Domingo, 2 de abril de 2006 | Hoy
ENTREVISTA CON EL ENSAYISTA ROSARINO MARTIN PRIETO SOBRE SU NUEVA OBRA, LA “BREVE HISTORIA DE LA LITERATURA ARGENTINA”
El poeta, ensayista y profesor rosarino habla de Breve Historia de la Literatura Argentina, un libro que coloca a la poesía en primer plano. “Borges es nuestro máximo escritor y está presente desde el rescate de la gauchesca hasta en la influencia sobre los narradores contemporáneos”, dice.
Por Angel Berlanga
Si historiar la literatura argentina se presenta como un trabajo complicado, ¿sintetizarla será todavía más difícil? En principio el asunto supone unas cuantas decisiones, estructuras, corrientes y autores a respaldar o enfrentar, ponderar o socavar. Así, en Breve Historia de la Literatura Argentina, el libro que el profesor y poeta rosarino Martín Prieto acaba de publicar, Washington Cucurto merece más atención que, por ejemplo,
Sylvia Iparraguirre o Eduardo Belgrano Rawson. Así, por ejemplo dos, en esta versión César Aira predomina sobre Ricardo Piglia en el duelo más mentado de los últimos tiempos. O así, por ejemplo tres (y último), la poesía es una de las columnas centrales de este libro, y la dramaturgia ocupa un espacio más bien tangencial. “Me apoyo en dos principios básicos para destacar los valores de los textos: que sean simultáneamente nuevos y productivos –dice el escritor, uno de los fundadores de Diario de poesía, autor de cuatro volúmenes de poemas y de la novela Calle de las Escuelas número trece–. Textos que, a partir de su irrupción, modifican la línea de corriente de la literatura. Una vez tomada esa decisión, si se quiere teórica, el tema de incluidos y excluidos empieza a darse casi naturalmente. Allí empieza inclusive a desaparecer una cuestión muy compleja, que es el tema del gusto. Acá no se trata de lo que me gusta a mí, y tampoco de públicos mayoritarios o minoritarios, sino de ver cómo funcionaba esa teoría de novedad y productividad en ese corpus.”
–Buena parte del libro se sustenta, lógicamente, en otras historias, teorías y enfoques que usted cita. ¿Cuáles considera que fueron sus aportes personales?
–Los historiadores le debemos mucho a Ricardo Rojas, que hizo una especie de mapa fundador de la literatura argentina, aunque fue despreciado durante muchos años. Ese mapa fue tomado también por otras historias, como las de Capítulo, o la que David Viñas no concluyó, o la que está coordinando Noé Jitrik. En el prólogo planteo una idea de T. S. Eliott, que dice que cada nueva historia arma una imagen diferente, y entonces algunos cuerpos que antes no estaban ahora aparecen y otros que estaban en primer plano pasan a un costado o al fondo. En términos de novedad, diría que desinflo a los escritores de la generación del ’80, que en general han sido sobrevalorados debido a su importancia en términos de la construcción del estado moderno; desestimo la importancia textual literaria de Juvenilia o de las novelas de Cambaceres. Por otro lado, le otorgo mucha importancia a la crítica y sobre todo a la poesía, a la que equiparo con lo que se consideró el género mayor, el de la narración, en sus formas de novela, cuento y relato. Al contrario de cómo se está viendo hasta ahora, más importante que la de Lugones es la figura de Rubén Darío, cuya estadía en Buenos Aires como periodista de La Nación, donde publica además Prosas profanas y Los raros, marca la historia de la poesía argentina del siglo XX. El modernismo y el posmodernismo, así como las vanguardias de los años ’20, son respuestas sincrónicas o demoradas a la presencia y la enseñanza de Darío.
–El cierre de su historia, con el panorama de poetas en los ’80, puede pensarse también como un gesto a favor de la poesía.
–Me parece que la historia de la literatura argentina está menguada de poetas. Absolutamente. Y esto se contradice con la importancia de la poesía: basta hacer la línea Darío, Lugones, Girondo, Borges poeta, González Tuñón en adelante, hasta los de los ’60, como Juan Gelman o Juana Bignozzi, o más adelante Arturo Carrera y Néstor Perlongher, para pensar que se trata de una grosera omisión. La figura de Juanele Ortiz, además. Me importó mucho destacar a la poesía. Por eso tal vez el último capítulo es de poesía, pero no diría el cierre, porque éste es un relato que no cierra: le doy un corte porque considero que hay que tener una perspectiva histórica de al menos veinte años para poder ver estas condiciones de novedad y productividad de los textos. Y si bien conozco en detalle la literatura que se escribió en los últimos tiempos, me parece que todavía no tengo como historiador la distancia necesaria para poder hacer una evaluación crítica.
–¿Qué otras decisiones de base tomó?
–Esto lo vi una vez terminado: hay un capítulo dedicado a José Hernández, otro a Sarmiento, uno a Mansilla, otro a Arlt, que se arman como los grandes escritores de la historia, pero no hay un capítulo dedicado a Borges. Sin embargo, al revisar el índice onomástico, Borges es el autor con más entradas. Y esto es porque yo creo que es el máximo escritor, el que atraviesa toda la historia de la literatura argentina, desde la relectura que promueve de la gauchesca hasta la influencia decisiva que tiene en los narradores contemporáneos, incluso en los que están escribiendo hoy. Borges es una especie de columna vertebral que va reuniendo las distintas partes.
–¿Hay que tener un punto de soberbia para ser historiador?
–No. Si hubiera decidido hacer una historia personal, conformada por mis gustos de lector, mis experiencias de lectura, seguramente sí. Si hubiera tomado esos parámetros, sería más bien un ensayo sobre la literatura y no una historia, y posiblemente me cabría esa condena moral que me estarías atribuyendo.
–¿Qué “combates” le parecen más estructurales a lo largo de la historia?
–El gran combate, central porque uno de los contendientes es Borges, es el que se da entre él y Eduardo Mallea en la revista Sur, entre el tipo de relato o novela psicologista, con algún desvío hacia en realismo ensayístico que practica Mallea, y la idea de arte deliberado ficcional de Borges. En general, las grandes batallas se dan en las revistas; en el siglo XX, primero se dio en Martín Fierro, básicamente en la disputa entre martinfierristas y boedistas, luego el que mencioné de Sur, después en Contorno con la cuestión de la relectura de la novelística argentina y la colocación de Arlt en el centro de la escena. Más contemporáneamente, en Diario de Poesía, se puede ver la disputa entre neobarrocos y objetivistas.
–Así como Lugones rescató al Martín Fierro para canonizarlo, mientras José Hernández permanecía impugnado por “los cultos”, ¿prevé algún rescate de otros autores populares hoy ignorados por la academia?
–Bueno, uno puede tomar el caso de Roberto Fontanarrosa, por ejemplo; de hecho en Rosario salió hace un tiempo, como primer número de una revista de cuño académico, Riel, un trabajo dedicado a la obra de Fontanarrosa. También me parece que hay mucho gesto, digamos, algo propio de la vanguardia: se toma un escritor del margen y se coloca en el centro del sistema. Lo hizo Martín Fierro con Macedonio Fernández, Poesía Buenos Aires con Juanele Ortiz... Es una idea muy atractiva para intervenir en la historia de la literatura, y cada tanto aparece un grupo. A veces funciona y a veces no.
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