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Lunes, 22 de marzo de 2010

ENTREVISTA A LA ESCRITORA ALEMANA KATJA LANGE-MüLLER

“El escritor es un pescador de cosas que se mueren”

En la Argentina sólo se publicaron dos de sus novelas: Los últimos y Ovejas feroces, ambas notables. Criada en Alemania oriental, Lange-Müller deja expresar en su obra una ironía feroz para tensar las cuerdas de las contradicciones humanas.

 Por Silvina Friera

La escritora que fue una especie de “francotiradora clandestina” de la literatura alemana, la oveja negra de una familia comunista disciplinada hasta la náusea por los mandatos de Moscú, acusada, como tantos otros “descarriados” o simplemente escépticos, de “traidora a la causa del socialismo”, tiene un aire a la narradora linotipista de una de sus novelas, Los últimos, la primera editada en el país por Adriana Hidalgo. Katja Lange-Müller es considerablemente robusta y alta. Quizá porque no sabe bien qué hacer con tanta exuberancia –sobre todo a lo largo–, su cuerpo se inclina cuando camina por el hotel de Recoleta. Antes de que la escritura se instalara como una opción definitiva en su vida y comenzara a publicar su impactante obra narrativa, la inquieta muchacha nacida en 1951 quiso probarlo todo. A los 16 años la expulsaron del colegio por “conducta antisocialista”. No le importó. Ejerció el oficio de tipógrafa –-compaginaba textos que la aburrían sin saber que estaba, entonces, entre bostezo y bostezo, ante un mundo en extinción–; la atacó, además, el virus del periodismo y fue redactora del Berliner Zeitung. En las escalas de esa experimentación vital probó como utilera en la televisión germano– oriental, vivió un año en Mongolia, donde trabajó en una fábrica de tapices, y fue enfermera en una clínica psiquiátrica de Berlín, hasta que en 1984 decidió exiliarse y cruzó al otro lado del Muro. En esa clínica comenzó a escribir “como una manera de terapia, para descargar mi ira –recordaría años después–, no podía contarle ni siquiera a mi peluquera lo que se vivía en ese loquero”.

Como en su literatura, donde parece imponerse un secreto que necesita revelarse, al menos es lo que se vislumbra en las dos novelas publicadas hasta el momento en la Argentina –Los últimos y Ovejas feroces (también por Adriana Hidalgo)–, la escritora alemana, que se presentará mañana a las 20 en el Instituto Goethe (Corrientes 319) y dialogará con Gabriela Massuh, confesará al final de la entrevista con Página/12 que para ella el comienzo de la literatura fue con Borges, quien le enseñó a escribir con concisión. Lange-Müller no se ha cansado ni se cansará de pregonar a favor de la síntesis: “¡Si sabés ser lo suficientemente preciso, ya te puedes ir olvidando de escribir novelas largas!”. Ese es su leitmotiv, su caballito de batalla. Y una ironía feroz para tensar las cuerdas de las contradicciones humanas.

En Los últimos, que transcurre en Alemania oriental, hay un desopilante y trágico cuarteto de tipógrafos que trabajó en la imprenta de Udo Posbisch, hasta que un día el dueño desapareció y la policía clausuró el negocio. Todos ahogan sus penas con aguardiente; son, en cierto modo, los desechos de un sistema que, aunque los protege, tarde o temprano los terminará expulsando. Manfred, que estuvo en la cárcel, escucha voces y les contesta en el mismo idioma; Fritz, acaso el más estrafalario, guarda en formol a su hermano gemelo; Willi, que no habla con nadie, concentra el gran enigma, y la narradora es una alcohólica crónica y una obrera torpe que amó a una mujer, que nunca la quiso, con tanta mala suerte que “su amor a primera vista”, una planta llamada gloxinia, es “aniquilada” por otra planta que le regaló ese viejo amor, “una calceolaria de la familia de las escrofulariáceas, que se extiende como una plaga desde Colombia hasta la Argentina”. Ni el reino vegetal está exento de la paranoia atávica del régimen. Se ríe la escritora alemana cuando se le recuerda el detalle de que por la “planta asesina” aparece mencionado nuestro país. “Está biológicamente comprobado; no soy tan animal como para que venga un biólogo y me diga que puse una barbaridad”, confirma.

–Hay una escena en Los últimos en la que un policía le dice a la linotipista: “usted tiene suerte de que no estemos en el Oeste, donde los fracasados terminan en las alcantarillas”. ¿Los “fracasados” tenían más posibilidades en un régimen comunista?

