WOODY ALLEN PRESENTó SU FLAMANTE MIDNIGHT IN PARIS EN LA APERTURA DEL FESTIVAL
Pese a que se lo asocia de inmediato con Nueva York, el cineasta lleva ya una década trabajando en Europa. En esta ocasión, el título le sirvió para que aparecieran la trama y los personajes del film. “Quería mostrar a París a través de mis ojos”, explicó.
› Por Luciano Monteagudo
Desde Cannes
Viejo amigo del festival, desde que vino por primera vez allá por 1979, con Manhattan, Woody Allen podría sentirse como en casa en Cannes, después de haber presentado en la Croisette por lo menos diez de sus 42 películas como director. Pero aunque ninguna –ni Broadway Danny Rose ni Hannah y sus hermanas ni Match Point, que están entre sus más celebradas– participó de la siempre estresante competencia oficial, Woody igualmente no parece poder sustraerse a la angustia de enfrentarse a las nubes de periodistas y a la lluvia de flashes que supone cada nueva presentación suya en Cannes, al punto de que no cuesta encontrar a la persona detrás del personaje: nervioso, fóbico y tímido hasta la tartamudez, capaz de esconder su rostro entre las manos en plena conferencia de prensa cuando sus actores se ponen a hablar maravillas de él. Esta vez, como tantas otras, Cannes le ofreció ayer la función de apertura, a sabiendas de que su nueva película viene con un plus local, tal como indica su título: Midnight in Paris.
La nueva película de Allen es una celebración de una ciudad a la que siempre admiró y a la que ya le dedicó una primera declaración de amor en el musical Todos dicen te quiero (1996). El film se abre con una serie de tarjetas postales de París, acompañada por el vigoroso saxo soprano de Sydney Bechet, uno de los músicos predilectos de Woody. En esa ciudad-cliché se encuentra una joven pareja de estadounidenses (Owen Wilson y Rachel McAdams) a punto de casarse. El es un exitoso guionista de Hollywood, pero querría ser algo más que eso, un escritor en serio, un novelista con mayúsculas, y para ello piensa que debería hacer como sus grandes héroes –Hemigway, Scott Fitzgerald– y radicarse en la Ciudad Luz, para encontrar allí la inspiración que no le llega por otros medios.
Su novia –hija de un matrimonio de comerciantes recalcitrantemente republicanos, ajenos a los encantos parisinos– no quiere escuchar ni hablar del tema. Pero Gil se deja encantar por la ciudad y una medianoche, embriagado por una generosa degustación de Bordeaux (el matrimonio republicano dice preferir los tintos de Napa Valley), atraviesa inadvertidamente un portal que lo deposita en aquella París que se supone era una fiesta. Y, claro, en la visión de Allen lo es, al punto de que allí están no sólo los Fitzgerald (Zelda borracha, por supuesto) sino también Jean Cocteau, Josephine Baker, Gertrude Stein y Alice B. Toklas, Pablo Picasso y Salvador Dalí (gracioso cameo de Adrien Brody) y, lastbutnotleast, el admirado Hemingway, aferrado a una botella de Calvados, mientras perora sobre la muerte, el coraje y todo aquello que según su leyenda hace a un gran escritor.
“Es un gran error creer que vivir en otra época hubiera sido mejor que vivir en la nuestra”, balbuceó Allen en la conferencia de prensa que siguió a la avant-première mundial de Midnight in Paris (que en la Argentina se estrenará el 23 de junio). “Todos queremos liberarnos de la rutina y la mediocridad de cada día y a veces soñamos con que el tiempo pasado fue mejor, pero es porque solamente recordamos de ese pasado las cosas buenas de la vida y nos olvidamos de las otras. Yo puedo pensar que París en los años ’20 era una fiesta, o que la Belle Epoque era más apasionante, pero cuando uno tenía que ir al dentista no te ponían novocaína, y tampoco existía el aire acondicionado, ni nada de las muchas cosas con las que nos hemos acostumbrado a convivir y que nos hacen la vida más tolerable. Creo que no me gustaría vivir en ninguna otra época que la que me tocó vivir: suena seductor, pero es una trampa, una manera de evadirse.”
Aplaudida calurosamente en el primer pase matutino para la prensa, pero denostada por la crítica que viene a Cannes a buscar el cine más exigente, la nueva película de Allen (que en Buenos Aires coincide con el estreno de Que la cosa funcione, ver aparte) no pretende ser más que un divertimento ligero, en el que todas estas vacas sagradas de la cultura están mostradas de manera amablemente caricaturesca. “No tuve que investigar demasiado –reconoció Allen– porque de joven era un gran admirador de toda esta gente, de Hemingway, Fitzgerald, Gertrude Stein, del trabajo de Dalí y Picasso; todos eran ídolos de mi adolescencia. Por eso me resultó fácil escribir este guión e incluir estos personajes. Y me fue fácil porque no lo hice desde una perspectiva realista: no pretendía darles una densidad como personajes sino simplemente divertirme un poco con ellos.”
