Lunes, 5 de septiembre de 2011 | Hoy
OPINIóN
Por Miriam Cairo *
Sabemos de Ecuador que su presidente es Rafael Correa, que pudo resistir un intento de golpe, pesadilla recurrente de las democracias de América latina. Sabemos que sus principales fuentes de riqueza son el cacao, el café y el banano. Sabemos también que ha sufrido conflictos limítrofes. Sabemos que el Barcelona de Ecuador es el equivalente de Boca y que el Emelec es el equivalente de River, cuando River era equivalente. Pero, de su literatura, ¿qué sabemos? Yo, al menos, sabía tan poco que se parecía a nada. Por ello, cuando el escritor ecuatoriano Manuel Ismael Duarte Bravo me conectó, a través de las redes sociales, la curiosidad por la literatura de ese país me llevó a golpear las puertas del cielo global:
Google. Y aunque me considero una navegadora irreductible, perseverante, mejor dicho, porfiada, Google sólo ofrecía nombres de autores, datos bibliográficos, pero ninguna lectura.
El vínculo con Manuel me demostró una vez más que las contratapas de Rosario/12 son perforadoras: taladran las fronteras geográficas. Son dialógicas: nos ponen en comunión con todos los lectores hispanoamericanos. Son irreverentes, abren caminos subterráneos que transgreden el circuito oficial de la literatura, corroen los formatos, se ofrecen a lectores insospechados al ser posteadas en los infinitos blogs literarios. Por haberme leído en las contratapas, Manuel Duarte me invitó junto a dos escritores amigos al Primer Encuentro Internacional en Babahoyo, capital del núcleo de Los Ríos. Así fue que Eugenio Previgliano, Patricio Raffo y la que cuenta esta historia armamos las valijas, y el 22 de este mes ya estábamos alzando la mano en el aeropuerto de Guayaquil para que nos reconociera el anfitrión y nos llevara al corazón de la hermosa provincia que nos acogería.
Esa misma mañana, la ciudad de Babahoyo y su gente se nos entraba en el cuerpo y en el alma por el aroma y el sabor de sus comidas, por la exuberancia de sus paisajes, por la cadencia de su hablar, por los brillantes colores de sus ropas, por su hospitalidad y su calidez. Visitamos colegios y universidades para promover el encuentro, y el diálogo con los jóvenes se dio de manera espontánea. La literatura, sin ningún esfuerzo ni poses académicas, allanó caminos hasta llegar al profundo territorio humano de los muchachos, que nos abrieron sus almas.
El 23 conocimos por fin a toda la comitiva de escritores ecuatorianos y el prefecto de Los Ríos, Marco Troya Fuertes, junto al presidente de la Casa de la Cultura, el licenciado Gary Esparza, y al escritor Manuel Ismael Duarte Bravo, ideólogo y realizador del evento, dieron por inaugurado el encuentro en el auditorio de la Universidad Técnica. Entre ellos también dio su discurso de bienvenida el alumno de un colegio y quedó claro que la virtud oratoria es un bien que se cultiva, se atiende y se cosecha. El investigador e historiador Carlos Calderón Chico ofició como maestro de ceremonia y expusimos las ponencias ante un público heterogéneo, conformado por alumnos universitarios y secundarios, docentes, personajes de la vida política, social, cultural, artística y público en general.
Uno puede señalar el mundo de este a oeste, de norte a sur, de noche a día, pero, por mucho que se esmere, si a su conocimiento no le suma la literatura, anda por la vida dando pasos escasos. Lo digo con conocimiento de causa: insuficiente era mi experiencia hasta que llegué a Babahoyo porque no conocía a Jaime Galarza, verdadera gloria de las letras ecuatorianas, autor de una obra cumbre, El festín del petróleo. Su denuncia contra el imperialismo le valió la cárcel en su juventud, lo que movió a Julio Cortázar a visitarlo en prisión y a levantar firmas entre intelectuales y políticos de América y Europa para lograr su liberación. Este “hombre sin tiempo” (no quiso revelar su edad) enfrentó al público y a los colegas con la inquietante pregunta de “¿hay una guerra cultural?”, para referirse a la situación actual de Latinoamérica y los Estados Unidos.
Insuficiente era mi experiencia literaria porque el mercado editorial no me había permitido acceder a la obra de Raúl Pérez, autor de En la noche y en la niebla, premio Casa de las Américas en 1980 y autor de Papiro ciego, su obra más reciente, para nombrar sólo algunos de sus trabajos. Si no lo hubiera escuchado decir que “la literatura es una forma que tiene la historia para ensamblar la memoria” y que “el escritor lleva sobre su espalda la culpa del mundo y también la esperanza”, sin dudas a mi conciencia como escritora y como ciudadana le faltaría algo de luz. Rengo hubiera sido mi andar por los caminos del mito y la leyenda si a la lectura de Jung y de Mircea Eliade no le hubiera podido sumar la pasión de Wilman Ordóñez, investigador de la tradición oral y de la cultura originaria, quien hizo cantar al auditorio los picarescos cánticos populares y dijo que “la literatura sirve para que la imaginación desgrane el destino”.