–Es muy interesante. Hace poco estuve en los Estados Unidos, cerca de Ohio, con los amish –los menonitas–, y me di cuenta de que son muy parecidos a las personas que teníamos en la Alemania oriental. Me recordó a esas sociedades biológicas, de hormigas o de abejas, hiperorganizadas, donde todo está estructurado. El ideal de estas sociedades es el promedio; no llamar la atención ni por lo bajo ni por lo alto. Saber un poco menos siempre es mejor que saber un poco más. Fracasar es un poco más tolerado que en las sociedades capitalistas, donde la eficiencia y el rendimiento son lo más importante. Las sociedades socialistas quieren por un lado nivelarte, pero siempre encuentran un lugar para insertarte. Las sociedades capitalistas, supeditadas a la eficiencia, generan muchos más desplazados que el socialismo. Dentro de una sociedad constituida, la persona minusválida que no se integra se convierte progresivamente en un problema. La gran paradoja está en que nuestras sociedades capitalistas cada vez van prescindiendo de más gente, y a medida que prescinden de más gente, la producen más. El sistema expulsa cada vez más. Precisamente el hecho de que el socialismo pudiera contener a estas personas fue una de las causas de su fracaso, porque ocuparse de alguien es caro.

–El modo en que uno de los tipógrafos cuenta su historia, secretamente a través de las páginas de La montaña mágica que él imprime, ¿implica para usted que la literatura es el único espacio de libertad en sociedades opresivas?

–Esto es lo que se llama normalmente “el lenguaje del esclavo”: cómo se logra hacer entender algo sin que se entienda. Esto es típico de todas las situaciones represivas. Se trata de un truco plebeyo que se remonta a los orígenes de la literatura y que tiene que ver con la construcción de los mitos, pero también con la necesidad de expresar algo que está prohibido expresar. Por otro lado, detrás de la cábala también se esconde una noción parecida; en una cierta combinatoria de letras y palabras está el nombre de Dios, que no se puede nombrar. Algo parecido hay en toda la doctrina de Confucio. En el libro hay una cita de Confucio: la ventana y la puerta son los huecos de la pared. Todo lo que hace Willi es apelar a este lenguaje del esclavo. Lo más importante es que el no decir sea más importante que lo que se diga. Es típico cuando hay dos interpretaciones sobre un libro que uno le diga al otro “yo lo entendí así” y entonces el otro le pida que le diga dónde está. No sabe dónde está, pero está. Esta generación del malentendido es el lenguaje del esclavo, el lenguaje del escritor.

–En la novela hay una melancolía muy soterrada por un oficio y un mundo que se están perdiendo. ¿Esa melancolía pertenece al orden de su experiencia como tipógrafa o al de la escritura?

–Sobre esta diferencia, si esa melancolía corresponde a cuando era linotipista o al momento en que escribí la novela, diría que el escritor es una especie de pescador de cosas que se mueren, que se pierden. Recién cuando escribí la novela se me hizo claro que la muerte del linotipista era la verdadera muerte de la Galaxia Gutenberg; que en realidad lo que se estaba muriendo era el oficio del libro. Si hay una melancolía y una sensación de muerte es porque esa galaxia de 500 años verdaderamente se estaba muriendo. Entre el monje que escribía y dejaba un manuscrito o el producto libro actual no hay mucha diferencia; es más o menos materialmente lo mismo. Pero entre el libro y la pantalla hay un salto enorme. Creo que los libros se van a terminar leyendo en pantalla.

La historia de Ovejas feroces comienza en 1987 cuando una inmigrante de la República Democrática Alemana, Soja, en el Berlín occidental, se cruza con Harry, un adicto que intenta rehabilitarse y tiene en su haber algunos años en la cárcel. Amor tóxico, relación trunca y al final un “legado”, un cuaderno que escribió Harry, con exactas 89 oraciones y ni una sola línea en que mencione a Soja, como si ella jamás hubiera existido, que obliga a la narradora a repasar su vida en pareja hasta el último detalle. En las vísceras de esta narración también hay un misterio que se revelará promediando la novela. En un momento complicado la protagonista esgrime el nombre de su madre para zafar. La escritora alemana es hija de Ingeburg Lange, funcionaria del Partido Comunista y durante mucho tiempo cabeza del Departamento de la Mujer en el Comité Central. “La madre de Soja era una mujer de enorme presencia política, permanentemente interesada en la paz mundial, en los conflictos sociales, en los problemas del mundo, pero que no tenía una sensibilidad con sus propios hijos”, dice la escritora. “Soja no sabe que está imitando a su madre en su afán por querer manejar a Harry y arreglarle su vida. Todos sabemos que siempre nos faltan los medios necesarios para lograr lo que queremos; por eso somos tan nostálgicos. Si no hubiera nostalgia, no habría hijos. Inserto estos elementos biográficos como si fueran un espasmo, o esas moscas que se cristalizan en el ámbar y quedan ahí; son como islotes que van conteniendo todo. Y me fascina constatar que a pesar de la distancia y del idioma esto funciona.”

