OPINIóN
› Por José Pablo Feinmann
La ficción es una construcción que el escritor hace de la realidad. Le otorga un sentido que ésta no tiene, aun cuando la exprese fragmentada, quebrada, ininteligible, carente de todo posible sentido. Siempre el texto que escribe es una organización de los hechos que los hechos no tienen. La realidad no existe en tanto construcción totalizada porque precisamente su característica es un fluir constante en distintas direcciones que son imposibles de apresar por completo, pues su característica es la huida, la no homogeneidad, la dispersión. No es posible apresar todas las caras de la realidad. Así, cualquier texto elige fragmentos y da forma a la suya propia, a la que ofrecerá al lector. El arte –aun cuando intente expresar el sinsentido– opera sobre la realidad, arrancando de ella algo que en ella no hay. De este modo, aun la expresión del sinsentido, de su carencia, de la disgregación, de la permanente destotalización, implica siempre una hermenéutica de lo real, una interpretación, una re-creación, algo que en la realidad no existe.
El periodismo intenta reflejar la realidad y entregar al lector los hechos “tal como son”. (Igual, el periodista entrega a su lector una organización frecuentemente “ideológica” de los hechos, algo que responde a su punto de vista y, más aún, al de la empresa para la que escribe. Pero éste es otro tema.) La ficción asume que nada tiene que ver con los hechos “tal como son”, sino que procede a construir “otra realidad”. La realidad del texto ficcional. Por decirlo de un modo contundente: el periodismo dice que lo que dice es “la verdad”. La ficción confiesa (orgullosa incluso) que miente. Todo escritor de ficciones es un gran mentiroso e incluso lo que admiramos de él es su capacidad para mentir, eso que llamamos su “imaginación”. De aquí que sea absurdo acusar a alguien de lo que de él aparece en una ficción. El responsable de la ficción es el escritor. Los personajes –reales o ficticios– que aparecen en ella son eso: personajes, no personas. Personajes de una ficción que el escritor (de ficciones) ha tramado; tal es su oficio, tal es su arte.
Voy al grano: mi nota del domingo 20 de junio es una pura ficción. Es literatura. Ya lo anuncia su título, que es bellísimo porque es de Manuel de Falla, no mío: Noches en los jardines de España. Pero fue mía la decisión de elegirlo como un homenaje al país en que la acción se desarrollaba y a la nacionalidad del hombre al que quería homenajear, aunque lo transformara en un personaje al incluirlo en una trama ficcional. Nada de lo que se dice en esa nota pertenece a la realidad, porque se trata de un texto literario. Supongo que se sabe que soy un escritor de ficciones. Mi homenaje debía incluir al homenajeado en un mundo que era, sin duda, el suyo, pero que se construía a su alrededor como una trama que también nacía en su homenaje, que entregaba a la realidad un sentido que la realidad no podía tener. Porque aunque no haya cosa que un ser estupendo como Antoni Traveria no merezca, lo cierto es que la realidad no existe en homenaje suyo, ni tampoco por él y para él. Por todos los santos y demonios de este mundo, ¡salvémoslo de algo así! Lo que ha sido hecho, construido ardua y obsesivamente para Toni, ha sido la ficción en que se lo incluyó. Todo lo que él diga en ella no lo ha dicho en la realidad: lo dice en mi ficción y como personaje mío. Si bien en las películas suele leerse: “Toda coincidencia con personas vivas o muertas es fruto de la casualidad”, eso no me satisface a mí. No es casual que yo haya tomado a Toni como personaje de mi texto literario, de mi texto ficcional. Lo hice para homenajearlo, porque lo admiro, lo quiero, porque es mi amigo. Sólo que dentro de ese texto Toni Traveria es mi Toni Traveria. De él y de sus palabras yo soy responsable porque él es mi personaje. Justamente porque no es real es que yo valoro ese texto. Oigan: todo es una macana. Pero si esa macana llega a ser literatura, qué gran macana será, qué superior a la mera realidad, a los meros hechos, a la tosca verdad que vaya uno a saber dónde se encuentra, quién la tiene si es que alguien la tiene o quién tiene el poder de construirla y venderla día a día a través de los medios. Aunque, quién no lo sabe, lo que vende es su verdad, no la verdad.
La verdad del texto literario no existe. O existe en otra parte. Ante todo, en sí mismo. Porque hay una verdad del texto. Pero esa verdad sólo remite a su trama autónoma. Todos los seres que figuran en Noches en los jardines de España son ficcionales, han entrado en el mundo de la literatura. Ese mundo (y ésta sí que es una posición fuerte) es, ante todo, el del autor del texto. Porque yo –como partícipe de la filosofía del sujeto– no creo que el autor haya muerto. El autor existe y es el gran tramoyista de una realidad que –antes de su texto– no existía. ¿Saben cuál es el sinónimo más directo de tramoyista? Embaucador. Si el autor, con su texto, ha conseguido llevarlos a ciertos climas que los sorprendieron, si esa salida del restaurante y el recuerdo de la pieza del perezoso maestro Manuel de Falla, con su título que casi huele a imprevista primavera, los metió en algo inesperado, les hizo sentir (a veces más realmente que la misma realidad) la belleza de un instante, la fugacidad de lo eterno (que así se manifiesta: de a poco, fugitiva, efímeramente, por secretas hendijas tal como el Mesías de Benjamin), el sentido del texto habrá alcanzado su plenitud. Ningún personaje (aunque cargue con el nombre de una persona real) es responsable de lo que dice en una ficción, ni podremos saber jamás si lo dijo. Porque el que habla por su medio y el que lo hace hablar es el autor del texto. Mi texto organizó un mundo, una realidad ficcional para un personaje al que, en la realidad, quiero como a pocos. No sé –a esta altura de los tiempos, de la vida– a quién aún le dedicaría todo un texto. Cada vez me quedan menos. O se mueren o algo peor: se convierten al neoliberalismo. No así Toni. Seguirá siendo Toni hasta el último aliento. En la misma vereda, plantado en sus mismas convicciones. Por eso –los que tenemos la dicha de ser sus amigos– lo queremos tanto.
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