ENTREVISTA A CARLOS MARíA DOMíNGUEZ, POR LA COSTA CIEGA
En su nueva novela, el escritor argentino radicado en Uruguay da cuenta de las confusiones que ha dejado la dictadura en las identidades personales. Escenarios que le permiten, también, emprender una aguda reflexión sobre la naturaleza del relato.
› Por Silvina Friera
Llevan a cuestas un pasado del que no pueden huir, aunque lo intenten. Están perdidos, a la deriva. Ella libró su propia guerra para cambiar la fatalidad que arrastra su nombre, ya no se llama Cecilia, como su tía paterna desaparecida en Buenos Aires. Ahora es Camboya, una joven de pelo colorado y corto, minifalda y campera de jean, medias verdes y unas zapatillas de marca, no muy nuevas. Aparentemente liberada del yugo de su anterior identidad y tras un embarazo imprevisto, patea el tablero y renuncia al trabajo en la intendencia de Montevideo, que su padre, militante detenido durante la dictadura, le había conseguido. Arturo, en cambio, hombre maduro que peina canas, trabaja como jardinero en la casaquinta del inglés Thomas Doghram, un lunático que vive encerrado junto a su mujer y sus dos hijas. El hombre en cuestión se mete en problemas al flirtear con una de las “inglesitas” y trata de lidiar, como puede, con las heridas sin cicatrizar que acumula en su vida. Ambos rumbean para Malvinas, una playa uruguaya a mitad de camino entre Valizas y Aguas Dulces. Ninguno podrá escapar de la fuerza implacable del destino. En La costa ciega (Mondadori), la nueva novela de Carlos María Domínguez, la voz narradora compone y entrelaza la historia de estos seres desamparados y perdidos ante Ema, la patrona del parador, que teje mientras escucha el relato. Como si emulara el mito de Ariadna, el escritor argentino, que hace veinte años cruzó hacia la otra orilla del río para instalarse en Montevideo, tiende ese hilo que permite a los lectores encontrar el camino de salida en el laberinto de nuestras complejas identidades.
“Algunos dicen que soy un uruguayo nacido en Buenos Aires”, bromea Domínguez desde la habitación del hotel en Retiro, donde se adivina, como una mancha borrosa, la costa uruguaya. “En esta novela, más que en otras, no tenía planeado todo de antemano sino que fui avanzando en la narración a medida que me iba planteando problemas”, sintetiza el escritor los tres años que le demandó la escritura de La costa ciega, que en los próximos meses se publicará en España, Grecia, Italia, Rumania, Holanda y Alemania. “Cuando empecé a escribirla no tenía claro la dimensión que tendría”, advierte.
–Aunque no es el tema principal de la novela, ¿por qué las historias que se narran están tan atravesadas por la dictadura militar y la apropiación de menores?
–Estos temas fueron surgiendo a caballo del desarrollo de la historia, no de una manera deliberada. Cuando terminó la dictadura, escribí una novela expresionista sobre los años de plomo; en ese entonces, como muchos otros escritores, necesitaba contestar al impacto de haber vivido los años de la dictadura. Pero necesité veinte años de distancia para que el tema volviera, porque la gran dificultad con la dictadura es evitar que el horror perturbe la ficción. En La costa ciega el tema va por otro lado; va por el lado de los malentendidos y las confusiones que mueven el mundo, desde que el mundo es mundo. Pero en este caso aparecen particularmente los que sembró la dictadura, que atravesó a nuestra generación. El personaje de Camboya es heredero de todas esas contradicciones y confusiones, sólo que ella tiene una sensibilidad distinta, y quise confrontarla con la herencia de aquellos años.
–¿Para los jóvenes como Camboya la herencia de la dictadura es una mochila pesada frente a un mundo más escéptico y tal vez menos comprometido?
