Sábado, 30 de mayo de 2009 | Hoy
OPINIóN
Por Eduardo Fabregat
¿Alguien vio la luz de la aldea
de los niños que escriben en el cielo?
Spinetta, 1981
Los niños, se sabe, son uno de los targets más analizados, deseados, estudiados, desmenuzados por los expertos en marketing. No asombra a nadie: la humanidad puede privarse de muchas cosas, pero no se priva de tener hijos (incluso hubo un diario que enarboló la curiosa idea de que hay “mujeres-fábrica” que tienen muchos hijos para cobrar un subsidio). Y esos hijos tienen necesidades, y maneras ciertamente llamativas, hasta contundentes, de expresarlas. Los pequeños consumidores mueven grandes ruedas de negocios: en Monsters Inc., una de tantas maravillas de Pixar, la idea base era que los monstruos conseguían energía a través de los gritos de terror de los chicos, pero éstos, cosas de la vida moderna, se asustaban cada día menos, provocando una crisis energética del otro lado del armario. Sin embargo, hoy no se necesitan complejas historias de horror para alarmar al párvulo. Basta con el sencillo recurso de echar la vista atrás y hablarle de un mundo con cuatro canales de TV en blanco y negro, sin Playstation ni Wii ni McDonald’s ni conexión a Internet ni cartas de Dragonball ni relojes de Ben 10 ni etcétera, etcétera.
No hace falta entrar en el trillado debate de si era mejor o peor, que las bolitas y el autito con plastilina y cuchara, Viendo a Biondi y Piluso invitando a tomar la leche. No vale la pena. “Mañana es mejor”, dijo el mismo autor de la frase del comienzo, aunque abundan los días en que se disparan dudas al respecto. La cuestión es que ya tenemos naturalizado el complejo universo en el que se mueven los pibes, porque llevarle la contra es exponerse a un diálogo de sordos, y porque lo que sucede tiene tal prepotencia y tal presencia que no ofrece mucho escape y hay que negociar. Se puede repudiar, sí, el carácter idiota de los Power Rangers, pero poco se podrá hacer para evitar el efecto contagio que produce tantos moretones entre niños que descargan algo de su inagotable energía en lanzarse patadas (y por otra parte: en Pucca también se tiran patadas, pero difícil resistirse a su lisérgico encanto). Se puede analizar por enésima vez la tiranía estética de Barbie, pero los ojos de una niña deseando un juguete son cosa difícil de resistir. Y además lo educativo, aunque tranquilice nuestra conciencia, tiene sus deformidades. Programas televisivos como Dora la Exploradora, Go Diego Go!, Pinky Dinky Doo o La casa de Mickey Mouse introducen la variante de la “línea de puntos”, espacios de silencio para que el pequeño espectador responda a las consignas. Y uno ve al botija practicando spanglish con Dora y con Manny a la obra, contestando animadamente las preguntas del Pato Donald (a quien por fin se le entiende algo), y se le ocurre que Ariel Dorfman debe andar medio estupefacto.
Aunque inútil, el juego de las diferencias tiene su gracia. En un post reciente, el blog Solo quince minutos (soloquincemi nutos.blogspot.com) rescató un clip de Telejuegos, el programa que conducía Cecil Charré (y su perro Alfonso): allí se ve a Magdalena y Bernardo Bergeret Jr. –hijos del inventor de Jazzy Mel y The Sacados, hoy funcionario del Incaa– cantando el “Tema de Gomma Gomma”, y también una bizarra “Discoteca de Telejuegos” que oficia como período precámbrico de Bailando Kids. La infraproducción de entonces y la megaproducción de Tinelli se tocan, sin embargo, en la cosificación del chico, su utilización como gancho de rating. El ruido de los imitadores de políticos hizo que no quedaran tan expuestas las aberraciones del concurso de baile (“jueces” hablando de las condiciones para vedette de niñas pintadas y ataviadas como tales, ensalzando lo sexy que les sale el perreo del reggaetón), pero las barbaridades existieron y siguen saliendo al aire cada viernes. El Estado, que debe tomar cartas en asuntos que afectan la integridad de la niñez, no quiso exponerse a que lo acusaran de estar tomando revancha por Gran Cuñado: el Comfer inició una de esas investigaciones que no terminan en nada relevante, y ahí quedó todo. Y así, lo único que condenó al Bailando Kids a una sola emisión semanal fue la caída de rating. Hasta el público que le perdona todo a Marce empezó a darle la espalda a esa burda explotación de los niños disfrazada de “superación artística”. Aunque quizá no sea rechazo sino simple aburrimiento.
Entonces, las cosas cambiaron mucho... pero no han cambiado tanto. Cuando quienes ya pasaron por Tacuarentown se enfrentan a los festejos escolares del 25 de Mayo, les queda la impresión de que el tiempo se detuvo. El revisionismo histórico, el trabajo de desactivar ciertas fantasiosas historias oficiales, no ha hecho mayor mella en el recuerdo oficial de la efeméride, cuya liturgia se presenta intacta. Claro que no es fácil bajarles a los más chicos la complejidad de la Revolución de Mayo, pero resulta curioso cómo la vista del padre de hoy parece ponerse en blanco y negro, volver al patio de la propia escuela: ya no se toma distancia al estilo militar, ni se vigila el largo de los cabellos, pero allí están el negrito candombero, la vendedora de mazamorra, los patriotas queriendo cortar vínculos con España y French & Beruti repartiendo escarapelas celestes y blancas. Todo ello con cierto envaramiento ajeno a los lineamientos más progre que rigen en otras actividades escolares, y con el Himno y el ingreso de la bandera de ceremonias al son de una marchita militar que recuerda las peores pesadillas. Los pibes se divierten igual, pero todo parece apolillado.
