Sábado, 1 de agosto de 2009 | Hoy
OPINIóN
Por Eduardo Fabregat
Sonamos, pese a todo.
Les Luthiers, 1971.
Entre tantas cosas que suenan por ahí, se dice que el primero que tuvo la idea de un aparatito que permitiera dibujar un “mapa” instantáneo utilizando el sonido fue un tal Leonardo Da Vinci, que en 1490 metía el extremo de un tubo en el agua y aplicaba la oreja al otro extremo para detectar el movimiento de los barcos. Suena raro, pero tiene asidero. El italiano es bastante célebre por menudencias como La Gioconda y La última cena, pero también fue un científico loco de esos con los que Zemeckis hace toda una saga de Volver al futuro. Así, la idea del loquito de Leonardo, tan Emmett Brown, tan Gandalf el Gris, metiendo un tubo en el Arno, resulta simpática: si se le ocurrían cosas como aparatos para volar y aparatos para navegar bajo el agua, ¿cómo no iba a darse cuenta hasta qué punto estamos rodeados de sonido, y cómo seguir al sonido puede ser tan natural como abrir los ojos y ver el mundo que nos rodea, probar una bebida con la punta de la lengua, palpar una piel?
Vemos, hablamos, escuchamos, saboreamos, tocamos. Y sonamos.
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Hay un viejo chiste de Quino en el que un militar alemán pasa revista a la banda de música: se enorgullece con el bombo y su “BOUM-BOUM”, la tuba y su “POROM-POROM” y el legüero y su “RATAPLUM-RATAPLUM”. Cuando llega al pobre miliquito que sostiene un triángulo, se limita a bajarlo de un bife. No va a descubrirse aquí y ahora la genialidad de Quino, sólo celebrar una vez más su capacidad de síntesis y las múltiples lecturas que puede disparar con sus obras mudas. Es cierto, los milicos no entienden de sutilezas, tan cierto como que son lo suficientemente machacones como para habernos legado un Himno en el que juramos con gloria morir por la patria. Eso suena seguido: en la Argentina, a cada cual lo seduce su estribillo, pero cuando hay que ponerse las pilas y dejar de darse banquetazos en la cabeza un rato, aunque sea para la galería, nos ponemos de pie y cantamos el Himno y juramos con gloria morir. Seán etérnos los lauré, suena y resuena y todos sonamos en celeste y blanco, y a más de uno le suena tan fuerte que se le pianta el lagrimón.
¿Qué es lo que nos hace sonar? Los que llevan años y años de subterráneo de Buenos Aires saben reconocer el fantasma del sonido del tren que está saliendo de la estación anterior. Aun con el fondo del analgésico de “Sí, Miguel” saliendo de las teles, aun con el indescifrable farfullar de los altavoces, los metales de los molinetes y el retintín desprovisto de graves que sale de los auriculares del vecino, que a juzgar por el volumen de su iPod está a punto de inaugurar su propia autopista de ocho carriles oreja derecha-oreja izquierda. Así suena el Apocalipsis, la Tormenta Perfecta, el Katrina, adentro de un huevo Kinder. Todo el que haya trabajado alguna vez con archivos de audio sabrá reconocer la fecha aproximada de grabación de un tema determinado con sólo ver su gráfico en el editor: hace cierto tiempo que los picos y profundidades del sonido conforman simplemente una oruga rectangular que ocupa todo el ancho del campo. Dale rosca que hay que competir con el tema siguiente, parecen decir los productores de la gran industria, eliminando de un plumazo la ecuación artística, los matices, los quiebres del sonido, los valles y los montes tan de artesanía analógica. El archivo comprimido resultante es como un enanito con una bomba de diez megatones ahí cerca del tímpano.
(De todos modos, tampoco hay que echarles la culpa de todo a las necesidades de la industria: a veces lo que parece una oruga es el cerebro del compositor.)
Tronará el escarmiento, dice alguien cuando quiere sonar convincente, determinado, incorruptible.
Algunos años después del Caño de Da Vinci (lo dicho: no sabemos si efectivamente don Leonardo anduvo haciendo esas cosas, pero sigámosle dando la derecha: ya estamos sonados), el hundimiento del Titanic provocó que algunos pensaran que quizás era necesario algún sistema de detección de icebergs medianamente eficaz. Pero fueron los militares –con sus bombos y sus tubas– los que perfeccionaron el sonar para los tiempos de guerra. El sistema en esencia es sencillo (un aparato emite un sonido, otro recibe el rebote, una serie de cálculos matemáticos le da forma al mapa), ni los delfines ni los murciélagos podían presentar una demanda por robo de patente y había que ubicar urgentemente a esos malditos submarinos alemanes. Aun hoy, en tiempos de tecnologías que hacen caer la mandíbula, el sonar se sigue utilizando. Es simple, es barato, es confiable. Tiene un solo problema, sobre el cual vienen alertando diversas organizaciones ecológicas: utilizado a alta potencia, enloquece a las ballenas, les hace perder el sentido de orientación, sufrir descompresiones por ascensión brusca, encallar y morir. Pero vamos, que los balleneros japoneses son peores. Y los militares tienen que hacer sonar sus tambores y sus tubas también en las profundidades del mar.
