Jueves, 22 de julio de 2010 | Hoy
OPINIóN
Por Claudio E. Benzecry *
Aquellos que han comprado entradas o abonos para la primera temporada del Colón reabierto se han encontrado con un aumento de precios notable. Aunque quizá lo más llamativo sea la desproporción con la que el aumento se ha aplicado a distintas ubicaciones de la sala. Un informe que circula entre melómanos furiosos da cuenta de que la platea del Gran Abono de la Opera (la más cara) aumentó un 144%, mientras que el paraíso de pie (la entrada más barata) se incrementó en un 733%. Estos números, de por sí contundentes, comparan la temporada 2010 con la 2006, la última temporada completa intramuros. ¿Pero qué pasaría si nos remontásemos aún más atrás?
A pesar de las imágenes que lo presentan como “el privilegio de unos pocos”, el Colón se ha caracterizado desde sus comienzos por mantener la ambivalencia entre las fuerzas que lo pensaban como un espacio de elite, aquellas que impulsaban un ideal civilizatorio y las demandas plebeyas por acceso. Ya en 1884, poco antes del cierre del primer Colón, el Congreso de la Nación exigió al empresario que redujera los precios de paraíso y cazuela (entonces sólo para mujeres). El intento de 25 familias patricias aliadas a un empresario en 1893 por construir un Colón más exclusivo, con títulos de propiedad y derechos usufructuarios casi de por vida, fracasó, y la construcción del teatro fue llevada a cabo gracias al Estado Nacional y la municipalidad. En 1906, el Estado municipal les quitó el control de la admisión a los empresarios y las familias patricias al imponer un impuesto por el cual se obligó a vender las entradas en boleterías. La escala de precios de la primera temporada, en 1908, mostraba que las entradas más caras eran entre 75 (paraíso) y 50 (cazuela) veces más onerosas que la más baratas. Por el contrario, en los precios actuales la diferencia es sólo de entre 15 y 30 veces. Las entradas solían costar la mitad de un ticket para el cine; ahora valen el doble.
Esta tensión fundante se ha mantenido a lo largo de toda la historia, limitando de alguna manera las intervenciones de cuño más populista. Cuando el peronismo organizó conciertos para los sindicatos, tanto como festivales y sainetes, mantuvo el respeto por el simbolismo y la etiqueta en las funciones de gala, el subsidio estatal y la escala de precios para los abonos de gala. Ni siquiera la dictadura, que marcó a sangre y fuego tantas otras instituciones culturales, se atrevió a llevar a cabo un proyecto exclusionista, que privara de acceso a los sectores medios bajos.
Lo que aquellos que pergeñaron la nueva medida quizá no comprenden es que al aumentar estas localidades de modo desigual atacan directamente una de las razones por las cuales el Colón es especial: que el 20 por ciento de sus localidades son entradas baratas de a pie (500 sobre un poco más de 2500 localidades, aunque solía haber 120 más detrás de las plateas antes de Cromañón). En aquellas noches en las que el teatro no está tan completo, esos 500 melómanos son casi un tercio del público. En comparación, el Met de Nueva York sólo tiene 175 lugares similares; la Scala de Milán tenía 200 reconvertidas recientemente en 139 asientos a precio de parado; la Opera de San Francisco tiene 200 localidades, mientras que la Opera Bastilla tiene sólo 62 y la Opera de Chicago ninguna. Un teatro comparable con el Colón es la Opera Estatal de Viena, con sus 567 entradas de parado, incluyendo 124 detrás de las plateas.
En un reportaje publicado en La Nación el 25 de noviembre de 2009, García Caffi declaró: “Y le juro que yo mismo he estado haciendo números para que los incrementos no sean injustos o desmedidos; de hecho, hemos aumentando en mayor proporción las localidades más caras para casi no tocar las más bajas”. La afirmación es cierta si nos atenemos a la relación entre plateas y cazuelas de sentado. Por el contrario, si agregamos al 20 por ciento de entradas históricamente ocupadas por estudiantes, jubilados y melómanos de menores recursos, su veracidad cae por su propio peso. El Colón ha tenido una larga historia en el que ha sido representado como el espacio de una elite socio-económica, como quisieron en 1893 unas 25 familias. Sería una pena que en el 2010 el gobierno porteño estuviera dispuesto a hacer de esa imagen repetida, pero no por eso menos engañosa, una triste realidad.
* Doctor en Sociología por la Universidad de Nueva York y profesor de Sociología en la Universidad de Connecticut.
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