HORACIO TARCUS Y LAS CARTAS DE UNA HERMANDAD
El historiador rescató y compiló las cartas que testimonian la amistad entre Horacio Quiroga, Ezequiel Martínez Estrada, Leopoldo Lugones, Luis Franco y Samuel Glusberg. El libro invita a una relectura de ciertas “verdades reveladas” de nuestra cultura.
› Por Silvina Friera
Un curioso quinteto literario solía animar en horas del atardecer las tertulias de la Biblioteca del Maestro. Los integrantes de esta “comunidad espiritual” frecuentaban el Aue’ Keller y otros bares y peñas de la bohemia porteña de la década de 1920. La amistad entre Horacio Quiroga, Ezequiel Martínez Estrada, Luis Franco y Samuel Glusberg, los cuatro “hermanos”, como gustaban llamarse entre sí, y Leopoldo Lugones, entonces patriarca indiscutido de las letras argentinas, se forjó entre aperitivos, cafecitos y cervezas. “Las horas volaban en su compañía”, recordaba el autor de Radiografía de La Pampa, a ese patriarca “locuaz, cordial y buen conversador” que los incitaba a hablar de literatura, política, mujeres. Pero la diáspora abortó estos encuentros en la década del ’30. Quiroga regresaba definitivamente a la selva misionera de San Ignacio en 1931; dos años después, Franco abandonó Buenos Aires para instalarse durante dos décadas en su Belén natal (Catamarca); también a partir de 1933 Martínez Estrada se replegó de la vida pública por largas temporadas en una chacra de la localidad bonaerense de Goyena, y en 1935, Glusberg se autoexilió en Chile.
Las distancias físicas, siempre difíciles de franquear, no rompieron ni quebraron esta comunidad de pensamiento tan singular. La savia que mantuvo viva la fraternidad circuló a través de la correspondencia que intercambiaron durante casi cinco décadas. Cartas de una hermandad (Emecé) es un reservorio epistolar indispensable que reúne 179 piezas hasta hoy dispersas y en su mayor parte inéditas, rescatadas y compiladas por el historiador Horacio Tarcus, empeñado en rescatar y actualizar el patrimonio cultural de las izquierdas en el país desde que en 1998 fundó, junto con otros intelectuales, el Centro de Documentación e Investigación de la Cultura de Izquierdas en la Argentina (CeDInCI).
Tan íntimas como apasionantes, las cartas revelan la angustia extrema de Quiroga en los meses previos a su suicidio, la metamorfosis política de Lugones, el giro latinoamericanista de Martínez Estrada, el rol protagónico de Glusberg, el “gran hacedor”, mediador, editor y propiciador del quinteto, entre otros aspectos vitales para la historia intelectual argentina que va de la década del ’20 a los años ’60, como las opiniones afiladas sobre Yrigoyen, Uriburu, Justo, Perón, Borges, Manuel Gálvez o Victoria Ocampo. A pesar de que fueron hombres dispares entre sí –cabe recordar el abismo generacional y político que separaba al consagrado poeta nacional de los escritores noveles–, la primera afinidad electiva del quinteto fue una estética y sensibilidad modernista. Pero como observa Tarcus en el prólogo del libro, hay otra afinidad más profunda que une a la hermandad: un anticapitalismo romántico, un espíritu libertario, una sensibilidad antiburguesa. A partir de la lectura de esta historia de encuentros y desencuentros, que las cartas permiten reconstruir con una minuciosidad memorable, la impresión que queda es que habría que barajar y dar de nuevo una parte del canon literario argentino.
