EL UNIVERSO DE CLARICE LISPECTOR EN TRES OBRAS TEATRALES
Más allá de la aparente “no-teatralidad” de sus textos, la escritora ucraniana que pasó la mayor parte de su vida en Brasil provoca nuevas lecturas en tres espectáculos muy distintos entre sí: Cariño, Corazones salvajes, y Muaré.
No es difícil pensar en Clarice Lispector saliendo de los límites de su propio cuerpo. En ese trance suelen encontrarse los personajes creados por la escritora ucraniana que pasó la mayor parte de su vida en Brasil. Se dijo que era una extranjera en la Tierra. No es difícil imaginarla –sombría y luminosa, distante pero frágil– resurgiendo de la muerte, como una extranjera escapando a su propio final. ¿Cómo se llamaría eso? ¿Resurrección? Seguramente ella ensayaría un término más exacto (o hilaría una seguidilla de interrogantes). Incluso lo tomaría como un atrevimiento: una vez se sintió la madre de Dios y el de arriba depositó una rata ante sus ojos, justo el bicho que más aborrecía. A más de treinta años de su muerte –en diciembre se cumplen treinta y tres—, sus palabras tienen igual vigencia que aquellos días en los que surgían rabiosas en su falda, donde se alojaba su máquina de escribir.
En las salas argentinas, los textos de Lispector se transformaron en carne más de una vez. En la actualidad, momento en que gana adeptos, conviven en la cartelera porteña dos obras basadas en textos de su autoría, y una tercera se reestrenará en octubre. Son Cariño, de Mayra Bonard; Corazones salvajes, de Verónica López Olivera; y Muaré, de Natalia López y Marina Quesada. Entre los escritos de Lispector se encuentra un texto teatral, La pecadora quemada y los ángeles armoniosos; no obstante ninguna de esas piezas partió del lugar que sería, lisa y llanamente, el más sencillo. Por eso, quizá como efecto de la no-teatralidad de sus textos (en este caso, novelas y crónicas), en el teatro las palabras de Lispector actúan como foco de inspiración, alimento de creaciones que, sin pretensiones de réplica, adquieren vuelos propios, personales.
Bonard, bailarina, coreógrafa y actriz, dice que parte de Lispector para muchos de sus trabajos, como Grandes amigos. Y el germen de Muaré fue un solo de danza que Quesada, bailarina y actriz, mostró en Barcelona. Así y todo, la relación de Lispector con el teatro no es fácil: exploradora de almas más que cronista de época, pintora enfermiza de mundos internos, ilusionista capaz de jugar con el tiempo de sus sentimientos (de prolongarlos para volverlos palabra); su escritura es descriptiva, subjetiva, ahorrativa en aquello que pide el teatro: datos históricos y sociales, acción.
¿Cómo volver teatro un texto que está exento de lo teatral? Cariño, Muaré y Corazones salvajes responden a este interrogante de maneras bien diferentes. Hay que decir que las dos primeras echan mano a la danza, dato a tener en cuenta si se piensa en cuerpos y mundos interiores. Pero si de realismo se trata, Corazones salvajes, basada en la primera novela de Lispector, Cerca del corazón salvaje, es la más “teatral” de las tres puestas. El “obstáculo y motor” de la obra, cuenta López Olivera, fue precisamente que la novela “no estuviera centrada en lo argumental”. Es decir que “hay hechos que suceden sin que se digan”. Ejemplo: si hay un embarazo, Lispector habla de una mujer acariciándose la panza. Todo es explicado a través de la materia prima de las sensaciones. “Tomamos la novela con sus blancos y la armamos cronológicamente. Los datos que no encontramos los inventamos”, indica la directora.
Cerca del corazón salvaje, editada por Siruela, es una suerte de biografía de Juana, un recorrido por la infancia y el camino a la madurez de una mujer sombría, absorta, en constante diálogo con el universo. La metamorfosis del texto en obra de teatro implicó dos renuncias: a fragmentos enteros (como su infancia) y a la centralización de la historia en la figura de Juana, con el fin de favorecer la participación de Lidia y Octavio, los otros personajes. López Olivera combinó a Lispector con sus lecturas sobre la teoría libertaria del amor libre y puso el ojo en las relaciones entre los tres personajes. El resultado: una enroscada historia de amor.