–No, esa herencia es pesada para todos; todos hemos resignificado el pasado, el personal, el familiar, el histórico, vivimos haciendo eso. Es mucho más pesado, sí, para los hijos de desaparecidos, en particular aquellos que han sido apropiados y se enfrentan a una situación extrema donde su propia identidad aparece comprometida. La verdad es que son pasajeros de una saga, obligados y condenados a buscarse a sí mismos para recomponer la realidad. Como dice Eva Giberti, la identidad depende del narrador; eso quizás está reflejado y asumido estéticamente en esta novela. Porque aquí hay un narrador, un tanto misterioso, que se encarga de ir develando poco a poco las cartas ocultas, las confusiones y los malentendidos que padecen los personajes, para el lector y para la mujer que teje en el parador, que es la que escucha la historia.
–Y esa mujer muchas veces le exige al narrador que ordene el relato cuando amaga con irse por las ramas.
–Sí, en realidad es una novela dialógica que está construida por el narrador y por quien escucha, por eso también es una especie de reflexión sobre el relato. La idea era que la novela fuera fruto de una interlocución. En cierta medida, cuando elijo un mundo y me pongo a dialogar con él, asumo la condición de narrador, la posibilidad dialógica de construir un relato por el camino de esa interlocución. En cierta forma lo hizo Conrad en Lord Jim y con El corazón de las tinieblas; lo hizo Onetti con Santamaría; lo hizo Yahvé con el pueblo judío. Es una manera también de recuperar una reflexión sobre el lugar de la literatura y el lugar del lector.
–¿Qué le interesaba explorar sobre el lugar que ocupa el lector?
–Me interesaba registrar de alguna manera esa idea de que cuando uno cuenta una historia como narrador, siempre algo está ocurriendo alrededor del lector que la lee. Por eso mientras este narrador cuenta la historia de Camboya y de Arturo y de lo que pasó en esa playa de Valizas durante el invierno, algo está ocurriendo alrededor y es lo que él no puede llegar a ver. El lugar del lector siempre es el lugar de la vida, que de pronto queda suspendida para atender una historia. La fascinación que ejerce el relato y la ilusión de la literatura tienen que ver con ese estado de suspensión y con esa idea de que el relato es más nítido que la propia realidad que se vive. El lugar del lector no sólo es el lugar de esa escucha sino de esa construcción de una realidad más definida, artificiosamente construida. Yo no creo en la literatura como ilustración de la realidad. De alguna manera estamos padeciendo una especie de agotamiento de realismo, una deriva loca que trata de hacer un estudio de campo y después ilustra ese mundo que se quiere dar a conocer por el detalle. Me parece más interesante recuperar otras tradiciones del relato que tienen que ver con el arte de contar, que es lo que La costa ciega intenta reflejar.
–¿A qué alude esa ceguera del título de la novela, qué es lo que está vedado y no se puede ver?
–Todos los personajes ven parcialmente, apenas conocen el suelo que pisan, a pesar de que tienen una historia en común, pero esa historia es ignorada, aunque está operando sobre el destino de ellos de una manera ajena a su propia conciencia. A la realidad, para verla, hay que construirla, y se construye usualmente por malentendidos, por sentidos adjudicados que en este caso un personaje le otorga a otro y que no necesariamente coinciden con lo que el otro está viviendo. Los años de la dictadura aparecen de una manera sesgada, oblicuamente. Creo que el tema de la novela es la novela misma, la propia historia de estos personajes y las confusiones que ha dejado la dictadura en nuestras vidas. La identidad, desde la recuperación de la democracia, se ha intentado reconstruir colectivamente, pero en este caso estoy hablando de la identidad personal.
