Mié 11.01.2006
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LA HERENCIA DE TATO BORES, EL ACTOR COMICO DE LA NACION, AL CUMPLIRSE DIEZ AÑOS DE SU MUERTE

Tato ya forma parte de la lista de clásicos

Vida y obra del gran cómico argentino. ¿Tiene herederos? ¿Cuál es su vigencia? Opinan Cipe Lincovsky, Carlos Ulanovsky, Hermenegildo Sábat, Oscar Steimberg y Rudy, entre otros.

› Por Julián Gorodischer

Como pasa con los clásicos, sobrevive la postal de unos pocos rasgos físicos. Aquí, la peluca, el habano y los lentes sin vidrios. Diez años después de su muerte, sin relevos aparentes a su función crítica sobre el poder, se recuerda su justificación del disfraz: “A cara limpia usted no puede decirlo todo; pero si se da un toque de locura, ¡sí!”. Apabulla la cantidad de títulos y méritos de Tato Bores, la variedad de censuras sufridas en cinco décadas de tablas y pantalla. Y a la pregunta ¿qué tan vigente?, críticos y allegados repiten lo que se intuía: sus monólogos nos reflejan como sociedad inmutable (descuartizable como entonces), pero no hay relevos. “Lo que hacía Tato era de un enorme esfuerzo –asegura el periodista y crítico Carlos Ulanovsky (ver aparte)–. Tenía que memorizar un largo texto, palabra por palabra, y vivía para eso. Este no es un tiempo para sacrificios; se impone el éxito rápido.” Iniciado junto a Pepe Iglesias El Zorro, en radio, muy pronto sabría que su vocación dictaba especializarse en el chiste político, luego ampliado al monólogo. El resultado: problemas reiterados con la censura, echado en el ’74 cuando se estatizaron los canales..., en la mira de Videla durante la dictadura..., impedido de salir al aire por la jueza Servini de Cubría en el episodio de censura previa más sonoro de la Argentina. Tensaba la cuerda y asumía sus efectos. “Jamás salió al aire un programa sin que los libretos fueran leídos por una autoridad del canal”, dijo una vez, recordando su trayectoria.

No toca Tato

Sus recordados ciclos televisivos, desde el ’57, lo hicieron fundador del monólogo acelerado, milagrosamente recordado línea por línea por respeto a sus guionistas fetiche (Juan Carlos Mesa, Carlos Warnes, Aldo Camarotta y Santiago Varela). Su método fue siempre igual desde aquel primer Tato y sus monólogos (del ’57) hasta el último Good Show (del ’93): recibía el monólogo de diez carillas cada lunes y se dedicaba a fijarlo, como un actor obsesionado con la actualidad, más periodista que cualquier otro capocómico (Dringue Farías, Adolfo Stray y Juan Verdaguer, con los que trabajó en el teatro de revista). Durante cinco décadas hizo frente a las dictaduras de Onganía y de Videla con máximo apoyo solidario postcensura previa en el ’92, cuando desde Luis Alberto Spinetta hasta Mariano Grondona se reunieron a cantar en su programa Good Show aquel mítico verso la jueza barubudubudía es lo más grande que hay (ante la imposibilidad de nombrar a Servini por su nombre).

Entre otras censuras –según recordaba en el ’91 ante Página/12–, la junta militar lo obligó a retirar el cuadro de un militar de la escenografía de Tato vs. Tato, la Marina le prohibió volver a referirse a Massera en sus monólogos de Tato por ciento (en el ’81) y poco después le pusieron una bomba que no estalló en el palier de su casa; Menem, en el ’99, lo citó en Olivos para pedirle un casete del programa en el que parodió su divorcio con Zulema, aunque relativizó el apriete diciendo que era para divertirse. “Los políticos –les respondió a todos el propio Tato, en una entrevista de Ulanovsky– tienen que entender que en el humor no hay chistes a favor de nada; el chiste siempre jode a alguien.” Ya sea por los permisos que daba el disfraz o por su renombre, fueron más las veces en que pudo eludir el zarpazo del poder. “Trabajé durante dictaduras, medias dictaduras y gobiernos democráticos –dijo al periodista David Wroclavsky–. Y me rajaron varias veces, pero no me quedé con las ganas de decir nada.”

