OPINION
› Por Diego Fischerman
El Colón se reabrirá el 25 de mayo de 2010. A esta altura no lo duda nadie. Lo que aún no se sabe, y la bien orquestada campaña de prensa no muestra, es qué es lo que sucederá con tres temas críticos que el apuro por terminar un plan que fue concebido para otra cosa dejó en el camino. Por un lado, el gobierno de la ciudad invitó a periodistas y “formadores de opinión” a ver las obras. Entre ellos, Marcos Aguinis se convirtió en un potente propagandista, cantando las alabanzas de las obras (no debo caer en el chiste robado a Les Luthiers de llamarlas “Las sobras”, lo que, obviamente, suena igual) sin chequear las informaciones con un solo especialista. Y la televisión se complacía en irradiar un simpático diálogo entre el director de la sala, Pedro Pablo García Caffi, y Oscar González Oro, ambos con coquetos casquetes de plástico de vivos colores, mientras observaban el frenesí de los operarios empeñados en la noble causa de la refacción –¿restauración? ¿remodelación?— del teatro.
La visión de columnas, vitrales, caireles y terciopelos permite comprobar que, sí, el teatro tendrá sus oropeles a tono con la magna circunstancia del Bicentenario. Que una gestión de gobierno que ha convertido la decoración en (única) política no podía dejar de incluir a su edificio más preciado (de más precio, literalmente) en su agenda ornamental. Entre los riesgos que el apuro y los cambios de planes podían costar el de la acústica fue el más comentado. Sin embargo, fue salvado con altura, gracias a la consulta permanente con los mejores especialistas que hay en la materia (y es que de acústica todos reconocen que no saben, a diferencia de otras áreas en la que los más inexpertos se sienten llamados a opinar). Los problemas que, en cambio, este gobierno legará a la posteridad son tres, dos de ellos subsanables, aunque en tiempos mayores que los previstos, y el tercero insalvable.
El primero de ellos atañe a la maquinaria escénica, la planta de luces y la sala de dimmers, que fueron desmantelados sin que nadie reparara en ello a tiempo. La compra recién se está licitando por lo que, con toda seguridad, para la función inaugural el Colón se verá obligado al alquiler —a altísimo costo– del material necesario y, muy posiblemente, esto altere parte de la temporada prevista para todo el año. El segundo se relaciona con el emplazamiento de los talleres, que dejarán de estar en el propio teatro sin que hasta el momento se haya dado a conocer una nueva locación. Y el tercero es el más grave y parte de su gravedad tiene que ver, precisamente, con el hecho de que toda producción escenográfica deba entrar al teatro desde el exterior. El Colón tiene un escenario en primer piso, al que nunca hubo acceso directo. Las escenografías o los materiales que llegaban debían bajar al subsuelo en un montacoches y, desde allí, trasladarse al montacargas que los subía al escenario. Ese montacargas ahora ha quedado destruido y todo el pasaje del subsuelo a la sala ha sido inutilizado. En consecuencia, el único acceso que los materiales diversos que se utilicen en puestas en escena tendrán al escenario será por el medio de la platea. Si las obras del Colón se decidieron, en su momento, para tratar de dotar a la sala de una mayor funcionalidad, el resultado será, en cambio, absolutamente diferente. A partir de esta gestión, la sala estará bien pintada (como los dorados faroles de las plazas), pero servirá para mucho menos que antes y con mucha mayor dificultad de ejecución.
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