Domínguez confiesa que ha tomado muchos elementos de la realidad que aparecen mezclados de otra forma en La costa ciega, como la escena de la irrupción de las Madres de Plaza de Mayo. “Cuando empezaban a salir por las calles de la ciudad durante la dictadura, con una imagen de vida absoluta y con unas consignas durísimas, generaban un contraste abrumador. Estaban muy solas, luchando cuerpo a cuerpo con las fuerzas de la represión. Entonces el miedo imperaba, pero después fueron acumulando fuerzas.” El escritor recuerda también el libro Ni el flaco perdón de Dios, de Juan Gelman y Mara Lamadrid. “Me pareció extraordinario, me impactó mucho y tiene que ver con algunas situaciones que toca la novela. Porque aparecen las contradicciones reales de los hijos de desaparecidos con sus familias sustitutas, a veces no sólo porque son chicos apropiados sino porque fueron criados por la abuela. Hay testimonios realmente impactantes en el libro de Gelman, y en particular recuerdo a una muchacha que llegó de Francia para buscar a su padre desaparecido en Olavarría y dice: ‘Todos tenían una historia que contar, pero nadie conocía la verdad’. Es una frase literaria; yo digo que habría podido escribirla William Faulkner”, subraya Domínguez.
–¿El relato sobre la identidad es también un relato de ficción?
–Claro. En el caso de un bebé apropiado por una familia sustituta, como hubo tantos, son hijos de una ficción pero hecha realidad, a tal punto que no se puede deshacer, no se puede corregir, está consumada. La política, la Justicia, la sociedad, alientan ese conocimiento de la verdad porque hay una vocación de verdad y porque creemos que la verdad es liberadora, pero no necesariamente es así. Esa es una frontera que la mayoría no cruzamos; hay que construir una realidad a partir del desocultamiento de un crimen en la historia personal.
–Saber demasiado sobre ese crimen hace tambalear toda la estantería personal...
–Estamos en la órbita de la tragedia griega, estamos en el conflicto de Edipo, en el conflicto de Hamlet, estamos en esa dimensión mítica. En el caso de La costa ciega aparece un poco reflejado en esa duda final de Arturo: si le da a conocer a Rosie su identidad, destruye lo que ama porque él se enamoró de ese reflejo. Son situaciones que a mí como narrador me compete mostrar dentro de un objeto que quiere ser bello, con un relato bello.
–¿Por qué en esta novela se repite su predilección por lugares de tránsito, paradores, playas, espacios donde quizá las personas son más frágiles?
–Mis últimas novelas tienen que ver con espacios fuera de la ciudad, o vinculados a ella pero desde cierta periferia, como puede ser en La casa de papel, que también termina en una playa de Rocha, a cincuenta kilómetros más o menos de La costa ciega, o Tres muescas en mi carabina, ubicada en un espacio que bordea los escenarios más transitados de la literatura urbana. Me doy cuenta de que esto se ha repetido en las últimas novelas y quizá me permita encontrar un espacio de referencia más libre, más despojado, una confrontación más llana entre la dimensión de los conflictos humanos y las fuerzas de la naturaleza.
–¿Por qué la naturaleza es tan hostil en La costa ciega?
–La naturaleza es hostil; la mayoría de la gente conoce esos balnearios de la costa uruguaya en verano, con aguas templadas, pero esos lugares son muy duros en invierno. La naturaleza suele ser hostil porque maneja fuerzas superiores. Claro, por momentos puede ser placentera, pero la confrontación en ese escenario me permite captar algunas cosas que en el ámbito urbano se desdibujan. Me gusta transitar por las orillas, quizá sea una cosa que me venga de mis lecturas de Haroldo Conti, que era un escritor siempre en fuga de la ciudad hacia las orillas, hacia los lugares menos transitados, donde hay un espacio de aventura personal.
–Bueno, se podría decir que usted también se ha fugado de Buenos Aires...
–Sí, emigré en el ’89 y cambié esta gran ciudad por una “aldea” como Montevideo. Y fue una especie de fuga, y allá me fui quedando. Algunos me consideran tan uruguayo como argentino y dicen que soy un uruguayo nacido en Buenos Aires (risas). Por lo general la mayoría de los escritores, músicos, artistas, hacen el tránsito de Uruguay a Buenos Aires; yo hice el tránsito inverso, como años atrás ya lo había hecho Elvio Gandolfo, y ya estamos fundando un ida y vuelta en la literatura rioplatense. Connotamos al Río de la Plata más a nivel simbólico que real porque desconocemos la riqueza de toda la fauna humana que se agita en las orillas del río, tanto de un lado como del otro.
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