Sábado, 10 de octubre de 2009 | Hoy
OPINIóN
Por Daniel Goldman *
Corría el ’81 o el ’82. No puedo recordarlo con exactitud, ni corresponde verificarlo. El recuerdo nunca debe ser exacto, porque requiere de una subjetividad que debe despegarse de cualquier coordenada precisa. La precisión en el recuerdo diseca la memoria. Y disecar la memoria es traicionar el recuerdo. Era la época de los milicos. Y los que andábamos por ahí, en los alrededores de Jerusalén, teníamos la imperiosa necesidad de escuchar a la Negra Sosa, que se presentaba la noche de un jueves.
En la entrada de Binianei Haumá, o Teatro del Pueblo, nos reuníamos todos. Los que se habían ido y los que se habían rajado. Aunque suene parecido, en la condición diaspórica la distinción resulta bastante sutil. Porque aquel que había optado por esas ideas tiernas del kibutz o cosas parecidas, que le vaya bien; pero para el rajado la honda densidad marcaba la diferencia.
Se tuvo que rajar. Rajar es una palabra demasiado fuerte. Al que se rajó lo agrietaron, lo cuartearon y lo quebraron. Y la rajadura no se repara. A lo sumo se tapa. Pero cada tanto reaparece.
Las marcas del exilio son diferentes a las del raje. En el exilio hay sufrimiento, mientras que en el raje hay dolor. El sufrimiento es existencial y sólo analizable desde un plano conceptual, mientras que el dolor es experiencial y comprensible desde una realidad biológica. El raje, crudamente, te parte al medio. El raje es ser el que no tenés que ser y estar donde no tenés que estar. Es como cuando te rajan de un laburo. Terminás conduciendo el remís que no tenías que manejar. Por eso de un laburo no te echan sino que te rajan. Te quiebran la familia, te rompen la esperanza.
Encontrarse con rajados nos unía en el grito, en la expresión genuina, en la diversa unidad. Era un presente que nos habitaba con sus contradicciones, con la tinta de una memoria que escribía su texto en la canción y en nuestros cuerpos, una letra que tenía que haber sido diferente. Y era sobre ese escenario, horizonte desamparado en tanto dolor, donde la voz reconfortante de la Negra posaba sobre los perseguidos. Ella misma, rajada, interpretaba y nos interpretaba.
Recuerdo de ese concierto, apoteósico, que el momento extático se produjo cuando cantó a Gieco:
Sólo le pido a Dios
que el futuro no me sea indiferente.
Desahuciado está el que tiene que marchar
a vivir una cultura diferente.
El silencio en el auditorio acompañaba a la condición del rajado, densamente vinculado con el desahucio, manera irremediable de superar el trauma que se incluye en el perseguido, el desposeído, el traicionado de una promesa, en una tierra cuya falla geográfica lo presentaba en un abismo de desesperación. Desesperación de vivir culturas diferentes, que a fuerza del estar se familiarizan en el acostumbramiento.
En este presente, que es futuro del ’81 o el ’82, el giro loco de la historia hizo que a la hora de la muerte hasta la homenajeen los que la rajaron, los que la persiguieron, los que la sentenciaron sin juicio, los que la fallecieron en cuotas. A eso se le llama hipocresía. En su recuerdo, que no es memoria, sigamos cantando, compañeros, para aturdir a esos hijos de puta que siempre quieren penetrar con sus discursos dominantes y hegemónicos en las grietas de nuestras rajaduras.
* Rabino.
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