Cómo decir un monólogo

“Lo más importante en Tato –escribió el ensayista Damián Tabarovsky– no reside en su discurso político sino en el lugar que creó para enunciarlo: en la invención de su picaresca. Actuando de manera ridícula, encarnó el lugar del supuesto saber televisivo.” Tal vez por eso molestaba más que Enrique Pinti o imitadores de presidentes: Tato creó un personaje que conocía la trastienda del poder de turno, frecuentaba pasillos, tenía acceso a teléfonos rojos, como si en su relato fluyera un lado oscuro que la mayor parte del tiempo los dejaba como chantas o vivillos. ¿Ejemplos? Decía Tato en Tato vs. Tato: “Lo llamé a mi gran amigo el doctor Balbín y le pregunté: ‘¿Dentro de dos años va a haber elecciones generales?’. Balbín suspiró y me dijo: ‘Elecciones no sé, pero generales, seguro’”. Para Tabarovsky, el mérito de Tato es haber dado cuenta de una escena a la que el televidente no accedía, como si prefigurara la crónica política del periodismo gráfico en boga que se introduce en la reunión ministerial y reproduce corrillos como si el cronista hubiera estado “a puertas cerradas”. “Tato expresaba el relato de una microfísica del poder compuesta de crápulas y despistados. Era un modo de entender la política basado en el anecdotario ejemplar, incluso en lo banal.”

“Quiero aprovechar para decirles a los responsables que no es necesario hacer tantos despelotes juntos y tan rápido. Piensen que durante los últimos cincuenta años una verdadera legión de gobernantes y funcionarios dieron lo mejor de sí para hacer pelota al país y lograr que estemos mal”, monologó en La leyenda continúa (1991). Compuso el gran cambalache argento verbalizado, allí donde se mezclaban los funcionarios con los animales en un paseo por el zoológico (en En busca de la vereda del sol, 1990), más despectivo que ninguno con una clase dirigente a la que atribuyó sordera, megalomanía, corruptela. “Que algún abogado se afane un expediente vaya y pase, pero la Corte es como la vieja. Y este gobierno, por querer tener una Corte adicta, logró que sus miembros se transformaran en cortesanos” (en Good Show, 1993). Lo decía un minuto antes de que el escándalo estallara en la tapa de los diarios, guionado por Santiago Varela (a quien había reclutado después de las páginas de la revista Humor), representando hasta nuestros días “la alarmante circularidad en la que estamos sumidos –reflexiona la actriz Cipe Lincovsky, su amiga–, la idea de que siempre estamos igual”.

Vigencia y sucesión

“¿Qué nos sucede a los argentinos que desde 1957 (el año en que Tato se inició en TV) los temas no cambian y se reiteran de una manera casi obsesiva?”, se preguntaba Ulanovsky en el 2002, cuando guionó la retrospectiva Tato: Tributo al Actor Cómico de la Nación, que hasta hoy se recuerda como una de las muestras más visitadas de la historia del Centro Cultural Recoleta. ¿Las razones? No hay reemplazos ni sucesión, coinciden humoristas y críticos consultados (ver aparte) que alcanzan a nombrar unos pocos nombres que toman apenas unos rasgos del personaje. Si Pinti se lleva la velocidad de enunciación, Pettinato podría quedarse con la cáustica mirada del entorno que lo rodea (en sus monólogos de Duro de domar) y Jorge Guinzburg tomaría la irreverencia con la que se dirige al político (en sus monólogos radiales) tal como anticipaba en sus primeros reportajes de La noticia rebelde. Pero Tato podía mezclar los brillos de un baile junto a Camila Perissé (figura femenina a partir de los ’80) con el atractivo culto del surrealista Federico Peralta Ramos. Desconocía los estamentos de una alta y una baja cultura, fundía zonas de la cultura popular (actuando junto a Olmedo en la película Amante para dos o encabezando temporadas de teatro de revista) con el hermetismo de textos políticos de rapidísima dicción dirigidos a un hombre superinformado que en el 2006 es pura utopía letrada. Desde que contó con guiones y dirección de sus hijos (Alejandro y Sebastián Borensztein, en Tato, la leyenda continúa, Tato de América y Good Show), a la verba irreverente se le sumó una novedad formal que empezó a cambiar el aire de la televisión: una saga de ficción en la que encarnaba al arqueólogo Helmut Strasse en busca de los restos de un antro llamado Argentina en un rastrillaje de 2492 no sólo generó la ira de políticos y de la jueza Servini sino que disminuyó la brecha entre la calidad de la TV y el cine. “Tato sigue vigente –recordó su actor fetiche, Roberto Carnaghi– porque aún pasan las mismas cosas. Sus palabras eran proféticas. Sus programas se tendrían que emitir en las escuelas: repasan con exactitud buena parte de nuestra historia.”

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