“Hay una cantidad de cuestiones que sorprenden, que invitan a repensar cosas quizá sabidas o relatadas en alguna biografía, pero que nos vemos obligados a reconsiderar”, admite Tarcus a Página/12. “Un género menor entrecomillas como la carta permite entrever cómo funcionaba esta comunidad, sus influencias, sus préstamos, el estímulo de muchos de los libros que publicaban y circulaban, los padrinazgos, las críticas. A mí lo que más me conmovió fue la lealtad de los ‘hermanos menores’ hacia Lugones, a pesar de sus corrimientos políticos cada vez más hacia la derecha con su llamado a ‘la hora de la espada’. Glusberg, el que intentó ser más equilibrado ante ese deslizamiento, decía con humor: ‘No nos tomemos en serio la hora de la espada, que es la hora en que iba a practicar esgrima’. Lo que me llevó a pensar que esa lealtad no se explicaba solamente porque Lugones había sido el que los consagró desde las páginas de La Nación como escritores y los incorporó al campo literario, sino que para que Lugones hiciera esto, hacía falta algo más. Y como no lo encontré en acuerdos de orden programático, traté de pensar en términos de afinidades electivas”.
La hermandad estuvo atravesada por un halo libertario. “En Luis Franco es claro porque fue anarquista en su juventud y después un marxista libertario –repasa el compilador de las cartas–. Glusberg es un socialista libertario con un acercamiento a Trotsky más por la dimensión ético-política de Trotsky que por la dimensión organizacional. Martínez Estrada es más complejo, pero también tiene una raíz libertaria en su juventud y es un disconforme permanente con el pensamiento de la época y con su propio entorno, un tipo que está permanentemente corriéndose, descentrándose, el más escéptico de todos. Borges dijo alguna vez de él que era ‘un profeta de espléndidas amarguras’”. En las entrelíneas de algunas de estas cartas se vislumbra un desinterés por la política en términos institucionales. ‘Todos piensan la política desde un lado más bien libertario –aclara Tarcus–. Llama la atención que en 1912 Quiroga le escribiera a Lugones una carta en la que hablaba de “nuestros amigos los rojos’. Y no es una ironía porque Quiroga venía de un proceso de revitalización política, del dandismo finisecular a un cierto compromiso como lo entendía él, una especie de anarcoindividualista, de anarquismo naturalista, pero muy congruente con cierto pensamiento libertario de su época. Emir Rodríguez Monegal se refería al aspecto robinsoniano de Quiroga, pero otra imagen muy fuerte es la de un ‘fauno en la selva’, por su relación tan intensa, conflictiva y pasional con las mujeres. Lugones y Quiroga son los que tienen una visión más pasional de las mujeres y de la vida en general. En Quiroga había una amargura respecto de las mujeres que lo llevó a decirle a Martínez Estrada que tenía la suerte de tener una compañera que lo comprendiera y lo acompañara”.
A la hora de sopesar a los integrantes de esta hermandad, Tarcus subraya que Franco y Glusberg son figuras asociadas a una voluntad iluminista de divulgación y difusión extraordinarias. “En Lugones –compara– hay una visión profundamente elitista de la cultura ya desde su juventud. El joven Lugones nunca fue anarquista, ni siquiera cuando editaba La Montaña con Ingenieros. Fue un socialista revolucionario radical, antiparlamentario, antiestatal, un socialista libertario y estetizante que concebía a la revolución social como el momento de encuentro del artista revolucionario con las masas. Ese elitismo es una constante de su pensamiento, como así también la antipolítica”. La carta es el género por antonomasia para escudriñar la vida literaria y política. “Tanto las revistas como las cartas son mucho más interesantes que un libro para construir la historia intelectual. En el libro un autor ahonda su pensamiento, lo estructura y lo convierte en permanente, pero de la carta podemos extraer los motivos que inspiraron la obra, las influencias, las modificaciones, la distancia entre el proyecto y la realización”, plantea Tarcus.
Quizás una de las figuras más apasionantes de este quinteto sea Martínez Estrada. “Que en 1943 escribiera un análisis sobre el golpe militar de 1943 y lo interpretara como una especie de XVIII Brumario, de Marx, y que presentara a Perón como un hombre que no era nada y pasó a ser todo, nos revela una clave de lectura impensada para los que conocemos los análisis del peronismo producidos después del golpe del ’55 –subraya Tarcus–. Otra cosa sorprendente es que este hombre, después de haber abogado tanto por la caída de Perón, criticó al régimen de la Revolución Libertadora y llegó a decir que la única solución para el país era que Perón volviera. Y le pidió a Glusberg que anotara la fecha en que lo dijo, que fue en 1959. Ni los peronistas creían que realmente Perón fuera a volver”. El punto de inflexión de la politización de esta hermandad fue en los años 30, por la Guerra Civil Española, la emergencia del fascismo y la proximidad de la Segunda Guerra Mundial. El primer mojón de esa politización se percibe en el cambio de géneros. “Martínez Estrada, Glusberg y Franco abandonan la ficción en los ’30 y pasan a escribir ensayos –explica Tarcus–. Glusberg escribió en el ’32 un libro de alto compromiso político, Trinchera; Franco estudió marxismo e historia argentina; y de las cartas se desprende que Martínez Estrada, que tenía varios libros de poesía publicados, después de varias conversaciones con Glusberg tuvo la idea de escribir Radiografía de la pampa”.
