JUAN LUIS GUERRA HABLA DE ASONDEGUERRA
El dominicano no les teme a los cambios, como lo demuestra su flamante álbum, donde incluyó sonidos orientales y orientación jazzística.
› Por Facundo García
Muchos lo recuerdan tal como se mostraba al principio, con ropa de colores y un par de hitazos que quedarían sonando. Treinta años después de lanzarse al ruedo con sus 440, Juan Luis Guerra se ríe un poco cuando mira atrás. “Aquellas camisas que usaba... ¡eran la moda Versace antes de Versace!”, bromea ante Página/12. En el camino, el dominicano consiguió que la bachata transmutara en fenómeno mientras se afirmaba en otros ritmos, como la salsa y el merengue. En su último disco, AsondeGuerra –que vino a presentar en visita promocional–, remarca los trazos de su estilo y deja entrever a un artista que a pesar de haberse vuelto parte del paisaje latinoamericano no le tiene miedo al cambio. Será porque a esta altura, con catorce placas editadas y varios premios internacionales, está más allá de las cárceles estéticas adonde suelen confinarse los artistas masivos. “Yo me abro a lo nuevo. Ahora mismo estoy escuchando a Spinetta, también a Gieco y a los Babasónicos. Obviamente, a Fito y al querido Cerati los sigo desde hace mucho, igual que a Dino Saluzzi. Y a Alberto Ginastera, claro”, asegura el caribeño, que podría regresar al país muy pronto para concretar un par de conciertos. Pero un momento: ¿mencionó a Ginastera? ¿Música académica argentina? “Sí –comenta él–, en Santo Domingo Ginastera tiene admiradores y hasta lo tocan las orquestas.” Si uno sigue tirando de ese hilo melómano, descubre que Guerra es un espíritu ciento por ciento musical. No es para menos. Se graduó en composición de jazz en Berklee y –tras sacudir el mercado latino varias veces– se ha estabilizado como un hombre definido por la fe y el amor a los sonidos. En el mapa de su mente siempre hay un desfiladero que desemboca en Dios, en una melodía, o en ambas cosas simultáneamente.
–¿Cómo influyó la música académica en su arte?
–Lo que más me influyó es la actitud que tenían determinados compositores frente al trabajo. Uno va siguiendo su rastro y descubre que no se daban por vencidos, que en cada obra llevaban un poco más allá su propia búsqueda de excelencia. Cuando escucho las Variaciones Goldberg, los Conciertos Brandenburgueses, La pasión según San Mateo de Bach, o la Primera Sinfonía de Brahms, siento que me llega toda esa fuerza y ese deseo de buscar la superación. Como si ellos siguieran ahí, invitándote a seguir intentando.
–Usted se ha convertido en un cristiano muy creyente, y Bach era un hombre que firmaba sus partituras con las iniciales SDG, por “Soli Deo Gloria”, que significa “La gloria es sólo para Dios”...
–Fíjese que Bach tal vez haya sido el músico más grande de todos los tiempos, y fue él quien nos enseñó que “la finalidad de toda música era alabar a Dios y enriquecer el alma”. Nunca dejó de perseguir ese objetivo y creo que es un maestro a seguir. Por eso, humildemente, me esfuerzo más ahora que tengo 53 que a los 30.
–En AsondeGuerra se animó a varios géneros. ¿Cómo se le ocurrió mezclar sonidos japoneses con bachata?
–El tema se llama justamente Bachata en Fukuoka. Fukuoka es una ciudad ubicada en el sudoeste de Japón, donde estuvimos tocando hace poco. A la vuelta, ya en Santo Domingo, quise componer algo para los fans japoneses, añadiendo unos acordes medio rockeros y sonidos orientales.
–En otras canciones también se mandó con detalles raros...
–Me di muchos gustos. En “Lola’s Mambo”, un tema que le dediqué a mi perrita, imité los arreglos que se oían en las orquestas de los ’60 y los ’70. Y en “Cayo arena” usé orquestaciones siguiendo la pauta de tipos como Charles Mingus y Oliver Nelson.
Los melindres jazzísticos no le impidieron a Guerra armar once tracks contundentes, por donde corren vertientes románticas, espirituales y de denuncia. La preocupación por los problemas sociales sigue ahí, y “La guagua” –acaso el ejemplo más certero de esta nueva etapa creativa– propone una metáfora del sistema describiendo un colectivo que promete ir para adelante pero marcha “en reversa”. “Ahí parece que no estuviera diciendo nada, pero creo que digo mucho, porque nos están vendiendo ideas como se vende el boleto de esa guagua. Te juran que van en una dirección, y luego van para la contraria”, define el cantautor.
–Sin embargo, la suya es una crítica optimista. Otras zonas del disco son un poco más oscuras. Por ejemplo, la letra de “La calle”, el dueto que hizo con Juanes...
–Sí, aunque al final predominan la fe y el sentido del humor. Suelo buscar una forma graciosa de retratar lo que percibo. Hice la prueba con “Ojalá que llueva café” y con otros con éxitos como “El Niágara en bicicleta” y “El costo de la vida”, que me dieron grandes satisfacciones. Y lo sigo ensayando. No para criticar solamente o para afiliarme a ningún partido político, sino porque quiero generar mejoras y sé que este oficio es un gran vehículo para eso.
–Como siempre, en el disco hay un par de poemas de amor. ¿Cómo se amalgaman la fe en Dios y la sensualidad de esos versos en la onda de “Burbujas de amor”?
–Dios nos da la facultad de amar, eso no tiene nada de malo. Es cierto que actualmente muchos letristas se inclinan por un nivel de explicitud que no es sutil. Yo voy por lo contrario, por la expresión más poética y hermosa que sea capaz de hallar. Cada vez que siento que me salgo de ese límite, vuelvo para atrás a buscar la palabra adecuada. Mire: al final no soy yo, son las buenas canciones las que les modifican el ánimo a los espectadores y las espectadoras. ¿Qué se desata cuando toco y veo gente que se deja llevar por esa fuerza que hace llorar a algunos y bailar a otros? Ante ese misterio vuelvo a Bach y a aquella idea que él defendió toda su vida: la música sirve para glorificar a Dios y enriquecer al espíritu. De eso se trata.
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