marmota, el gran Bill Murray despertándose una y otra vez en una Punxsutawney nevada con “I got you babe” en la radio reloj y el mundo repitiéndose hasta en sus más mínimos gestos. Necesitamos que las cosas terminen, que Jim Morrison vaya al encuentro del Coronel Kurtz envuelto en las tinieblas de “This is the end, my only friend, the end”, que Lola la colorada corra y corra una vez más para encontrar otro desenlace posible. Y al segundo siguiente odiamos conocer todos los detalles del último acto de Gollum y Frodo en el Monte del Destino, porque quisiéramos tragarnos otra vez los tres tomos de Tolkien –o las cuatro novelas de Jardiel Poncela– con la misma gozosa sorpresa, como si fuera la primera vez.
Ese, precisamente, era el título en castellano de una ligera comedieta de Holly-
wood (realzada por la presencia de Adam Sandler) en la que Drew Barrymore, Memento style, arrancaba cada día con la memoria intacta. En oposición el meteorólogo de Murray, su día de la marmota transcurría en un paraíso tropical, y ella era la única que no se daba cuenta. Su padre y su hermano debían fingir cada día su asombro por el final de Sexto sentido, una película bastante descartable: se puede ver mil veces la trilogía original de Star Wars –aunque El regreso del Jedi tenga un final tan ñoño– sin que nos preocupe saber que Darth Vader es el padre de Luke Skywalker, pero una vez que sabemos que Bruce Willis estaba muerto ya no tiene sentido perder el tiempo con M. Night Shyamalan. El nene dice “I see dead people” y no se nos mueve un pelo. Maldición, ya sabemos cómo termina.
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Entonces, ¿cómo sobrevivir conservando el don de la sorpresa? En la muy disfrutable novela Cineclub, el escritor y crítico de cine canadiense David Gilmour (nada que ver con ese guitarrista que toca en The final cut) permite que su hijo abandone el colegio secundario y procede a educarlo con tres películas a la semana. Y allí repite eso de que “la segunda vez que ves algo es en realidad la primera. Tienes que saber cómo acaba para poder apreciar lo maravillosamente que está realizado desde el principio”. Tiene su punto de razón, pero eso no quita cierta pátina de desencanto, de pérdida de una cuota de ilusión. Hay un cuento de Fontanarrosa en el que un hincha canalla deambula por Rosario haciendo lo imposible para no enterarse de cómo va el superclásico contra la Lepra: quiere arribar al epílogo sin sufrir el trámite. El rumor de una radio, un griterío, el lejano eco de un petardo, el cálculo de los minutos que van pasando, le disparan infinidad de apreciaciones futboleras y de vida que avizoran hasta el lunes, lo que sucederá después del final, las implicancias de la derrota, el empate o la victoria. El partido termina 1 a 1, y el protagonista también: eludir la tensión del partido mismo lo hizo vivir la tensión del no-partido, sufrir en ascuas hasta llegar a los tres pitazos.
Algunos días vivimos así. Tratando de bajar el cono del silencio, evitando conversaciones ajenas donde se habla de tal película, libro, serie, obra teatral; cerrando ventanas de Internet llenas de spoilers, queriendo vivir la incertidumbre de Murray preguntándose cómo y cuándo va a terminar el día de la marmota, enojados con el aguafiestas que desliza, canchero, que el asesino era el mayordomo. Y al mismo tiempo no podemos evitar la obsesión por llegar al final, que la incertidumbre termine, que termine el corte de luz, la semana, el dentista. Queremos saber cómo termina, perseguidos por la posibilidad de salvarnos durante años de que nos atropelle un camión, para acabar atropellados por un triciclo. Deseosos y temerosos de esas dos malditas palabras que lo cambian todo, que lo cierran todo, el Rey Lagarto cantando en la bañera de París.
The end.
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