El seguimiento de la correspondencia de Martínez Estrada ofrece un panorama formidable sobre su giro latinoamericanista, el buceo en las culturas populares y el estudio de las culturas precolombinas. “Es mucho más que una adhesión a Cuba este ciclo latinoamericanista –afirma Tarcus–. Es muy curioso que Martínez Estrada tenga en América latina la imagen de un latinoamericanista permanentemente celebrado por Casa de las Américas, mientras que en Argentina haya quedado más bien la marca del liberal antiperonista. Las cartas eslabonan mejor este ciclo de Martínez Estrada y, al mismo tiempo, nos plantean que este ‘profeta de espléndidas amarguras’ también se desencontró con la elite cubana.”
No hay dudas de que hay que volver a leer de Luis Franco, el autor de La flauta de caña y del Libro del gay vivir, publicado por Babel en 1922, y que recibió el saludo consagratorio de Lugones desde las páginas de La Nación: “He aquí un poeta pagano que ama la vida y la canta porque la siente bella en la delicia de su amor”. Tarcus dice que Franco es “uno de los olvidados más interesentes” de esta hermandad. “Fue el primero que desde la izquierda hizo una lectura al mismo tiempo antimitrista y antirrevisionista, y es un poco el padre historiográfico de Milcíades Peña, que aparece mencionado en las cartas de Franco hacia el final, cuando decepcionado por la falta de respuesta política de su propia generación alienta una esperanza en una figura como la de Peña, a quien define como ‘un trotskista de la nueva generación, bastante más responsable que la nuestra’. Sería interesante volver sobre este Franco de la ensayística libertaria, que publicó en editoriales anarquistas en los años ‘50 y ‘60, cuya figura de escritor combatiente y libertario se perdió entre las páginas de la memoria intelectual argentina. Pero el más olvidado fue Glusberg porque no brilló como escritor y encausó todas sus energías en su trabajo de editor, un trabajo invisible por excelencia.”
Que la historia editorial se piense como historia intelectual es algo muy reciente. “En general a un proyecto editorial se lo lee como proyecto intelectual cuando concluyó –precisa Tarcus–. Hasta hace diez años, los libros de la editorial Sur estaban en las mesas de saldo; hoy son libros de culto que están carísimos. Pero también pasó algo parecido con Centro Editor, con la figura de Boris Spivacow, o con Arnaldo Orfila Reynal y su catálogo en Siglo XXI. El libro de Glusberg es el catálogo de Babel y el índice de sus revistas. Glusberg juntó a Lugones con algo de la vanguardia martinfierrista, con algo de la cultura judía y de la cultura rusa. Incorporó a Lugones, Quiroga, Baldomero Fernández Moreno, Conrado Nalé Roxlo y Alfonsina Storni, con Mariátegui, Baruch Spinoza, Waldo Frank, Turgueniev; Glusberg realzó la dimensión latinoamerianista que el modernismo ya tenía.”
¿Por qué estos personajes fueron olvidados? ¿Qué había en las revistas de Glusberg o en la obra de Franco que convirtieron a estos proyectos en descentrados respecto del canon? Estas cartas acaso permitan hilvanar las primeras respuestas de un fenómeno estructural mucho más complejo, que envuelve a varias figuras centrales en distintos momentos de la vida literaria y cultural del país, pero que fueron perdiendo consistencia hasta devenir en una suerte de mancha existencial fuera de foco.
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