Vie 03.02.2006
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CARL HONORE, AUTOR DE “ELOGIO DE LA LENTITUD”, HABLA DEL AUGE DEL MOVIMIENTO SLOW

“El virus del apuro lo terminó contagiando todo”

Dice estar lejos del ideario new age, y que al cabo “ésta es una filosofía muy sencilla”. La idea de que la velocidad permanente llevó a un punto de quiebre que exige un cambio gana adeptos en todo el mundo: “Hay que darle permiso a la gente de reconectarse con su tortuga interior”, dice Honoré.

› Por Silvina Friera

“¡Eureka!”, gritó un corresponsal de prensa extranjero, en el aeropuerto romano de Fiumicino, cuando leyó en el periódico: “El cuento para antes de dormir que sólo dura un minuto”. No era un título de Barcelona, aunque la noticia parecía tan absurda que podría haberse publicado en esa revista argentina. Para agilizar el extenuante trabajo de ser madres y padres, varios autores habían condensado cuentos de hadas clásicos en fragmentos sonoros de sesenta segundos. “Hans Christian Andersen comprimido en un resumen para ejecutivos”, pensó. Mientras esperaba ingresar al avión que lo llevaría de regreso a Londres, donde reside, el periodista canadiense se dio cuenta de que su vida entera se había convertido en un ejercicio de apresuramiento. “Mi objetivo es embutir el mayor número posible de cosas por hora. Soy Scrooge con un cronómetro obsesionado por ahorrar hasta la última partícula de tiempo, un minuto aquí, unos pocos segundos allá...” Pero todas las personas que lo rodeaban en ese momento, y miles de millones más, estaban atrapadas en el mismo vórtice de pedalear cada vez más rápido para mantenerse a ritmo. Carl Honoré escribió Elogio a la lentitud (Del Nuevo Extremo) para poner en tela de juicio el culto a la velocidad y a la “enfermedad del tiempo”, término acuñado por el médico estadounidense Larry Dossey en 1982.

El libro, lejos de ser simplemente una declaración de guerra contra la aceleración de la vida moderna, muestra a esa minoría amplia, creciente y “pacifista” que está inclinándose a no vivir obsesionada con la velocidad. El movimiento global Slow –tal como se los denomina en el mundo anglosajón– “es una filosofía de vida, muy sencilla pero muy potente y hasta revolucionaria, que lucha por el derecho a establecer nuestros propios tiempos”, plantea Honoré en la entrevista con Página/12. Estos “nuevos revolucionarios” proclaman que correr no es siempre la mejor manera de actuar. Y si no les creen, ellos advierten: “No olvidemos quién ganó la carrera entre la tortura y la liebre”. La cruzada de las tortugas, al menos en cuanto a la alimentación, empezó en Bra (Italia), una pequeña población piamontesa donde está la sede de Slow Food, fundada por Carlo Petrini, que define al movimiento como “una globalización virtuosa”. Esta filosofía avanza, despacio, en los lugares de trabajo, en los dormitorios de quienes descubren el placer del sexo lento –por medio del tantra y otras formas de desaceleración erótica–, en los regímenes de ejercicio –desde el yoga hasta el tai chi–, en la medicina alternativa, que aborda al organismo desde una perspectiva suave, y en ciudades que buscan convertirse en un oasis de calma: hasta llegó a la Argentina, en Mar de las Pampas (ver aparte).

–¿Qué vínculos se pueden establecer entre el movimiento Slow y los grupos antiglobalización?

–El movimiento antiglobalización es una reacción contra un sistema económico que obliga o alienta a la gente a trabajar y consumir mucho más de lo que quiere o necesita. Este análisis lo comparte con el movimiento Slow. Pero me parece que muchos antiglobalistas son también anticapitalistas y anticomercio internacional, y, en cambio, quienes adhieren a la filosofía Slow no. Ser Slow implica crear un capitalismo mejor donde la gente puede trabajar, soñar, ser ambiciosa, realizar su potencial y consumir, pero de una manera más equilibrada. Para mí el movimiento antiglobalización es básicamente negativo; se define más a través de las cosas que no le gustan. El movimiento Slow es más positivo, en el sentido de que ofrece una receta muy sencilla para mejorar todo: dedicar el tiempo adecuado a cada momento y procurar hacer las cosas bien, en vez de hacerlas rápido.

–¿Cree que lo político o lo ideológico, que unos parezcan más individualistas y los otros apunten a lo colectivo, es una barrera insalvable para que confluyan ambos movimientos?

–Prefiero no caer en los viejos y áridos debates de izquierda y derecha. Ni tampoco en una pelea entre movimientos. La revolución Slow es una revolución cultural, y dentro de esa rúbrica figuran muchas iniciativas, algunas individuales, otras colectivas, que nos llevan al mismo objetivo: un mundo donde la prisa no contagie cada momento del día, donde la gente opte por la calidad, en vez de la cantidad, en todo. El movimiento antiglobalización es otra expresión de frustración al statu quo. Y la furia que provoca puede llegar a dar más fuerza a la revolución Slow.

