Sáb 05.03.2011
espectaculos

CULTURA HOY EMPIEZA EL CARNAVAL EN BUENOS AIRES

Llegó la hora de poner el cuerpo en movimiento

En los últimos años, la murga dejó de ser una actividad sólo barrial. Se empezó a cruzar con otros géneros artísticos, apareció la murga teatro y fue tomada por músicos como Gustavo Mozzi, Ariel Prat o Coco Romero. Detalles de un fenómeno que cambia y crece.

› Por Karina Micheletto

No es este un marzo más en la Argentina: la restitución de los feriados de Carnaval, que habían sido borrados del calendario por un decreto de Martínez de Hoz, introduce un panorama distinto al de los últimos 35 años. Amantes y detractores de esta fiesta popular, participantes y espectadores, tiradores de espuma y víctimas de la puntería, para todos habrá algo diferente, aunque más no sea por una rutina diaria modificada a causa de los feriados de lunes y martes. Claro que no hay decreto que borre de un plumazo años de marginación de una fiesta popular que, con la misma fuerza con que fue siendo acorralada por su naturaleza a contramano del mercado, en los grandes centros urbanos fue defendida por quienes encontraron en la murga un espacio creativo de resistencia, generando novedosos lazos organizativos.

En algunos lugares, como la Quebrada o ciertas zonas de Corrientes, estos feriados han seguido en pie, a veces como una situación de hecho, y no es casual que sea allí donde el Carnaval ha sobrevivido con fuerza. Pero en la gran mayoría del territorio, este marzo traerá un reconocimiento al Carnaval, asumido como celebración propia. ¿En qué medida esta celebración nos expresa a los argentinos, a los que habitan los grandes centros urbanos y los paisajes tan diferentes del territorio, a los que lo sienten una fiesta propia y a los que lo perciben como la pintoresca puesta en escena de otros? ¿En qué medida lo hace la restitución de los feriados, tan celebrada por unos como cuestionada por otros?

Hay quienes han estudiado el tema y acercan algunas respuestas posibles. La antropóloga Alicia Martín es profesora de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA e investigadora del Instituto Nacional de Antropología. Su tesis de doctorado analiza el Carnaval en Buenos Aires, pero desde mucho antes, desde 1986, cuenta, centró su mirada en eso tan particular que encontraba en el barrio de Saavedra y que se replicaba en otros barrios porteños: en aquel contexto de primavera democrática, de revitalización de instituciones sociales y políticas, comprobaba que la única organización que movilizaba a cientos de vecinos era la murga. “Me pareció que atrás de eso se movían valores y estructuras organizativas informales muy interesantes y poderosas, grupos autogestivos que se asentaban en redes barriales territoriales y familiares”, apunta la antropóloga.

Martín entiende al Carnaval de Buenos Aires como un sobreviviente; a la murga como ese lugar de la resistencia que es la obstinación por seguir siendo, “porque la resistencia no es solamente proponer un poder alternativo, a veces se trata de seguir siendo, que no es poco. La murga sobrevive a lo largo del siglo XX en un marco social y político de mucho desprestigio, en el que se hace muy difícil seguir manteniendo ese espacio autogestivo”. En este contexto, no es casual la explosión de las murgas que se verifica en la década de los ’90. “En un momento en que se estaba cerrando el cerco de la inclusión social, la murga abría la puerta del fondo –sigue su análsis–. Aparecía como un espacio de libertad, de ‘expresión del deseo’, como dice un murguero de Palermo. Como una forma de participación y de encuentro entre jóvenes que en ese momento contravenía todo el estandar de la ideología empresarial, el modelo del yuppie, y propiciaba viejas fórmulas del arte popular, el poner el cuerpo, el encuentro personal, la contención afectiva.”

En análisis como los de Martín y su equipo de investigación, como la compilación Poesía del carnaval de Buenos Aires (realizada con Analía Canale y Hernán Morel), o en otros trabajos de divulgación como Miralá qué linda viene, el exhaustivo análisis de la murga porteña que escribió la murguera Luciana Vainer, se describe este nuevo escenario marcado por los talleres de murga, que fueron clave para abrir estas artes a otros contextos sociales. Fue en este tiempo que la murga dejó de ser una actividad sólo barrial, y sólo de verano. Se empezó a cruzar con otros géneros artísticos, apareció la murga teatro, se la cruzó con danza contemporánea, fue tomada por músicos como Gustavo Mozzi, Ariel Prat o Coco Romero.

Así aparece como forma la “murga de taller”, “que en la jerga barrial era la murga de los que no tienen barrio”, dice Martín. “Esta forma novedosa de reproducción de murgas acercó a todo un sector social, sobre todo de jóvenes, se produjo un cruce muy rico entre artistas de formación profesional y artistas ocasionales de los barrios. Y generó un cambio en la forma tradicional que muchas veces se ha visto como contrapuesta, pero en realidad fueron dos formas que se realimentaron y potenciaron mutuamente. El proceso de taller genera murgas en plazos muy cortos, en la medida en que un muchacho formado en música puede entender un patrón rítmico y sale tocando el bombo en tres meses, mientras que un buen bombista de barrio se forma a lo largo de diez, quince años. El resultado no es el mismo, pero lo cierto es que en los talleres hubo siempre una gran preocupación por respetar esta historia estética, adaptándola a nuevas circunstancias.”