“¿Has pensado alguna vez que un punto, un punto único sin dimensiones es el máximo de soledad?”, pregunta en un momento Juana. En frases como ésta, el lector de Clarice la reconocerá en la versión teatral. La pieza exprime al máximo los escasos diálogos que ofrece la novela. Y ocurre un hecho curioso: lo que es espeso en la novela, en el teatro puede generar humor. Eso, a pesar de que el halo filosófico de la pregunta de Juana sea el clima de la novela entera. “El teatro es acción y Juana no hace nada”, sostiene López Olivera.
Si Corazones salvajes es un intento por volver acción el mundo interior de los personajes, Muaré toma de la literatura de Lispector su dimensión subjetiva y ontológica y la escenifica. López lo explica claramente: “Nunca buscamos acción. Se trató más de un estar”. Dos mujeres enfundadas en lujosos vestidos se encuentran en el lado B de una fiesta, el sector de los abrigos. Están en el límite, porque no participan pero tampoco dejan de participar. El único contacto con lo que pasa del otro lado no es del todo feliz. Hablan poco, se mueven todo el tiempo. Los movimientos de una son bruscos y cortantes; los de la otra, ondulantes. Ese modo de estar en el mundo –ni dentro ni fuera de él, en esa suerte de limbo– nació de la lectura de Un soplo de vida, el último libro que escribió Clarice, cuando ya estaba al borde de la muerte. Y sobre todo, se inspiró en Angela Pralini, la protagonista de la historia. En un principio, cuentan López y Quesada, directoras e intérpretes usaban los textos de Lispector. “Luego nos despegamos y quedó la sensorialidad del personaje”.
“Clarice me lleva a un lugar sin palabras. Si a partir de ellas tengo que crear con mis posibilidades, no sé qué decir. Y no encuentro en obras de teatro un acercamiento a la esencia de las cosas. Clarice no da por sentado nada”, se explaya Quesada. Según ellas, la hipersensibilidad de Angela implica un extrañamiento, constante signo de interrogación sobre el sentido de las cosas. “Es un ser que está en carne viva y todo es nuevo para ella”, describe López. Es eso lo que quisieron llevar al cuerpo. La búsqueda técnica redundó en “resultados expresivos” (ellas dicen que se mueven desde líquidos, piel y huesos, con sentido dramático). “No queríamos dar por sentado nuestros cuerpos ni movimientos”, resume Quesada. Y así es como acaban cuestionando lo que hay de establecido en su disciplina. “Nuestros movimientos son deformes en relación con el paradigma del cuerpo que conocemos”, cierra. Placer, soledad, extrañamiento. Pero también la pregunta al interior de esas palabras. Eso es Muaré, el mundo que “es siempre de los otros”.
Por último, Clarice se filtra en Cariño por más de un canal. Algunos son obvios, como el comienzo de la obra con una de sus crónicas (que escribió para el Journal do Brasil, aquí editadas por Adriana Hidalgo), “una historia de tanto amor”. El tema es recurrente en Lispector: las gallinas. “Hay una ruptura en la vida de una niña cuando le comen una gallina que es su mascota. Me gusta porque empieza cándidamente pero tiene una cuota de peligrosidad”, sostiene la directora. El juego se abre con una mujer fuerte, voluptuosa, que narra la crónica a dos hombres delgados. La obra, que combina música, danza y teatro, explora todas las posibilidades de relación que existen entre ellos. La sexualidad, la sensualidad, la masculinidad y la feminidad son cuestionadas al calor de un violento intercambio de roles. En cuanto al relato de Clarice, deja su estela en el clima de la obra, que se caracteriza por la ambigüedad. Es que estos “tres jóvenes adentrándose en el mundo adulto” tienen sus experiencias “en un marco cándido” –la escenografía consiste en pasto sintético– “pero a la vez con una sordidez que está por debajo”.
Menos perceptiblemente, Lispector aparece en Cariño en la hermandad entre la poiesis de la escritora y la de Bonard. Clarice sostenía que jamás planificaba sus historias antes de escribirlas. También, que ella misma se sorprendía con las palabras que llegaban. Esa simultaneidad entre el sentir y la escritura –el famoso fluir de la conciencia– enamoró a Bonard y es su herramienta para “transmitir una sensibilidad”. Su última obra es por momentos caótica en el buen sentido, porque no se sabe para dónde va y porque no hay una relación explícita o cerrada entre los fragmentos que ocurren. “Me identifico con el recorrido que Clarice traza mientras va escribiendo, con cómo llega a los sentidos que le devuelven las palabras. Yo me guío de manera muy intuitiva: no me interesa lo lineal, lo preestablecido, lo que ya conozco, sino los lugares menos obvios, lo que aparece de manera inconsciente. Tiene que aparecer lo más íntimo de cada uno... de los intérpretes”, explica Bonard. “Es parecido a lo que hace Clarice con las palabras: soltar en vez de agarrar y dejar que empiece a aparecer”.
