Martes, 1 de junio de 2010 | Hoy
OPINIóN
Por Diego Fischerman
Si se llega a Buenos Aires desde el extranjero, el primer contacto es con el nombre con el que fue bautizado el aeropuerto. El así llamado “ministro Pistarini” –lo fue de Justo y Perón y desde ese gobierno promovió la construcción del actual aeropuerto de Ezeiza– tenía como antecedentes haber sido el gestor de la compra de armamentos a Alemania, durante el gobierno de Uriburu, y haber sido condecorado con la Cruz de Hierro por el Tercer Reich. Luego de abandonar el modesto aeródromo local, se circula por una autopista que porta dos nombres, Tte. Gral Riccheri y Luis Dellepiane. El primero fue el creador del servicio militar obligatorio y el segundo comandó la policía durante la Semana Trágica.
Ya en la ciudad se verá cómo cada escaramuza en el barro (uno podría imaginarse, más que batallas, picaditos de cinco contra cinco), cada cabo o alférez tiene su calle o su plaza, mientras Enrique Mario Francini, Lucio Demare, Osvaldo Fresedo, Julio De Caro, Juan Carlos Castagnino, Leónidas Barletta, Roberto Mariani, Adolfo Bioy Casares, Silvina Ocampo, Bernardo Verbitsky, Atahualpa Yupanqui, Enrique Molina, Oliverio Girondo, Edgar Bailey, Enrique Wernicke, Manuel Castilla, Gustavo Leguizamón, Bernardo Kordon, Astor Piazzolla, Alberto Ginastera y muchísimos otros artistas carecen de recordatorio alguno. Sería, desde ya, engorroso, ponerse a cambiar nombres de calles y autopistas a lo loco –aunque algunos cambios no vendrían del todo mal–, pero lo importante es reparar, simplemente, en cómo un país se cuenta a sí mismo. O mejor, en cómo lo cuentan sus gobernantes. No es lo mismo mostrar a las visitas el baño o la colección de corbatas que la biblioteca. En lo que se muestra –en lo que se nombra– y en el orden en que se lo hace, descansa ni más ni menos que la escala de valores de quien se exhibe.
No es original remarcar hasta qué punto fue el ejército argentino –un ejército intrascendente y de logros muy menores, incluso para su propio sistema de valores– el que contó y nombró a la Argentina con una nomenclatura aún vigente. Sí, tal vez, hacer hincapié en que el pasado Bicentenario, en cuyos festejos el arte, en muy diferentes manifestaciones, fue central, significó tal vez la primera vez en que la Patria, esa entelequia, fue contada –por decisión gubernamental, mal que les pese a muchos– a través del arte. Es decir, ni más ni menos que con lo único –junto a ciertas ramas del deporte y la ciencia– en lo que la Argentina se ha destacado. Uno podría imaginarse perfectamente un mundo sin Riccheri o sin Cachimayo. Seguramente nada cambiaría en ninguna parte sin esos pequeños pliegues en el espacio-tiempo aún más insignificantes que la mariposa de Bradbury. Pero, claramente, un mundo sin Troilo o sin Roger Plá, sin Spilimbergo o sin Hugo Díaz o sin Juan Carlos Paz, sería otro mundo. Un mundo peor. La Argentina no existe por sus militares, eso es ya claro, sino por sus intelectuales y creadores. Y los festejos del Bicentenario, aun el torpe acto político/farandulero que el ex presidente de Boca devenido alcalde pergeñó a costa de la reinauguración del Colón, lo pusieron en escena. No hubo discursos escolares, no hubo declamaciones (o no las hubo en exceso), no hubo mito de la Patria. Hubo arte en las calles.
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