–¿Imagina en un futuro cercano que alguien acuñe la frase: “la lentitud es oro”? ¿Qué cuestiones habría que modificar para lograrlo?

–El mayor obstáculo es el tabú muy fuerte que hemos creado contra la lentitud. La lentitud es mal vista, es sinónimo de aburrimiento, estupidez, pereza. El tabú hace que aun cuando sabemos que necesitamos y queremos desacelerar, tengamos miedo de hacerlo. Hay que romper ese prejuicio como primer paso. Hay que darle permiso a la gente de reconectarse con su tortuga interior.

–Milan Kundera advertía que nuestra época está “obsesionada con el deseo de olvidar”, y que vivimos en “el éxtasis de la velocidad”. Sin embargo, desde la segunda mitad del siglo pasado, parecería que lo que se impone es recordar, museos de la memoria por el Holocausto, por ejemplo. ¿Cómo explica esta paradoja entre olvidar-recordar?

–No me extraña que exista esta paradoja. Recordar es una necesidad innata del ser humano; da textura y sentido a la vida. Por eso los museos, los documentales sobre el pasado, las búsquedas genealógicas, los libros de historia que conquistan las listas de los más vendidos. Quizá, en cierto modo, recordar sea una reacción contra la cultura de la velocidad que es enemiga del recuerdo. Pero en muchos casos la velocidad se usa no para borrar los recuerdos colectivos sino para borrar el dolor ylos recuerdosindividuales. Empleamos la velocidad como un mecanismo de fuga, para escaparnos de la tiranía de la vida moderna.

–Así como el sistema deglutió al hippismo, al adoptar sus costumbres y masificar sus gustos, ¿piensa que podría suceder lo mismo con el movimiento Slow?

–Sin duda existe el peligro. Y de cierto modo ya se ven señales de esto. Empresas como Volkswagen y Haagen Dazs usan la lentitud como slogan para vender sus productos. Eso es inevitable, y no es necesariamente negativo. Las publicidades, que elogian la lentitud en el espacio público, pueden ayudar a provocar más debate sobre el tema. Pero no se puede capturar al movimiento Slow tan fácilmente como al movimiento hippie, porque no es un movimiento que toca sólo a una pequeña minoría, es universal. El virus del apuro ha contagiado todos los sectores de la vida, y casi todos los países del mundo. No es sólo una preocupación de algunos ricos en el Primer Mundo. Si sale a la calle en Buenos Aires, todos entienden el problema de la velocidad: las enfermeras, los adolescentes, las amas de casa, los periodistas, los jubilados. Hemos llegado a un punto de ruptura en la cultura. Después de por lo menos 150 años de aceleración, la velocidad ha comenzado a hacernos más mal que bien. Hace 15 años un movimiento Slow hubiera sido un juguete para algunos gurúes de la Nueva Era. Hoy es una necesidad para todos. Y por eso aparecen cada vez más grupos y proyectos que promueven la lentitud. En los años ’60, cuando las feministas dijeron que el mundo era injusto y que el momento de cambio había llegado, la reacción era: “No, el mundo siempre ha sido así. Ustedes no pueden cambiar nada. ¡Vuelvan a la cocina!”. Pero 40 años después, el mundo ha cambiado, aunque, por cierto, queda mucho por hacer.

–¿Qué implicancias tiene que las propuestas de las organizaciones Slow coincidan con lo que proclaman los gurúes de la new age?

–Me parece bien. No vengo de esa tendencia, pero el hecho de que la filosofía Slow esté seduciendo a un espectro tan amplio de la sociedad es muy positivo. Demuestra que el mensaje es universal, que lo necesitamos, y que ha llegado el momento de implementarlo.

–¿Su libro sirvió para tomar conciencia de los peligros que implica la velocidad en la vida cotidiana?

–Sin ninguna duda. Mucha gente lo describe como una revelación. No estoy diciendo nada nuevo ni complicado. La filosofía Slow es muy sencilla, pero estamos tan marinados en la cultura de la velocidad que hemos perdido la brújula. De vez en cuando se necesita un choque, un sobresalto, algo que nos haga abrir los ojos y ver la locura de cómo vivimos. Parece que el libro cumple esa función para muchos.

–¿Hay un punto de quiebre, un hecho que haya generado el movimiento Slow?

–No se puede destacar un solo hecho. Siempre existió la tendencia Slow en la cultura: los hippies, los románticos, los trascendentalistas. Pero en los últimos años la sociedad ha llegado a un punto de quiebre. Con la globalización de la economía, que implica más presión, más estrés, más prisa, y el boom de la informática, entramos en una era donde sobra velocidad y necesitamos todos reaprender el arte de ralentizar.

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