Corta hubiera sido mi mirada sobre el fenómeno de las redes sociales si Gabriel Cisneros no hubiera profundizado sobre el papel de éstas en la difusión de la literatura y en la formación de contenidos, ideas que además se plasman en textos mínimos, en su libro 20 giros en la pólvora y otros textos.
Famélico habría quedado mi apetito literario si no hubiera leído los relatos de Manuel Bravo, entretejidos con los hilos de la denuncia.
A toda la poesía leída, respirada por cada partícula de mi cuerpo, le faltaban los versos de Luis Enrique Yaulema: “Soñaba con el mar / lo dibujó / cuando regresó / un barco velero ancló en su orilla”. Al aire que respiro le faltaban los versos de Luis Carlos Mussó: “Tiene el silencio / en metros y palabras / su fiel metáfora”.
Incluso a mi tarea docente le faltaba el bello grano de arena que aportó María Adelaida Jaramillo, acerca de su experiencia de talleres literarios con jóvenes y niños.
Pero nosotros también brindamos. Eugenio, con su fraseo argentino, aportó una reflexión sostenida por un irónico tono científico-filosófico acerca del futuro en la relación entre periodismo y literatura. Patricio, con su ponencia sobre el erotismo en la literatura y su acento desenfadado, que contrastaba poderosamente con el decir cuidadoso y protocolar de los lugareños, generó la participación ardiente y el debate del público, porque el erotismo es un tesoro humano, que, como bien señaló Raffo, trasciende los límites del cuerpo y nos conecta con el placer en todas las dimensiones de la vida. Por mi parte, aporté algo sobre esa forma textual indómita que tanto me inquieta: la minificción, género emergente en toda Latinoamérica que me lleva a plantear una ambiciosa hipótesis respecto del boom latinoamericano de la brevedad.
El público, en su mayoría no académico, por completo desacostumbrado a los eventos literarios, se mostraba atrapado por conocer la rara, loca, exhaustiva tarea de los escritores. Se fotografiaron con nosotros como si fuéramos estrellas de rock. Pero este acontecimiento cultural, inédito para Babahoyo y para el núcleo de Los Ríos, conmovió también al interior de la provincia, donde alcaldes de dos cantones –el abogado Clovis Alvarez, alcalde de Palenque, y el abogado Carlos Ortega Barzola, alcalde de Puebloviejo– organizaron actos protocolares y festejos populares para recibirnos. En Puebloviejo recibimos las llaves de la ciudad. El acto fue celebrado con danzas típicas y con la recreación de un personaje folklórico del lugar, “Don Toribio”, que arrancó sonrisas con su picardía. Pero las emociones no se agotaron allí, porque el alcalde con sus propias manos nos había preparado hallacas, una comida que sin dudas fue el manjar de los dioses incas y cuya receta le ha sido enviada, por vía divina, a Carlos Ortega Barzola. En Palenque, el alcalde también nos recibió con comidas típicas elaboradas por el comité de damas: caldo de gallina criolla con yuca, arroz con menestra y seco de pollo, y para brindar, sobre el final, una chicha helada joven y ancestral, como el mismo Ecuador. En Palenque visitamos la antigua casa del revolucionario Nicolás Infante, que no sólo empuñó las armas sino también la palabra en el periódico La Nueva Era.
A lo largo del viaje, desde las historias de resistencia contra el imperialismo hasta las profusas plantaciones de banana; desde el amorío de Nicolás Infante con su media hermana, con la que tuvo cinco hijos, hasta los 54 hermanos de Alejandro, el ángel guardián encargado de nuestra seguridad a lo largo de nuestra estadía; desde el color fucsia de ciertas hojas que en la Argentina son verdes hasta el espontáneo cordón que nos hacían a nuestro paso los hermanos montubios, con inmaculada ropa blanca, tuvimos conciencia de que Babahoyo, Palenque y Puebloviejo son pedazos de Macondo. Un Macondo vivo, mágico y real, joven y ancestral.
Manuel Duarte, promotor de esta empresa quijotesca, presentó en la Casa de la Cultura su libro de relatos y minificciones Trazos de vida, que terminó con un festejo íntimo en casa de Gary Esparza, donde el piano del anfitrión se dejó tentar por el tango y el jazz que propuso Previgliano. Todo regado con un buen whisky enriquecido con hojas de coca que Gary compartió generosamente porque la alegría del evento lo ameritaba.
Fue, al cabo, lo que anticipó Vignoli en la nota previa al encuentro, en Rosario/12: lo que se produjo en Ecuador fue, más que una integración cultural, una “hermandad de la palabra”.
* Columnista de Rosario/12.
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