Lunes, 7 de junio de 2010 | Hoy
EL LIBRO BANANAS: EL DESTINO DE LA FRUTA QUE CAMBIó EL MUNDO
“Tengo que decir que hoy como muchas menos bananas que al comenzar mi investigación”, dice Daniel Koeppel, que arrancó por la presencia del fruto en la cultura para terminar con una historia de revoluciones sangrientas y peligro de extinción.
Por Facundo García
Las bananas podrían estar a punto de terminarse. Así lo afirma Daniel Koeppel, autor de Bananas: el destino de la fruta que cambió el mundo (Pengüin). Y suena raro, pero no debería: si se extinguieron los dinosaurios, ¿qué queda para una especie que enfrenta la amenaza combinada de pestes y licuadoras? Partiendo de ese diagnóstico, el investigador estadounidense –columnista de The New York Times Magazine y Popular Science– reconstruyó la historia política, económica y cultural de un objeto omnipresente en la sociedad moderna; y se animó a confesar a Página/12 algunos detalles de su alargada pasión.
Hay Banana Split, Bananas en pijamas, “Ritual de la banana”, bicicletas con asiento banana, bananas en discos de Velvet Underground, bananas inflables. Se usan en películas porno y también en films de alto vuelo, como el clásico que dirigió Woody Allen en 1971. Está la banana con dulce de leche, el licuado de banana y los docentes que enseñan a ponerse un preservativo usando bananas. No hay, literalmente, ningún rincón donde la fruta amarilla no se haya colado. De hecho podría relatarse buena parte del devenir latinoamericano si se glosaran las miserias que trajo a estas tierras el cultivo del plátano (“plata-no”, vaya nombre). No obstante, Koeppel tiene sus propios motivos para interesarse en el tema: “Estamos hablando de uno de los elementos más fascinantes con que los humanos interactúan”, se entusiasma. “Aparte, tiene una enorme tradición, porque hacemos este cultivo desde hace más de diez mil años.”
Hay que decirlo. Una de las primeras asociaciones que el aprendiz de bananología hace tiene que ver con el falo. La comparación no es nueva, como sabe cualquiera que haya visto a su tío usando cotillón en un cumpleaños de quince. Ya en la era victoriana (1837-1901), los manuales de etiqueta recomendaban a las damas comer la fruta en pedacitos, cosa de “no perder la decencia”. Eso impulsó a algunos comerciantes a ofrecer el producto cortado –¡ay!– en rodajas. Desde luego, se puede ir todavía más atrás. Koeppel se remonta a través de distintas traducciones bíblicas para insinuar que, de acuerdo con los textos más antiguos, el alimento prohibido del Edén no era una manzana sino otro vegetal más sugerente, de forma tubular y gruesos filamentos. A algunos sacerdotes la idea les repugna. A otros no tanto.
Y quién no se ha reído con el gag del tropezón. Mostrar a alguien que va caminando, pisa una cáscara resbaladiza y se desparrama por el suelo ya era un clásico del vaudeville cuando Buster Keaton usó el recurso en The High Sign (El Guardaespaldas, 1921). Laurel y Hardy, por su parte, retomaron la idea en The Battle of the Century (La batalla del siglo, 1927). Esa recurrencia hizo que el chiste se desgastara pronto. Tal es así que Koeppel rescata el diálogo que en los años treinta mantuvo el guionista Charles MacArthur con otro especialista en porrazos, Chaplin. “¿Cómo hago –consultó MacArthur– para que una gorda cayéndose siga siendo graciosa? ¿Muestro primero la cáscara, luego a la mujer acercándose y al final la caída? ¿O al revés, muestro primero a la mujer, después la cáscara y por último la caída?” El genio respondió: “Nada de eso. Mostrá la gorda viniendo. En segundo lugar, la cáscara. Más tarde, la mujer y la cáscara en un mismo plano. La mujer esquiva la cáscara, pero sale de la pantalla porque mete la pata en una alcantarilla y se hace pelota”.
Para la Real Academia Española, “banana” proviene de una voz congolesa. Otras fuentes señalan que desciende de un vocablo árabe que significa “dedo”. Cualquiera haya sido su nombre original, hay evidencias de que ya se cultivaba en el sudeste asiático hace cinco mil años. De ahí se expandió a la India y a Africa. Dice Koeppel que el primero en traerla a Occidente fue Alejandro Magno; y que llegó a América recién en 1516 gracias al sacerdote Tomás de Berlanga. La locura se desató, sin embargo, a fines del siglo XIX, cuando una melange de empresarios, mafiosos y aventureros presentó la novedad en el mercado yanqui. Desde que la compañía United Fruit –hoy Chiquita– inició sus negocios non sanctos con las oligarquías latinoamericanas, los abusos aumentaron. García Márquez lo describió en algunos pasajes de Cien años de soledad, haciendo hincapié en la violencia que soportaban los trabajadores de las plantaciones. Pero la realidad era todavía más conmovedora, y también abundaba en toques dignos del realismo mágico. Mientras los estadounidenses seguían aumentando la demanda –actualmente el consumo de bananas allí supera al de las naranjas y manzanas juntas–, los “países bananeros”, previsiblemente gobernados por gorilas, sufrían golpes y torturas. Entre las víctimas hay que incluir a Guatemala, Costa Rica, Ecuador y por supuesto Honduras.
“La genialidad de esas compañías fue haber conseguido una pátina positiva, escondiendo lo que había detrás. No es que me sienta ‘culpable’, pero tengo que decir que hoy como muchas menos bananas que al comenzar mi investigación”, confiesa el entrevistado. Los datos son contundentes. En el siglo XX hubo más de treinta intervenciones del ejército norteamericano en Centroamérica, muchas de ellas impulsadas por multinacionales del ramo. Sólo un botón de muestra: Koeppel destaca que en 1911, el millonario bananero Samuel Zemurray decidió que no le gustaba cómo era Honduras y contrató a unos gangsters para invadirla. Lo consiguió e instaló en la presidencia a Manuel Bonilla, imponiéndole sus condiciones. Cualquier acto de rebeldía se encontraba con respuestas sangrientas por parte de los gobiernos estadounidenses. En el libro se recogen declaraciones de Jefferson Caffery, embajador en Colombia durante los años veinte, quien tras el asesinato de una multitud envió un telegrama a Washington en el que sostenía “tener el honor de reportar” que la United Fruit le había informado que “los huelguistas muertos eran más de mil”. “Por eso –se sincera el escritor– no me sorprendí al oír las noticias sobre Honduras. Si te interesan las bananas, sabés que los golpes de Estado ahí son moneda corriente. Lo primero que me pregunté es si estas firmas estarían involucradas. La verdad es que no lo sé, pero sí sé que si allá hay malas condiciones laborales, daños climáticos y todo lo demás es en gran medida por ese modelo de producción.”
El texto –que ha sido recomendado por el economista neokeynesiano y Premio Nobel de Economía Paul Krugman– subraya la posibilidad de que las bananas desaparezcan. En la actualidad, prácticamente todas las plantaciones son del tipo Cavendish, y existe un hongo –“la enfermedad de Panamá”– que no tiene cura y está produciendo un verdadero desastre. “La mala noticia es que no se ha encontrado solución”, adelanta Koeppel. “La buena es que el problema aún no ha llegado a Latinoamérica. Y lo loco es que hay cientos de bananas diferentes, y tendríamos que preguntarnos por qué se sigue confiando en una sola variedad.” El monocultivo provoca desertificación y empobrecimiento general, “y ése es el origen de estos problemas biológicos, culturales y políticos”.
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