–¿Su madre leyó alguna de sus novelas?

–La relación con mi madre no fue por cierto muy buena. Creo que leyó mis novelas, pero para mi madre la literatura es algo absolutamente prescindible. El criterio que le importa a ella es si uno tiene o no éxito.

–¿Pero su madre no fue una dirigente importante de Alemania oriental? Se supone que el criterio del éxito es más propio del capitalismo, ¿no?

–Precisamente esa contradicción la empecé a ver muy temprano: cómo alguien que estaba tan concentrada en su carrera, en tener éxito y avanzar podía conjugar eso con los ideales del socialismo. Eso nunca lo entendí. Fue la desmesura de la ambición de mi madre de querer llevar adelante su carrera la que me alertó que eso que estaba viendo en casa no tenía nada que ver con los ideales del socialismo; por lo cual me convertí en una escéptica muy pronto y empecé a entender el mundo. Cuando uno es chico no tiene uso del lenguaje, pero esta contradicción se siente de manera muy poderosa. El registro y la conciencia de estas disonancias, discrepancias, desarmonías, los elementos teatrales de puesta en escena, esa cercanía de la mentira, son los que terminaron por hacerme escritora, porque la literatura está llena de estas disonancias.

–¿Qué significaba ser “traidor a la causa del socialismo”?

–Era una frase muy repetida en Berlín, en los años ’80, que es el momento en el que transcurre la historia de Harry y Soja. Es ese Berlín que no existe más; un Berlín todavía con esa rémora del ‘68, de esa vieja izquierda que a los que nos cruzábamos del otro lado nos decían: “Ustedes, ¿por qué se vinieron de allá?”, “qué están haciendo acá”. Lo decían como un reproche, como si fuera una pose teatral. Era algo común para calificarnos a nosotros, que habíamos abandonado el paraíso para llegar al infierno. Era una frase muy típica de la época; pertenece a esa izquierda trasnochada, que se reunía en los cafés y me explicaba a mí cómo era el socialismo; me decían esto es así y asá. Y aunque habían estado a lo sumo dos o tres veces del otro lado, te contaban la precisa. Ese Berlín occidental de los años ’80 era una isla en la que estaban todos los que no servían para nada, los que no querían hacer el servicio militar y los desencantados de la política, que creían saber más del socialismo que nosotros que lo habíamos padecido. Ese era el Berlín maravilloso de los años ’80, una enorme comuna estudiantil, donde todo era posible.

–¿Qué escritores la acompañan cuando escribe?

–Hay quienes me acompañan siempre, pero también tengo acompañantes ocasionales. Entre los que me acompañaron circunstancialmente, uno de los más importantes fue Borges. Empecé a leerlo muy tempranamente, tendría 18 o 19 años. Fue una de las mejores experiencias de mi vida, una de las grandes enseñanzas literarias. La escritura de Borges alude a una enorme tradición; es la punta de un iceberg con una frondosidad y generosidad invisible. Esa generosidad invisible era lo contrario de las experiencias de la nada, de la carencia de Alemania oriental. A veces tengo la sensación de que alguien leyó una historia chiquita, finita, toma una pajita, sopla y la convierte en una historia de 800 páginas. Borges es todo lo contrario al artificio del barroco y nosotros teníamos solamente un barroquismo inútil. Borges era la concentración de la expresión mínima, pero con la mayor fuerza posible. Para mí Borges fue el comienzo de la literatura. Se debía escribir con esa concisión. Toda literatura tenía que escribirse así. Por eso el grado mayor de la prosa para mí no es la novela; es el cuento.

Como dos embudos que barren a los turistas que entran y salen del hotel, los ojos azules de Lange-Müller, cansados de ese incesante ir y venir, se detienen en esta cronista. Sus labios carnosos ensayan una sonrisa. “Ya te dije todo”, dice la escritora a modo de despedida.

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Lange-Müller se presentará mañana a las 20 en el Instituto Goethe, donde dialogará con Gabriela Massuh.
Imagen: Bernardino Avila
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