OPINIóN
› Por Diego Fischerman
En 1968, mientras se estrenaba María de Buenos Aires, que sus autores, Astor Piazzolla y Horacio Ferrer, bautizaron “operita”, Pete Townshend, cantante y compositor del grupo The Who, terminaba de componer otra operita, que llamó “ópera rock” y se editó al año siguiente en un álbum de dos discos –el 23 de mayo en Gran Bretaña, y el 31 en Estados Unidos–. Tommy trataba de un niño minusválido, héroe del pinball e hijo de un soldado (el Capitán Walker) muerto en la Segunda Guerra. Roger Waters, otro hijo de un soldado inglés muerto en esa guerra (filiación inmortalizada en dos discos, The Wall y The Final Cut, de Pink Floyd, que también se referían a otras batallas) conoció ese año a un escritor francés, Etienne Roda-Gil, y a su mujer dibujante, Nadine. Roda-Gil era letrista de Johnny Halliday y había compuesto “Et j’abolirai l’ennui” (“Y aboliré el aburrimiento”), un tema que cantó Julien Clerc y terminó convertido en himno callejero del Mayo Francés. Y el escritor y su mujer conversaron con Waters sobre un proyecto en común: una ópera. La idea dio vueltas y, finalmente, veinte años después, Waters tuvo el libreto. Lo olvidó y lo retomó. Lo corrigió y lo musicalizó. Hizo orquestar la obra por Rick Wentworth (un director de orquesta y compositor, discípulo de sir Colis Davis y de sir Michael Tippett). La publicó en un disco lujoso, que incluyó un DVD con la historia de su creación, y la estrenó en Roma, en 2005. La ópera se llama Ça ira y su argumento recorre distintas escenas de la Revolución Francesa, la de 1789 y no la de 1968. Waters cuenta, en el DVD, una historia épica, donde la composición de esta ópera –habría que discutir si en el campo de la música clásica se puede hablar de composición sin tener en cuenta la orquestación– aparece como la culminación de toda su carrera. El relato de Waters es el de un arduo camino de postergaciones y dificultades que, teatralmente, justifica y se justifica en el logro final. Pero el verdadero camino es el que va de la revolución del ’68, el año en que Pink Floyd publicaba su notable segundo disco, A Saucerful of Secrets, a esta obra conservadora, ingenua, sin la chispa ni la experimentación de los mejores momentos de Pink Floyd pero con toda la megalomanía de los peores. Juzgar una canción o un disco de rock con los criterios de valor de una ópera clásica sería un error. Intentar lo contrario no estaría menos equivocado. Ça ira, que se está negociando para que llegue el año próximo al teatro Colón, es el proyecto ideal para convocar a los públicos que sucumben ante la sola enunciación de nombres propios. La mera posibilidad de una ópera de Roger Waters, en un gran teatro clásico, alcanza para que los snobs comiencen a experimentar pequeños temblores de placer. Pero la verdad es que Ça ira no existe. Que no ha sido programada en ninguna temporada seria, que no es una ópera pop (como Tommy o como María de Buenos Aires) y que como ópera clásica es un fracaso. Que no hay allí nada de interés ni de modernidad. Apenas malas imitaciones de lo más aparente de la música clásica de mediados del siglo XIX. Sólo impericia y aburrimiento. Más que una ópera, otro ladrillo en la pared.
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