Jue 05.11.2009
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OPINIóN

Adiós a Lévi-Strauss

› Por Horacio González

Claude Lévi-Strauss fue un poeta de la ciencia y un pensador del Neolítico. Su muerte obliga a repasar rápidamente los tramos lejanos de nuestra propia formación, la de miles y miles, alumnos accidentados o distraídos en las facultades de Buenos Aires (agrego: años sesenta, setenta). El pensamiento salvaje es un libro asombroso y creo que algunos no pueden parar de leerlo, aunque sea tonto confesarlo. ¿Para qué decirlo? Quizá sea necesario saber de una vez por todas que no existe perdurabilidad efectiva en materia de obras, textos, escrituras. Los libros de Lévi-Strauss dudosamente subsistan. Con él se van definitivamente Durkheim y Marcel Mauss, es bueno advertirlo. Y quizá es ahora que muere definitivamente Sartre, su gran antagonista. Digo más: es posible que también haya que pensar de otro modo el 18 Brumario, de Marx, sobre el cual y contra el cual Lévi-Strauss pensó casi toda su obra, para tratar de superarlo con una historia “estructural”, sin tiempo, puro juego de significantes combinados incesantemente. Pero trayéndolo para su molino, encontró también el simbolismo y la mitología del oro en el propio Capital de Marx.

Tristes Trópicos es un libro esencial. En él está Brasil, las etnias extinguidas, pero están también Borges, De Ipola y Darcy Ribeiro. Hágase la prueba de leerlo así. Como un libro total y al mismo tiempo disparatado. Viajes, teatro, ensayo, ciencia y mito. Todo a un tiempo. Pasado y presente. Todo entrelazado, afirmado y negado, en planos recurrentes, sin dialéctica ni historia. Bárbaro, exquisito. Con sus invariantes, inversiones, juegos especulares, vacíos de significaciones que luego se llenarán en lugares contrapuestos.

Sobre el momento crucial en que un escritor comienza su texto, decía que en su caso releía, precisamente, el 18 Brumario, como invocación a un demiurgo de la escritura. Entendemos el sentido de este aserto. Cada escritor quisiera absorber mágicamente para sí, la cadencia, y por sí decirlo, el sabor, de aquel célebre escrito en cuyo extremo se percibe un compendio secreto de retórica: ¿Cómo empezar un texto? ¿Qué elección sonora hay que hacer de una frase inicial? ¿Cómo mantener los altibajos de un relato, anudar cada secuencia con ornamentos que parecen meros agregados de paso, pero destinados a perdurar como citas perennes de un escrito?

La obra de Lévi-Strauss, que acabará considerando los acontecimientos como deslindados de la estructura (por lo menos en el caso del totemismo), significaba una formidable anticipación a las filosofías de los años ’80. Opone las series totémicas a la historia moderna autogenerada. Considera superior el totemismo que la historia del presente, sin respaldo de clasificaciones tomadas del mundo animal o vegetal.

Mostrando la compatibilidad de su pensamiento con el de Borges, Lévi-Strauss no puede trascender las oposiciones simétricas, pero las sostiene en la tensión que llamó mito, la verdadera dialéctica en suspenso, pero sin Walter Benjamin sobrevolando. En Borges no es nada diferente, excepto que el nexo entre partes de la estructura se verifica por la vía del destino y la muerte. El proyecto de Lévi-Strauss de reintegrar la cultura en la naturaleza desprecia a la historia en nombre de la etnología. No creo que debamos seguirlo hasta ahí. Pero aún nos deja la lección de poner a la historia en estado de archivo trascendental. A poco que consideremos que la lengua de la historia y del historiador no tienen por qué operar en la dimensión ética de las reducciones lévi-straussianas y que aceptemos una idea del mito más grata, la historia se nos aparecerá como un terreno animado de formas morales e intelectuales en el que el historiador o el pensamiento histórico deben escoger inevitablemente un punto de vista. Pero si creemos en esto, no nos neguemos a mirar una piedra inmóvil o sostenerle la mirada a un gato, como por lo bajo proclamaba Lévi-Strauss.

Al fin y al cabo, en toda su obra la noción fenomenológica de experiencia vivida merecerá un tratamiento que debe interesarnos especialmente, pues involucra el modo fugaz en que se da todo tiempo presente, pero ahí también, yaciendo la piedra y el sentir de un mundo biológico que empieza a significar de golpe y nos lleva al lenguaje. La defensa que hace de la voz, la oralidad, la palabra dada contra la escritura marca uno de los momentos decisivos de la teoría contemporánea, retorno al roussonismo, como se dijo, y base para la reorientación del pensamiento político contemporáneo, tal como la intentó Ernesto Laclau. Fue un nominalista. Presentó con una asombrosa maestría el poder de nombrar, en una brutal destitución del sentido de lo histórico, como experiencia y como crónica irrevocable de las prácticas colectivas.

Su etnología estructural y el pensamiento salvaje se anticipaban dos décadas al tono que luego adquirirá la filosofía del “acontecimiento”. Las fabricaciones concretas como la alfarería cohabitaban el pensamiento operante y la filosofía del mito, esto es, los significados del pensar. El pensamiento salvaje es de algún modo una revisión y ampliación de ¿Qué significa pensar?, de Martín Heidegger. Su personaje fundamental, el bricoleur poseía una intención inicial que inevitablemente sucumbía con la obra terminada, y allí veríamos el resultado de un azar objetivo. Así lo define Lévi-Strauss, que toma la fórmula, dice, del surrealismo. Este azar objetivo sería algo así como una transmutación de medios y fines, pues en cada conjunto, “los antiguos fines son llamados a representar el papel de medios: los significados se tornan significantes y viceversa”.

Una fórmula que, como todo en Lévi-Strauss, poniendo en conjunción a Saussure con Breton, muestra que una inversión simétrica y opuesta rige incesantemente las relaciones de las que emerge el pensar. Como Borges, fue el pensador del “estallido de la clasificación”, a la que comparaba con un palacio arrastrado por un río, ya desmantelado y sus partes recompuestas entre sí pero no como lo hubiera querido el arquitecto. El surrealismo estaba debajo de un pliegue estructural. Representó Lévi-Strauss una empresa del pensar grandiosamente arbitraria y estetizada, otra forma de escribir la búsqueda del tiempo perdido. En esta hora argentina, tan álgida, he aquí que de repente recibimos la noticia de que murió un pensador de lo arcaico. Hagamos el esfuerzo de evocarlo en una tristeza antigua, aunque entre nosotros no solemos concebir el trópico. Lévi-Strauss quiso ser un científico pero terminó encarnando el mito y pensando –era necesario ser valiente para eso– en todo lo que alguna vez se extingue.

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