El sonido puede ser tan volátil como un Hammond con parlante Leslie o tan continuo como las chicharras de un enero a las tres de la tarde. Nos suena un violín y tiene sabor a tarde gris melanco, el loco de enfrente pela un theremin y se nos antoja que en cualquier momento aparecerá un marcianito de Tim Burton gritando: “¡Venimos en son de paz!”, mientras achicharra gente a diestra y siniestra con su sonorísima pistola láser. Los sonidos hacen todo un paisaje, y el sonar somos nosotros: hablando de láseres, uno se encuentra sonriendo como un pelotudo cuando el pequeño padawan en casa escucha el zumbido del sable de luz y ya reconoce si es el de Luke Skywalker o el de Darth Vader.
Y mientras atravesamos las calles de Aires Dudosos, registrando videoclips efímeros con lo que suena en los auriculares, todo lo demás también suena. Suena la maldita alarma del auto a las tres de la mañana y nadie la apaga y es un soundtrack de pesadilla, contrapunteado con el perro de la terraza de enfrente que ladra y ladra persiguiendo el sonido de los motores en la avenida, los fantasmas de sonidos que atraviesan el aire sobre su cabeza. Dice el amigo, músico e ingeniero de sonido Diego Sánchez Rivera que los metales son una fuente inagotable de energía. Adrenalina chorreando del parlante: de ahí tanto baterista de heavy metal pegando duro con el hi hat abierto, electrizando a todo un Obras repleto, que cruzando Avenida del Libertador y subiendo por los balcones de los edificios de lujo, cobra el aspecto sonoro de un elefante practicando malambo a unas diez cuadras. El runrún de un infiernito ahí nomás.
¿Qué nos hace sonar, qué nos hace resonar? ¿El berreo de bebé con gases en la casa de al lado, el subwoofer cubriendo con graves el aburrimiento del último de Black Eyed Peas, el estallido lejano de una tribuna completa bramando gol, las inolvidables entradas de David Gilmour en “Shine on you Crazy Diamond”, el mionca que frena con el semáforo en rojo a diez centímetros de nuestra jeta, el silbato del juez, el silbato del poli, el silbato de la murga practicando en la plazoleta de la esquina?
La cara, el nombre, la voz de ese tipo nos suena de algún lado. Cuando el río suena, algo trae. El delicado sonido del trueno, los sonidos del silencio, dinero contante y sonante, asonadas militares, escuchar caer las lágrimas. Celebramos a la banda que suena bien y se lo contamos a alguien y hasta le decimos tenés que ver cómo suena, otra vez el concepto del sonar, del caño de Da Vinci. Cuando todo está perdido sonamos, sonamos pese a todo: en Lutherapia el formidable quinteto de smoking hace resonar carcajadas en un teatro repleto gracias al texto, pero también recuerda que lo primero que les interesó fue sonar, y pone sobre el escenario un órgano de pelotas de goma tan afinado como el Yerbomatófono d’amore, la Violata o el Calefone Da Cazza (“Abrí más la caliente”). Les Luthiers conjuga el verbo sonar en dos o tres tiempos desconocidos para el resto de los mortales.
En estos días, el Comité Federal de Radiodifusión desclasificó viejos documentos que detallan las listas negras, las canciones de difusión prohibida, lo que no podía, no debía sonar en la Argentina. Los primeros seis facsímiles, disponibles en www.comfer.gov.ar/web/blog/, hacen un recorrido que no arranca en 1976 sino en 1969 (lo que demuestra que no sólo Videla y sus secuaces gustaban de poner mordazas), y cierra en octubre de 1981: están, claro, León Gieco, Pink Floyd, Queen, Charly García, Aquelarre, Alfredo Zitarrosa, Luis Alberto Spinetta, Armando Tejada Gómez, Víctor Jara, María Elena Walsh, Moris, Horacio Guarany, Eladia Blázquez, Juan Falú, Eric Clapton, The Doors, Daniel Viglietti y John Lennon. Pero también Donna Summer, Katunga, Nicola Di Bari, José Luis Perales y Cacho Castaña, hoy tan amigo de la mano dura. Una palabra sospechosa alcanzaba, una metáfora medio traída de los pelos era suficiente para aplicar sordina por si las moscas. A ver, un cachetazo para el del triangulito.
Sonar puede ser una cosa encantadora, una cosa peligrosa. Y ahí vamos, con el sonar incorporado, rebotando frecuencias para no andar con los ojos ciegos, tímpanos y yunques y martillos sensibles, a veces con la impresión de que todo suena a lo mismo, todo nos suena conocido, a veces con el azoramiento de que un sonido mil veces escuchado de pronto parezca nuevo. Con el secreto temor de que aparezcan las tubas y los bombos, el aparato de alta potencia que desbarate el sentido de la orientación, nos haga ascender bruscamente a la superficie, dejarnos encallados. Luchando por una última bocanada de sonido.
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