EUGENE ONEGIN INAUGURO LA TEMPORADA LIRICA DEL TEATRO ARGENTINO DE LA PLATA
Con dirección de Stefan Lano, la notable obra de Tchaikovsky sobre poema de Pushkin tuvo en La Plata una puesta a la altura de las expectativas. El estreno hizo honor a los antecedentes de uno de los títulos más célebres de la lírica rusa.
› Por Santiago Giordano
Obra: Eugene Onegin. Opera en tres actos. Libreto de Piotr Illic Tchaikovsky y Konstantin Shilovski basado en la novela en verso de Alexander Pushkin.
Orquesta y Coro Estable del Teatro Argentino de La Plata.
Dirección musical: Stefan Lano.
Director de escena y vestuarios: Michal Znaniecki.
Diseño escenográfico: Luigi Scoglio.
Diseño de iluminación: Bogumil Palewicz.
Director del coro: Miguel Martínez.
Coreografía: Diana Theocharidis.
Elenco: Marcin Bronikowski (Eugene Onegin), Magdalena Nowacka (Tatiana), Darío Schmunck (Lensky), Mónica Sardi (Olga), Susanna Moncayo (Madame Larina), Elisabeth Canis (nodriza), Ariel Cazes (príncipe Griemin).
Lugar: Teatro Argentino de La Plata.
Repite el hoy y el próximo domingo con el mismo elenco. Martes y sábado con otro elenco: Luciano Garay (Eugene Onegin), Daniela Tabernig (Tatiana) y Pedro Espinoza (Lienski) y Guadalupe Barrientos (Olga)
Del hielo al agua. Una escenografía congelada que se derrite en el transcurrir del relato hasta licuarse. Como un corazón que se deshace o, en todo caso, como un universo que se desploma. O simplemente como algo que inevitablemente sucede, una ley natural. Sobre la amplitud de esta metáfora se apoya el Eugene Onegin que el viernes dejó inaugurada la temporada lírica del Teatro Argentino de La Plata.
La parábola del calavera penitente del poema de Alexander Pushkin, que Piotr Illic Tchaikovsky tradujo al teatro lírico con un libreto escrito en colaboración con Konstantin Shilovski, tuvo en la puesta del polaco Michal Znaniecki un correlato escénico potente, por momentos impactante. El hielo que en el primer acto circunda la excitada carta de Tatiana a Onegin y el cínico sermón con que él la rechaza, se resquebraja en la escena del duelo entre Onegin y Lensky que cierra el segundo acto. Y al final sólo queda agua, cuando Tatiana se aferra a su presente para resistir al Onegin que regresa en busca de redención.
Aun si en Eugene Onegin, escrito entre 1877 y 1879, es posible individualizar elementos emblemáticos de cualquier ópera romántica –deseo, rechazo, engaño, muerte, soberbia, penitencia–, Tchaikovsky esquiva cuidadosamente las convenciones de la grand-opéra y las tendencias que influenciaban también a la ópera rusa de entonces. En la construcción de los personajes el compositor evita apelar a desequilibrios emocionales o acciones de trazo grueso; elige enunciar cada situación, aun las de mayor espesor dramático, con intensidad contenida, buscando profundidad más que impacto. En ese relato, cada personaje está caracterizado con precisos rasgos musicales, regulado dramáticamente por un sólido y encantador entramado de cuartetos, quintetos, dúos, arias, ariosos y coros. Todo está ligado por una música pulcra, que no sacrifica belleza por expresión; la obra madura de un compositor atento a su tiempo y sensible a la historia, que además mostró intuición al separarse de la idea de ópera, para describirla como “Escenas líricas en tres actos y cuatro cuadros”.
La puesta del Teatro Argentino estuvo a la altura de las expectativas y de lo que los antecedentes de uno de los títulos más célebres de la lírica rusa merecen. Stefan Lano, al frente de la Orquesta Estable del Teatro Argentino, supo controlar cada situación; reflejó con cuidado la coherencia estilística de Tchaikovsky y rindió justicia a una partitura que no deja de cantar en ningún momento. La caja escénica armada más atrás de lo habitual, acaso una necesidad de la compleja escenografía, alejó la orquesta de los cantantes, complicando en algún momento del primer acto el equilibrio y la reciprocidad entre foso y escenario, aunque sin llegar a mayores.
En un elenco de cantantes parejo, se destacaron los protagonistas. El barítono Marcin Bronikowski resultó un Onegin convincente; la soprano Magdalena Nowacka resolvió con soltura la tremenda escena de la carta de Tatiana; el tenor Darío Schmunck fue un Lensky sensible y se llevó los aplausos más nutridos de la noche después del aria previa al duelo. Mónica Sardi cumplió en el papel de Olga y el bajo Ariel Cazes se destacó en el monólogo sobre la felicidad conyugal, que el príncipe Griemin expone al final del primer cuadro del tercer acto, una de los pocos agregados de Tchaikovsky al original de Pushkin.
El Coro Estable, preparado por Miguel Martínez, cumplió una buena labor, en lo vocal y en lo escénico, y la presencia del ballet, con coreografías de Diana Teocharidis, resultó mucho más que un elemento de color: la brillante polonesa que abre el tercer acto, cuando todo es fiesta y desparpajo sobre el agua, resulta impresionante también por la potencia plástica de la danza, un acto físico que sabe a impudencia ante los ojos de un Onegin que, melancólico y enajenado, se siente lejos de lo que ve.
Eugene Onegin es una ópera deliciosa, pródiga de música y prodigiosamente escasa de sentido edificante de la justicia. Onegin no paga por dandy y mujeriego. Tampoco por matar a su amigo Lensky. Las costumbres de su clase y la tradición del duelo lo justifican sobradamente. Onegin paga porque al no tener fuerzas para ir, decide volver.
El Don Giovanni de Mozart, por citar un libertino querido y siempre a mano, resuelve el dilema moral pagando la muerte con la muerte. Onegin, en cambio, recibe rechazo por rechazo, soberbia por soberbia. Apenas el drama ligero de una mujer despechada y un hombre envejecido. Nada más que dos corazones rotos. O derretidos.
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