OPINION
› Por Eduardo Fabregat
No news, good news: aplicada a la vida cotidiana, la frase, eso de “si no hay novedades es que está todo bien”, es un concepto que tranquiliza. Pero es el infierno del productor de noticias, en radio, en televisión o en la gráfica. Sobre todo en los dos primeros medios de comunicación, donde la necesidad de alimentar el aire de forma permanente convierte al fárrago informativo en un picadillo en el que se cuelan elementos de toda especie. Si no hay noticias la cosa está jodida, se recurre una y otra vez a la nota de color, al videíto de Internet, al reciclaje, a los “informes especiales” que tienen más de lugar común que de cosa especial.
La pesadilla del productor es el silencio de radio, la pantalla con barras de colores, la estática. Hay días y semanas especialmente duros, en los que hay que batallar por obtener ese material que llega y se va, que como mucho conseguirá una sobrevida en los programas de archivo, que quizá cause un pequeño runrún en una sociedad hiperconectada, pero ni siquiera le deparará una palmadita del jefe satisfecho por un buen trabajo. Hay días en que hay que conseguir las noticias con sacacorchos.
Estos días no han sido de esos días.
Se sabe, en términos informativos no hay nada que garpe más que una buena tragedia. Quien no haya transitado los pasillos de los medios encontrará la frase demasiado cínica y habrá quien, en nombre de la corrección política, se escandalice y pretenda rebatirla. Lo cierto es que, desde que la tierra empezó a temblar en Japón, las ruedas de la maquinaria informativa ganaron el dinamismo ideal, eso que lleva a los productores a encontrar rápidamente todo un panorama de variantes para desplegar la noticia y a los gerentes a observar las planillas de rating y a todos en el ambiente periodístico a permitirse pensar, en la soledad de su conciencia, “Aaaaah, si tuviéramos una de éstas todos los días...”
Japón vino a comerse a Libia, que es un tema periodísticamente muy rentable pero con arideces que expulsan al consumidor medio. Pero a pesar de la enormidad del hecho y su aptitud para el consumo masivo, no tardaron en aparecer las distorsiones. Sobre todo en la tele, que se ceba más fácil; sobre todo en los informativos-24-horas, obligados por definición a continuar los temas, obtener otros ángulos, encontrar nuevos espesores, desarrollar la noticia tratando de ganarle al otro. Desde el día del terremoto y el tsunami, desde que trascendió la primera preocupación nuclear, surfear los canales de noticias se convirtió en una experiencia inenarrable, adictiva por momentos, vomitiva en otros, ejemplificadora casi siempre. Al principio, el palpable fastidio de los pisos por el loop casi idéntico de las imágenes: las entrelíneas de lo que se decía al aire llevaban un aire de esperanza, un “éstos son los primeros materiales que nos llegan, pero tratándose de un país como Japón seguramente tendremos acceso a muchas imágenes conmocionantes”. Las primeras 24 horas no fueron tan pródigas como esperaban los productores, que esa misma noche agotaban los canales de YouTube para encontrar algo diferente a ese techo que caía en el aeropuerto o la ola que convertía a autos de verdad en miniaturas Hot Wheels y metía un barco abajo de una autopista, o esa marea negra avanzando sobre la pista de aviones en Sendai.
Y después, lo que suena: el musicalizador de tele es a veces la encarnación de todos los horrores del musicalizador, la quintaesencia del lugar común y la elección ramplona. Alguna vez alguien entenderá que el subrayado de música dramática para imágenes que ya tienen suficiente drama provoca instintos asesinos en el televidente, pero hasta que ese día llegue, todos, todos los canales acuden al banco de grandes orquestaciones y ominosas cuerdas que vienen a decir horror, vea usted qué gran tragedia, conmuévase, hombre, mujer, conmuévase como sólo puede conmoverse aquí en nuestra pantalla. Si se agrega el comentario, esa innecesaria necesidad que tienen algunos conductores de piso de relatar lo evidente, queda claro el enorme valor que tienen los canales de ficción en ciertas circunstancias.
Y las imágenes pasan y las novedades se estancan, los bomberos y el ejército siguen tirándoles agua a los reactores y la tierra se mueve pero menos y el agua se retiró y ya se agotó la exhibición de devastaciones y la gente que huye se aburre en los aeropuertos y ya se encontraron a todos los argentinos a entrevistar en Japón (incluyendo a ese que, síndrome del exiliado en un país “más avanzado”, estuvo cinco minutos explicando cómo funciona un GPS, como si sólo existieran dispositivos GPS en Japón) y sigue habiendo aire para ocupar. Entonces, a agarrar la agenda y convocar a los especialistas, a acercarse a otro círculo del infierno en pantalla chica.
Esta semana desfilaron por los estudios una serie de personas que jamás imaginaron estos minutos de fama: profesionales que incendiaron su cerebro con carreras de pocos graduados al año, a quienes muy pocas veces se recurre a la hora del comentario sobre la actualidad. Doctores en ciencias durísimas y titulares de posgrados de investigación nuclear que pusieron su mejor cara de diplomáticos ante las preguntas de conductores que en el bloque anterior se pretendían también expertos en esta clase de temas, y ya en papel intentaban charlar de tú a tú con el licenciado. Diálogos rayanos en el surrealismo, pero con atisbos de auténtica enseñanza cuando el invitado podía hablar por fuera de la lógica del circo mediático.
Pero los expertos de verdad son pocos y tienen otras obligaciones –y otros canales y radios los reclaman–, por lo que con el correr de los días el status se fue degradando, y llegó primero al psicólogo, luego al titular de una religión que en Japón es seguida por el 0,8 por ciento de la población, después al por demás ambiguo “especialista en seguridad nuclear” y finalmente al “experto en estudios orientales” sacado de las páginas barriales (entre avisos de shiatzu, reiki y bonsai), no en el estudio sino por teléfono, explicando ya no las particularidades de la piscina de enfriamiento en Fukushima, sino la estructura mental del japonés medio. Porque la preocupación ha derivado y sí, hay que encontrar nuevos ángulos: se sigue dando cuenta de los muertos y desaparecidos, cada tanto hay alguna explosión, pero el foco ya no es la catástrofe. Argentinos hasta la médula, ahora campea la incomprensión de por qué los japoneses son tan...: hay una desesperación casi palpable en el conductor al que picanean todo el tiempo con que estire, estire, que ya no hay un carajo para mostrar, que se acabó el drama visual. Hay una velada amenaza en ese interrogatorio de por qué los orientales no salen a pedir la cabeza del emperador que no sale a decir nada en semejante momento. Y ya no hay disimulo en esa pregunta que es pura impotencia disfrazada de interés periodístico: “Y dígame, ¿por qué no hay saqueos en Japón?”
Por suerte llega el paro y el paro del paro, y Obama amenazando a Khadafi, Gadafi o como cornos se escriba, y los misilazos sobre Libia y mientras tanto en otro lugar del planeta se está incubando el próximo tsunami real o simbólico, ese que se lleve puestas unas cuantas cosas, sea filmado por mucha gente para meterle muchos bronces y cellos y, un par de días después, termine en una buena tanda de saqueos que garantice la continuidad informativa. Que sea una catástrofe, pero seria, en toda la regla, con la de-sesperación a la vista y la sangre bien caliente. Y adelante, estudios centrales.
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