Después de tantos años viviendo y filmando en Nueva York, la última década Allen se la ha pasado casi enteramente en Europa, sobre todo trabajando en Londres y en Barcelona, ciudades a las que revalorizó turísticamente a partir de Match Point y Vicky, Cristina, Barcelona. Era obvio que alguna pregunta iba a venir por ese lado. “No cambia mi manera de trabajar cuando cambio de ciudad o de país, trabajo siempre del mismo modo, los métodos son los mismos”, se atajó Woody. “París es una ciudad muy excitante y aprendí a conocerla igual que tantos de mis compatriotas, a través de las películas. Saben, yo no conocí París hasta que fui adulto, alrededor de 1965, y cuando recorrí la ciudad descubrí que era la París que había conocido a través del cine de Hollywood, que mostraba lo más bello de la ciudad. De alguna manera, es lo que yo mismo he hecho con Nueva York, a la que di a conocer al mundo desde mi punto de vista, en Manhattan, por ejemplo. No se trata de la Manhattan que yo veo a mi alrededor, sino la que reconozco de las películas. Y quise hacer lo mismo con París: mostrar la película desde mi emoción, desde mis recuerdos. No me importaba cuán realista se pudiera ver sino que reflejara mi manera de ver la ciudad, París a través de mis ojos. Tuve la suerte de poder filmar la ciudad mientras llovía, por ejemplo, porque me encantan las ciudades en los días lluviosos y París es particularmente hermosa bajo la lluvia. Fue una experiencia muy agradable poder mostrar la ciudad a través de mi subjetividad.”
Sobre este punto, Allen no quiso dejar de destacar a su director de fotografía, el iraní (largamente radicado en Hollywood) Darius Khondji: “Simplemente le pedí que París luciera muy bella, pero con el mismo requerimiento que les hago a todos mis fotógrafos: la fotografía debe ser siempre muy cálida, los tonos siempre tienen que estar en la gama de los ocres, los colores a privilegiar son el marrón, el rojo y el amarillo. Los colores del otoño son los que prefiero y Darius entendió la consigna inmediatamente y me dio exactamente lo que quería: esa luz cálida, suave y otoñal. Quizás esto no tenga importancia para nadie más, pero la tiene para mí, como mostrar París en días lluviosos”.
Una demostración de alta política fue cuando Allen tuvo que hablar de la primera dama, Carla Bruni-Sarkozy, que en su debut cinematográfico interpreta aquí –de manera un tanto hierática, debe decirse– un par de escenas como guía del Museo Rodin. Durante el rodaje, los tabloides europeos habían llegado a afirmar que, harto de tener que repetir sus escenas, Woody había estado a punto de echarla del set. Pero aquí en Cannes –y a pesar de que Mme. Sarkozy prefirió evitar la montée des marches del Palais–, Allen sólo tuvo elogios y zalamerías para ella: “Carla es un talento natural, proviene del mundo del escenario, canta, toca la guitarra, compone canciones. Cuando la elegí no lo hice porque proviniera del campo de la política. Es verdad, estábamos invitados a desayunar con el matrimonio Sarkozy y cuando entró Carla me pareció que era bella, carismática y encantadora y que se podía adaptar muy bien al proyecto, en un papel pequeño. Fue un trabajo muy agradable, tanto para ella como para mí, y ambos lo disfrutamos mucho. Ella me dijo que le gustaría que sus nietos la vieran alguna vez en una película y bueno, yo le di el gusto”.
De su protagonista, Owen Wilson, reconoció que es su perfecto opuesto: “Yo soy muy neoyorquino, bien de Manhattan, muy nervioso, y Owen es un clásico ejemplar de la Costa Oeste, muy relajado, rubio, atlético, playero. Y esto le da una dimensión y un perfil completamente diferentes a los que un alter ego mío le habría podido dar”. ¿El personaje de Wilson no es entonces una proyección del propio Allen?, quiso saber alguien. A lo cual el director respondió con un alarde de modestia: “Escribir bien debe ser algo maravilloso, escribir algo que tenga valor por sí mismo y que no haya que convertir después en una obra de teatro, o en una película. Lamentablemente, ése nunca ha sido mi don. Mi campo siempre ha sido antes el del entretenimiento que el de la literatura”.
Y a esa modestia le siguió una confesión: “Sólo puedo decirles esto: no sabía qué era lo que iba a hacer, sólo sabía que iba a hacer una película en París, y lo primero que encontré fue el título, que me pareció estupendo porque me sugería romance y misterio. Pero pasaban los meses y no sabía qué era lo que iba a pasar en esa medianoche en París, hasta que poco a poco las palabras y los personajes fueron apareciendo. Soy un director de suerte, todo se lo atribuyo a mi buena suerte. Siempre quise tener la inspiración de un artista, pero nunca tuve la profundidad o la sustancia o el don de un artista. Kurosawa, Bergman, Fellini son artistas. Yo simplemente soy un tipo afortunado, que tuvo la suerte de hacer un montón de películas, algunas mejores, otras peores, pero con la buena estrella como para seguir filmando regularmente”.
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