Tampoco puede pretenderse todo: el revisionismo tiene sus bemoles y sus desafinaciones. Como las Canciones Patrias.
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Si el evento del domingo pasado en el Obelisco hubiera sido organizado por el gobierno nacional, no caben dudas de que se habrían visto en algunos medios las omnipresentes aclaraciones de que se hacía “a un mes de las elecciones” y con obvios propósitos demagógicos. Ello no sucedió con el acto proselitista del macrismo, forzando la celebración de un Bicentenario que en realidad es el año próximo, y en la que los afiches del GCBA buscaron apropiarse de los “valores” de la gesta de Mayo. Más allá de consideraciones políticas, la atracción principal eran las versiones dirigidas por Lito Vitale: Kevin Johansen y Pablo Lescano con “Himno a Sarmiento”, Juan Carlos Baglietto y No lo Soporto con “Mi bandera”, Emme y Mike Amigorena con “Himno a San Martín”, Hilda Lizarazu y Diego Frenkel con “Saludo a la bandera”, Alejandro Lerner, Los Tipitos y Andrea Alvarez con “Marcha de San Lorenzo”, y Patricia Sosa y Palo Pandolfo con “Aurora”. We are the world, we are the children.
La obsesión por acercar a los niños una lectura desacartonada de los himnos patrios tiene buenas intenciones, pero a menudo sus resultados no dejan mayor utilidad. Los ortodoxos se negarán a darles cabida, y hasta iniciarán campañas de desprestigio. Fue lo que le sucedió al dueto Johansen-Lescano, pero eso lleva a la segunda consideración, lo que les pasa a los no ortodoxos: ese “Himno a Sarmiento” espeluzna no por vulnerar los altísimos valores de la Patria sino simplemente por horrible, por el pegoteo sin ton ni son entre las variables de uno y otro artista. Al cabo, tras la paciente escucha en la página del Gobierno, tras ver las performances en el Obelisco, queda claro que la única perla en todo el asunto es la de Lizarazu-Frenkel, cuyas voces sensibles le dan una emotividad especial a una letra que apesta a patrioterismo.
Esa, en todo caso, es la cuestión: ¿por qué el rock (o la cumbia villera) debe cargar sobre los hombros la actualización de canciones tan milicas, tan utilizadas para ensalzar las virtudes de la Patria occidental y cristiana, referentes de una ideología con la que nunca comulgó? Cada músico ha encarado la convocatoria de Vitale como un trabajo (al que algunos ácidos comentaristas en Internet señalan como “muy bien pago”), y el ejercicio de la libertad artística habilita a estas decisiones y muchas otras más. Pero las canciones patrias que excitan a Mauricio Macri llevan al recuerdo de Luca ironizando “Yo quiero a mi bandera planchadita, planchadita, planchadita”, al escandalete de cuando Charly tuvo la idea de versionar el Himno (y se dio el gusto de arrancar con ese inolvidable “Huid mortales”, típicamente García), a la desconfianza con la que el rock siempre supo mirar los intentos de apropiación del establishment. Hace un par de semanas, un cable de noticias informó que Luis Alberto Spinetta se había negado a cantar el Himno Nacional Argentino por considerarla “una canción de guerra”: hubo quien leyó en eso la postura necesaria, pero poco después una agente de prensa desmintió todo y aclaró que al Flaco no lo habían convocado para el proyecto. Menos mal.
Gloria y loor: lindo nombre para un compilado.
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“Para mí el día suena, no pasa”, dijo días atrás a este diario Mariana Cincunegui, que acaba de editar otro disco de pura magia, alasmandalas. “Mucho estímulo genera un salirte de vos. Yo te enseño, vos recibís, pero de golpe estás recibiendo tanto que no sabés dónde quedaste. Y en las escuelas no hay un momento para parar y decir: bueno, ahora vamos para adentro. Matemática, geografía, recreo, patio, lengua, naturales, recreo, patio, más danza, astronomía, todo lo que tengan las escuelas copadas. Todo es de afuera hacia adentro. ¿En qué momento vuelvo a mí con todo eso? Porque la creatividad está adentro, ahí está la pulsión de crear”, señaló la música y pedagoga. Mientras tanto, los niños siguen en el centro de los estudios de marketing, con la sagrada banderita en la solapa, expuestos a las maquinaciones del star system o simplemente dejados de la mano del Estado y de los opositores que se sacan fotos con ellos y prometen el oro y el moro hasta que llegan al Estado y se olvidan. Niños atiborrados de información útil y de la otra, niños languideciendo de hambre de comida y de hambre de cultura. Niños a los que, con nuestras mejores intenciones, a veces olvidamos permitirles que simplemente se dejen ir, se abstraigan de nuestras taras.
Y que escriban en el cielo.
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