–¿Cuáles son las principales características de la murga porteña, así conformada?

–La esencia de la murga porteña es que hay lugar para todos, esa falta de espectacularidad que aparece en el modo carnavalesco de Montevideo o Río de Janeiro, por ejemplo. En la murga porteña, el que no sabe bailar se puede disfrazar. Es una propuesta organizativa de alta inclusión; por eso en los corsos barriales se ve desfilar a niños en silla de ruedas, jóvenes down, gente muy mayor. Esa es otra característica, al ser un sistema tan abierto de participación, la murga reúne a tres o cuatro generaciones. Hay pocas instituciones sociales, sobre todo desde la pérdida de los clubes, donde se puedan reunir hijos, padres y abuelos.

–Y hoy, ¿cuál es la vitalidad de la murga?

–En los ’90 se generó una nueva dirigencia murguera, que logró armar un programa de acción común alrededor del reclamo de devolver la fiesta al pueblo, rescatando los feriados del Carnaval. Y en este momento estamos asistiendo a un nuevo recambio generacional, los jóvenes que tenían 20 años en los ‘90 ahora ya son adultos maduros, se han conformado como cuadros intelectuales y están afrontando un momento de traspaso generacional. Institucionalmente se ha involucrado mucho el área oficial en la organización de los festejos, de modo que creo que están dadas las condiciones para seguir profundizando este proceso de devolver la fiesta a los barrios. De hecho, uno de los reclamos más fuertes ha sido mantener los corsos barriales y desistir de la posibilidad de centralizarlos en un corsódromo o en un teatro. No es lo mismo que salga el vecino con la sillita a que tenga que trasladarse; hay en esta idea un fuerte sentido de democratización de la fiesta.

–A pesar de lo que opinan muchos taxistas...

–Y algunos vecinos a los que les molesta el ruido, y eso también es atendible, creo que forma parte del desafío. Lo que hay que tener en cuenta es este carácter resistente de las agrupaciones. Yo lo llamo a éste un Carnaval murgocéntrico, porque los que salen a hacer las fiesta son las murgas, el barrio ha perdido un poco su participación lúdica, y seguramente incide este latiguillo ideológico de la inseguridad, también la falta de continuidad en el apoyo oficial. Al Carnaval porteño le falta bastante por conquistar. Pero en medio de esta suerte de delirio colectivo en que vivimos, donde nos machacan la idea de que cualquier situación callejera puede dar lugar al desborde y al peligro, el solo hecho de que las murgas sigan adelante, y que no salgan en las páginas policiales, me parece un indicador de que la fiesta sigue siendo posible.

–Desde cierto sentido común se cuestiona la restitución de los feriados como una forma de restar productividad al país. ¿Cómo lo explica?

–No me extraña, ese fue el motivo por el cual se suprimieron estos feriados, entre otros. Martínez de Hoz asume en abril del ’76, y en junio saca este decreto, fue una de sus primeras obras de gobierno. El argumento era el mismo: que el trabajador argentino trabaja pocos días, que tiene esa pereza innata. Fue muy interesante el planteo que hizo la Presidenta cuando anunció la restitución de los feriados. Llevó un cuadrito donde mostraba cuántos feriados anuales tienen los países de la región y cuán por debajo estamos nosotros de la media. Esta idea de que el tiempo festivo es un tiempo ocioso es una vieja idea del modernismo, con esa definición de acción racional que presenta todo aquello que no esté ajustado a un beneficio como un sinsentido. Y sin embargo, más allá del beneficio social, cuando uno ve cómo nuestros países del Mercosur han tomado al Carnaval como una industria cultural y la han sabido desarrollar, comprueba que también el beneficio económico es importantísimo.

–¿Y el beneficio social?

–En las ciudades y regiones donde se mantiene vivo el Carnaval, como Gualeguaychú, los jóvenes que se van a trabajar o a estudiar afuera vuelven para participar de las comparsas de su ciudad. Esto no es menor, no sólo por lo que significa en términos de movimiento turístico, también por la importancia de retener a los jóvenes en una actividad que los vuelve a incluir como miembros de su lugar de origen. Cuando se dio aquella patriada de los gualeguaychenses en contra de la pastera, pensé que si esa ciudad no hubiera tenido esa fuerte trama social vinculada con el Carnaval no hubiera sido posible tamaña movilización. Esas asambleas multitudinarias, esa adhesión, más allá de lo que uno pueda considerar sobre el tema, revelan una firme vocación de la gente por defender su lugar, su derecho al paisaje y a vivirlo como ellos quieren. Sospecho que algo tuvieron que ver los lazos sociales creados alrededor del Carnaval: no era una novedad para ellos juntarse para ver qué hacer.

Si durante 35 años el Carnaval estuvo preso, razona Martín a modo de corolario, la conquista de su libertad será un proceso que llevará su tiempo.

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