Un trío amoroso, dos mujeres al margen, otro trío que experimenta las diferentes formas del cariño. Las tres obras que rescatan a Lispector tienen su eje en las relaciones humanas. Será su habilidad para retratar los vínculos –o mejor, las sensaciones que generan– un dato más para armar el rompecabezas de su vigencia. Es también llamativo el cariz que toman las relaciones en las obras: ambiguas y nunca estereotipadas. Según López Olivera, Juana tiene “un corazón anárquico”. Cuando su contracara, Lidia, queda embarazada, ella no tiene problemas en compartir el hombre. Y al mismo tiempo, se de-sespera por tener un hijo. Se combinan, entonces, “una apertura de pensamiento” con un reconocimiento del “gusto por las cosas de la vida”, la tendencia a seguir por “la ruta a un modelo más burgués”. Es evidente, aun así, que la obra se posiciona a favor de la libertad de Juana. Mientras la monogamia siga vigente, la novela y su versión teatral lo estarán. “Me sentí muy identificada con Juana, porque se saca los tapujos que ni nos cuestionamos. ¿Cómo se maneja el sentimiento de amor hacia otra persona cuando se está en pareja?”, se pregunta López Olivera, que habrá espantado a más de uno con esos pensamientos. “El público en general le echa la culpa a Juana de haber separado a Lidia y Octavio.”
En la obra de Bonard, cada uno de los personajes “atraviesa en poco tiempo un recorrido vital”. De nuevo la ambigüedad. “El chico más angelical pasa por un momento de soledad cuando corre y salta haciendo pasos clásicos. Mientras, los otros están juntos y a él le aparece un lugar de su sexualidad más andrógina. Ella al principio está distante con los hombres, después manifiesta mucha atracción”, profundiza. “Me baso mucho en las percepciones sobre las relaciones y cosas a veces no dichas. Incluso en el silencio. Y en la impresión que me queda en el cuerpo”, concluye.
“A veces Angela le canta a la soledad y en otros momentos la padece, la desespera”, sostiene Quesada, para quien la soledad es modo de relación con los otros. A ellas les pasó, confiesan, eso de estar en una fiesta y al mismo tiempo no estar. “Estar al margen es no poder salir, porque saliendo podés armar algo nuevo. En nuestra sociedad, el margen significa estar adentro. Ese espacio tiene miles de posibilidades pero incluye un estar preso. Si no armás un nuevo ecosistema quedás preso del que hay”, reflexiona Quesada. Curioso: esos dos personajes no tienen otra manera de salir del sector de los abrigos más que atravesando la puerta que da... a la fiesta.
“Si es verdad que existe una reencarnación, la vida que ahora tengo no es propiamente mía: un alma le fue dada a este cuerpo. Quiero renacer siempre. Y en la próxima reencarnación voy a leer mis libros como una lectora común e interesada, y no sabré que en esta reencarnación fui yo quien los escribió.” Eso son también Bonard, López Olivera, López y Quesada. “Alguien me escribió un mail con un fragmento de Un soplo de vida diciendo que le recordaba a mí”, recuerda Quesada. “La tengo todo el tiempo en la mesita de luz”, afirma Bonard. “Me abrió la cabeza”, coincide López Olivera. Qué decir sobre la reencarnación que no haya dicho Clarice: no estarían al tanto. La inspiración a través de ella aparece, entonces, como lo posible.
* Corazones salvajes (con Eugenia Blanc, Johanna López Novarin, Matías Labadens) se presenta todos los sábados a las 23.30 en La Carpintería, Jean Jaurés 858. Entrada: 30 pesos. Cariño (con Victoria Carambat, Federico Fernández Wagner e Ignacio Monna) tiene este sábado a las 22 su última función en el C. C. Rojas, Av. Corrientes 2038. A partir de septiembre, estará los viernes a las 23 en La Carpintería. Entrada: 20 pesos. Muaré se reestrenará en octubre en Silencio de Negras, Luis Sáenz Peña 663.
Entrevistas: María Daniela Yaccar.
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