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Miércoles, 18 de mayo de 2011

LE HAVRE, DE AKI KAURISMäKI, Y HORS SATAN, DE BRUNO DUMONT

Un espacio para lo sagrado

Tanto la película del cineasta finlandés como la de su colega francés terminan con algo parecido a milagros, pese a que ambos directores son ateos. También coinciden en el uso magistral del plano-detalle, un recurso banalizado por la publicidad.

 Por Luciano Monteagudo

Desde Cannes

Una mano que golpea una puerta pidiendo comida; una hogaza de pan sobre una mesa, al lado de unas monedas; los pies de una joven en una posición ilógica, que indican, sin necesidad de palabras, que ha sido objeto de violencia y de muerte. Son apenas unos ejemplos de esos que en cine se llama “plano-detalle”, allí donde se concentra su máxima capacidad expresiva. Recurso utilizado magistralmente por algunos de los grandes autores de la historia del cine –Dreyer, Bresson– el plano-detalle fue tergiversado y banalizado por la publicidad, que terminó convirtiéndolo en un recurso para imponer un producto. Pero en la jornada de ayer del Festival de Cannes –como lo prueban algunos de esos momentos como los citados, capaces de quedar grabados para siempre en la memoria– el plano detalle volvió a su apogeo, con dos de los mejores cineastas contemporáneos, que a su vez no podrían ser más distintos entre sí: el finlandés Aki Kaurismäki y el francés Bruno Dumont. Cosa curiosa: siendo sus directores declarados ateos, ambos decidieron terminar sus respectivas películas con una suerte de milagro, como si el cine aún pudiera ser, al margen de la religión, un espacio para lo sagrado.

El director de El hombre sin pasado (2002) y Luces al atardecer (2006), ambas presentadas aquí en Cannes, trajo ahora a la competencia oficial Le Havre, que puede contarse entre sus mejores trabajos, un film –como casi todos los suyos, por otra parte– pleno de nobleza, ternura, humor y una poesía no por austera menos expresiva. Como siempre en Kaurismäki sus personajes son los llamados “perdedores”, de-sempleados y marginales, hombres y mujeres que han ido quedando excluidos del vértigo de la modernidad y que, sin embargo, han sabido mantener su dignidad. A pesar de haber sido rodada, en gran parte, en escenarios naturales del legendario puerto francés, nada hay de realista en Le Havre, que como tantos films de Kaurismäki está planteado –con esa luz tan cálida como irreal, que sólo él parece capaz de conseguir– a la manera de una pequeña fábula, esta vez sobre la solidaridad con los inmigrantes que llegan clandestinamente a Europa huyendo de la miseria de sus países y buscando reencontrarse con sus familias.

Incorruptiblemente fiel a su propia familia cinematográfica, Kaurismäki trabaja una vez más con sus actores de siempre, con esos rostros que parecen haber sufrido todos los golpes de la vida: André Wilms es un viejo lustrabotas que da refugio a un chico llegado de Gabón, mientras su mujer (Kati Outinen) languidece en un triste hospital de la ciudad. El cada vez más estropeado Jean-Pierre Léaud compone a un sórdido vecino que da la impresión de haberse escapado de alguna vieja película francesa sobre el colaboracionismo (el plano-detalle de su transida mano en el teléfono es revelador). Y a la familia K se suma ahora Jean-Pierre Darroussin, como un detective más noble de lo que puede hacer pensar su oficio. Es que Kaurismäki –como los hermanos Dardenne en Le gamin au vélo, presentada unos días atrás también aquí– no parece haber perdido el optimismo, la fe en sus personajes, el amor por el cine.

Antes que con guiños cinéfilos, que los tiene –Arletty y Marcel (como Carné) son nombres que en la película remiten inequívocamente al realismo poético francés de los años ‘30, que supo privilegiar muelles y brumas–, Le Havre está pensada y concebida a partir de la historia del cine. Es un film hecho desde, por y para el cine, que sin embargo nunca se olvida de sus personajes. No hay nada de “homenaje” en Le Havre, sino en todo caso puro tiempo presente, como lo es ocuparse de un tema –la persecución político-policial a los “sans papiers”– al que el cine francés, por ejemplo, le da la espalda. O que, como sucede en el caso de Polisse (también en competencia), se pone del lado de los uniformados.

Como Kaurismäki, Bruno Dumont también tiene debilidad por los desheredados de esta tierra. Pero allí donde en el finlandés hay afecto e ilusión, en el director de La humanidad y Flandres hay gravedad, violencia, fuerzas descontroladas del hombre y la naturaleza. Es el caso, una vez más, de Hors satan (Fuera de satán), presentado en la sección Un Certain Regard. En la costa norte de Francia, en un paisaje hecho de dunas, pantanos y bosques silvestres –un medio tan áspero e hiriente como las criaturas que lo habitan–, un extraño personaje ronda la zona. Se trata de una suerte de santo inocente, del idiota del pueblo, un ermitaño (Daniel Dewaele, el ex convicto de Hadejwich) que vive al aire libre y sólo parece comunicarse plenamente con el mar y con el cielo. Ha tomado espontáneamente bajo su cuidado a una muchacha de una granja cercana, huérfana de padre. Desde su pelo hasta su ropa, la adolescente asume una personalidad anacrónicamente “dark” y su rostro, blanco como una máscara, es aún más raro que el de su ángel de la guarda. No por nada Dumont elige siempre trabajar con intérpretes no profesionales: ambos parecen haber forjado sus rasgos a punta de cuchillo.

En su misión autoimpuesta, el hombre no duda en matar como si fuera un animal a aquel que moleste o amenace a la chica. Eso no le impide, luego, hincarse de rodillas en la arena y exponer al pálido sol del invierno las palmas de sus manos (otra vez el plano-detalle), en una suerte de rezo mudo y pagano. El viento no cesa de aullar desde la banda de sonido, registrada por Dumont en directo, sin manipulaciones ni ediciones. Así de cruda, de brutal, es toda la película, en la que los personajes siempre parecen estar mirando más allá de donde llegan sus ojos, como si fueran seres poseídos por una extraña fuerza interior, con la que pueden incluso dominar la naturaleza.

Pero no hay nada de religioso en el film de Dumont, al menos en un sentido ortodoxo. El hombre es una suerte de santo laico, capaz de producir milagros por su sola presencia, como si estuviera habitado por un poder que sólo el cine es capaz de conferirle. “Yo no soy creyente”, declaró Dumont aquí. “Y mi película no exige ninguna fe por parte del público más allá de la fe en el cine mismo. Para mí, el cine es aquello que permite expresar lo extraordinario allí donde sólo está lo ordinario. El cine nos permite encontrar lo que hay de divino en el hombre. Esto es lo que acerca el cine al misticismo: el misticismo dice ‘miren la tierra y verán el cielo’. Y el cine, con sus aparatos, puede hacer exactamente eso. Y no hace falta religión alguna para lograrlo.”

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CANNES
En Le Havre, Kaurismäki filmó una pequeña fábula sobre la solidaridad entre inmigrantes ilegales.
 
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