Lunes, 12 de septiembre de 2011 | Hoy
AYER SE VIO EN CANADá A LA FLAMANTE GANADORA DEL FESTIVAL DE VENECIA
El ruso Alexander Sokurov cierra su “Tetralogía del poder” con una imponente versión del clásico de Goethe. En tren de revisitar títulos históricos, la británica Andrea Arnold vuelve sobre Cumbres borrascosas... y triunfa en el intento.
Por Luciano Monteagudo
Desde Toronto
Los premios de la Mostra de Venecia se conocieron el sábado y el Toronto International Film Festival –que disfruta de una suerte de “vía rápida” con el Lido– ya tuvo ayer en su programación al flamante León de Oro veneciano: el imponente Fausto del ruso Alexander Sokurov. Cineasta inmenso, autor de una obra que abarca tanto ficción como una forma del documental que él llama “elegías” (de las cuales el próximo docBuenosAires exhibirá el mes próximo una selección de títulos inéditos en Argentina), el director de El arca rusa no había tenido hasta ahora, sin embargo, un premio de esta envergadura. Y le llega con este Fausto, inspirado en el poema dramático de Goethe, que cierra a su vez la llamada “Tetralogía del poder”, un proyecto de una gravedad wagneriana y de un grado de ambición inusual en el cine contemporáneo.
En 1999, la serie se inició con Moloch, un film consagrado a unos momentos banales en la vida íntima de Adolf Hitler, en su casa de descanso en las montañas. Luego, en 2001, con Taurus, le llegó el turno a Vladimir Iliánovich Lenin; y en el 2005, con El sol, al emperador japonés Hirohito, que en la soledad del poder, consumido por la visión del horror de ver a Tokio en ruinas, resigna su condición de “Dios encarnado”. Ahora en Fausto, Sokurov vuelve al mito de origen, a ese hombre capaz de firmar un pacto con el mismísimo diablo con tal de satisfacer sus deseos.
A diferencia de la obra de Goethe y de la legendaria versión cinematográfica anterior, filmada en 1926, durante el período mudo por el gran Friedrich Murnau, aquí sin embargo ese pacto llega casi al final del film, cuando Fausto (Johannes Zeiler) ya está extenuado y entregado a las intrigas de Mefistófeles (Andon Adasinsky), que se presenta bajo el disfraz de un usurero, en una pequeña ciudad alemana de aspecto vagamente medieval, con algunos anacronismos que remiten a la sucesión de guerras desatadas por el imperio austrohúngaro. La mujer del usurero (interpretada por Hanna Schygulla, que supo ser la musa de Fassbinder) semeja a su vez un extraño reptil, envuelta en una capa que parece hecha de escamas.
Como Hitler, Lenin e Hirohito en los films anteriores, el Fausto de Sokurov parece un personaje inofensivo, débil, abatido. Profesor sin cátedra ni recursos, cuando el film se abre lo encuentra diseccionando un cadáver y, preguntándose, entre todas esas vísceras viscosas, dónde puede ocultarse el alma. Pobre de toda pobreza, no tiene ni para comer y por eso cae fácilmente en las garras del usurero, que lo arrastra tras de sí, corrompiendo todo a su paso, en una travesía hipnótica, infinita, que recuerda un poco a la de El arca rusa, salvo que aquí el montaje reina y no hay planos secuencia.
Cineasta reconocido por sus preocupaciones espirituales, en Fausto, sin embargo, Sokurov es capaz de una carnalidad sorprendente. El cuerpo humano –desde su aspecto más repugnante y espurio, como materia muerta, hasta en su apogeo de juventud y belleza, encarnada por la joven Margarita– es sin duda uno de los temas centrales del film. Hay un erotismo que era desconocido hasta ahora en el cine de Sokurov. La impresionante fotografía digital del francés Bruno Delbonell –con esas imágenes deformadas por lentes anamórficos que son una marca del cine de Sokurov– interpreta plásticamente ambos extremos. Y el pacto que finalmente condena a Fausto a vagar por los infiernos (filmados en un paisaje impresionante, de auténticos géiseres) no es por el dinero ni por una juventud eterna, sino simplemente por poder pasar una noche a solas con su amada Margarita. El hombre, parece decir Sokurov, tiene ambiciones más modestas de las que confiesa.
Otro de los títulos premiados en Venecia también impresionó en Toronto. Se trata de Cumbres borrascosas, de la directora británica Andrea Arnold, galardonada por su “contribución artística”. A priori, es lícito dudar del interés que pueda tener una nueva versión (¿y van cuántas?) de la clásica novela romántica de Emily Brontë. Pero hay que ver el film para vencer todo prejuicio y comprobar la intensidad, la entrega y la verdad que derrocha el segundo largo de Arnold.
Ya en su debut, con El rebelde mundo de Mia (2009), Arnold había demostrado que sabía trabajar muy bien con la angustia y la fuerza descontrolada de la adolescencia. Pero aquí da un paso más audaz, porque consigue que esa energía desbocada de los personajes se contagie a un film de época, con una materia tan remanida como la novela de Brontë. Lejos de todo acartonamiento o academicismo, las Cumbres borrascosas de Arnold devuelven a la historia original su pasión romántica. La naturaleza hostil, el viento inclemente, las nubes de tormenta no son aquí meros adornos, sino la expresión de las tempestades emocionales que atraviesan Heathcliff y Cathy, cuando se conocen siendo todavía casi niños. La cámara en mano a la manera del cine de los hermanos Dardenne y la respiración agitada del film todo hacen aún más violenta esa relación condenada al fracaso.
El hecho de que el huérfano Heathcliff sea en esta versión un muchacho negro puede hacer pensar en una versión más balzaciana que gótica. Y prestarse incluso a una lectura política, considerando la explosiva situación social que impera actualmente en Gran Bretaña, donde las minorías empobrecidas son tan apaleadas por la policía como es castigado por su familia adoptiva el propio Heathcliff, llegado de las colonias (y por lo tanto antecesor de los reprimidos de hoy). Esa interpretación es válida y enriquece la película, pero no sería suficiente para darle vida si no fuera por el oscuro, enfermizo fervor romántico que la alimenta.
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