OPINION
› Por Eduardo Fabregat
“¿Qué puede haber más grande que esto?”
Brian Epstein, 1962.
El sábado 26 de agosto de 1967, el mundo elevó una ceja con extrañeza: en Bangor, al norte de Gales, John Lennon, Paul McCartney, George Harrison y Ringo Starr convocaron a una conferencia de prensa en la que anunciaron que se habían convertido en miembros del Movimiento de Regeneración Espiritual del Maharishi Mahesh Yogi. Como tales, no sólo renunciaban a las drogas sino que además en adelante donarían a esa comunidad una semana por cada mes de ingresos económicos. Era el comienzo de un trip místico que continuaría en Rishikesh (India), hasta que Lennon comenzó a desconfiar del gurú al punto de abandonar intempestivamente el centro indio de meditación, declarar que el Maharishi no era lo que había supuesto en su primer deslumbramiento y dedicarle el agrio “Sexy Sadie”, que sólo por la insistencia de Harrison no comenzó diciendo “Maharishi, qué hiciste / Nos dejaste en ridículo a todos”.
El universo Beatle, que acababa de pintarse con los mil colores de Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band, estaba cambiando para siempre. Pero no sólo por la aparición del pequeño e hirsuto líder religioso: mientras el cuarteto se dedicaba a ese raro fin de semana galés, en una residencia londinense llegaba a su epílogo un atormentado drama privado. En la tarde del domingo 27, el mayordomo español de Brian Epstein debió pedir ayuda para tirar abajo las puertas del dormitorio de Chapel Street. El hombre que había ayudado a que The Beatles llegaran a la cima estaba enroscado en posición fetal en la cama, fulminado por una dosis excesiva de pastillas para dormir.
“No existe la muerte, solo en el sentido físico”, dijo Harrison a la prensa apostada en Bangor. “Sabemos que él está bien ahora. Volverá, porque luchaba por la felicidad y ansiaba la buenaventuranza.” Según contó luego Peter Brown, colaborador muy cercano de the boys, “pocos días después, ya disipada la emoción, hacían bromas estúpidas sobre Epstein”.
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La figura del manager ya existía antes de Brian Epstein: el Coronel Parker era tan célebre como Elvis. Pero el repaso de la historia de la banda de Liverpool permite advertir cuán influyente fue ese joven de familia acomodada en el triunfo planetario de la Beatlemanía. Lógicamente, ante todo estuvieron las canciones. Pero desde que se cruzó con el single “My Bonnie” de Tony Sheridan and the Beat Brothers, y sobre todo desde que vio a John Lennon en ese “sótano lleno de ruido” llamado The Cavern, Epstein se propuso llevar The Beatles al mundo. Y lo logró. Y lo hizo por amor: Brian estaba enamorado del guitarrista y cantante, que manejó como pudo –a veces con crueldad– esa pasión que no quería ni podía corresponder. Epstein había aprovechado la mueblería familiar para montar una subsidiaria que se había convertido en el más próspero negocio de música de Liverpool. Desde allí y con sus contactos gestionó la legendaria sesión fallida para Decca Records, y luego el encuentro con George Martin que selló la suerte de Pete Best y el camino de gloria de la banda a través de “Love me do” y aquel “Please, please me” que mereció el comentario de Martin de “Caballeros, acaban de grabar su primer número uno”.
Epstein tenía la confianza, los contactos y la perseverancia... pero no el know how. El primer contrato de la banda con Parlophone fue usurario: el grupo recibía un penique por cada single vendido. La venta de derechos de merchandising para los Estados Unidos puede ser catalogada como el mayor negocio despilfarrado de la historia: mientras fabricantes e intermediarios nadaban en dinero vendiendo artículos con una ganancia neta de cincuenta millones de dólares en un solo año, The Beatles recibían un 10 por ciento que a Epstein le había parecido “justo”. Lo que disculpa al manager, claro, es la inevitable ignorancia. A comienzos de los ’60 todo estaba por hacerse y nadie sabía a ciencia cierta cómo se cerraban ciertos negocios. Sobre todo, nadie podía imaginar que esos pibes iban a llegar a donde llegaron.
Las decisiones de Epstein fueron una colosal fuerza impulsora para la banda pero también su perdición, el prólogo a ese funesto fin de semana. Los muchachos no eran del todo felices con esos trajes Mao que habían venido a reemplazar su atuendo de teddy boys, pero era innegable que el cambio de look los había hecho trascender fronteras. Brian impuso una agenda de trabajo demoledora, pero en la interminable cadena de conciertos – grabación – conciertos – grabación (¡y películas!) del período 1962/1966 se cristalizó la leyenda Beatle. Hasta que llegó el show del 29 de agosto de 1966 en el Candlestick Park de San Francisco: la noche en que, tras 33 minutos de exposición al intolerable alarido de la multitud, el cuarteto dijo no va más. Ese día, Brian Epstein comenzó a morir.
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Brian pudo haber sido posesivo hasta la obsesión con the boys, pudo haber cometido errores que en retrospectiva parecen infantiles, pero nunca fue deshonesto. Antes y después de él, la historia del rock dio varios ejemplos de personajes que estafaron a sus representados. Vivió por y para ellos, pero cuando The Beatles se liberaron de la actividad en vivo para reinventar el estudio como instrumento creativo, dejaron en la zanja a su manager. Epstein ya no tenía nada que hacer. Sus otros representados no significaban el mismo desafío. La banda pareció pasarle factura por los cinco años anteriores, los desastres de la gira filipina y el último tour estadounidense, el look de buenos chicos, la omnipresencia del atildado jovencito. Brian, que desde la adolescencia había sufrido el rechazo y los prejuicios por su homosexualidad y su judaísmo, no pudo tolerar los nuevos tiempos. La espiral descendente de pastillas y autohumillación fue conduciendo a ese domingo encerrado en el dormitorio, mientras sus muchachos reconocían como guía espiritual a un sospechoso hindú que pedía dinero a cambio.
Los Fab Four hicieron de cuenta que su manager ya no era necesario, pero como banda no lo sobrevivieron demasiado. El 20 de agosto de 1969, los cuatro Beatles se juntaron en un estudio por última vez. A comienzos de 1970 implosionaban, tironeados por tiburones del negocio como Allen Klein y Lee Eastman. A esa altura, en el seno de la banda ya casi nadie hablaba de Brian. Ni de su vida ni de su muerte.
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