Viernes, 9 de diciembre de 2011 | Hoy
OPINIóN
Por Rodolfo Alonso *
Es con profunda, tocante emoción que recibo la anhelada y bienvenida noticia de que Ediciones En Danza, de Buenos Aires, va a lanzar finalmente en 2012 la poesía completa de Juan Antonio Vasco (1924-1984). No sólo porque, como les consta a su mujer y a sus dos hijas, hace ya mucho tiempo que aquí y allá, donde y cada vez que pude, venía insistiendo en la imperiosa necesidad de hacerlo, sino también porque, en todos los ámbitos de nuestra lengua, pero sobre todo en aquellos donde se produjo y donde se incluye: Argentina y Venezuela, la palabra vivaz y honda, vivificante y tañedora de este gran poeta latinoamericano, precisamente hoy debía volver a preñar el castellano con su timbre tan legítimo, con su tonada en que confluyen resonando el Plata y el Caribe.
Ya me había resultado particularmente alucinante tener que enfrentarme por escrito, en aquel panorama antológico de Juan Antonio Vasco que fue titulado como uno de sus mejores poemas: Déjame pasar (Ultimo Reino, Buenos Aires, 1988), con el amigo ya muerto que sin embargo sigue viviendo, hablando, mirándome y gesticulando desde nuestra propia memoria, literalmente desde su imagen todavía activa y movediza, indeleblemente grabada en el fondo de nuestras retinas.
Extraño fue entonces para mí toparme hecho lectura a un Juan Antonio Vasco que dentro mío conservo tan vivo y fresco como cuando lo conocí, apenas poco tiempo antes de su primera larga estadía en Venezuela, o cuando volvió de allí, unos diez años después, antes de comenzar a caer postrado en su trágico lecho de enfermo, donde lo esperaba otro largo viaje, quizás hacia sí mismo. Era unos diez años mayor que yo, pero esa distancia no existía en mi trato con él, a la vez exigente y fraternal. Al envío de mi cuarto librito, allá por 1959, respondió con unas líneas donde adoctrinaba amistosamente algo así como: “Desmelénate, chico. A ver qué barro arrastras”. Es que ya había dejado Chascomús y tomado contacto con el surrealismo porteño. Pero esas palabras suyas, a la vez toda una estética (y también toda una ética), nos testimonian y nos adelantan que su sincera adhesión a los postulados de André Breton y sus amigos no era en absoluto, de ningún modo, apenas intelectual.
El choque de aquella imagen íntima, privada, con el redescubrimiento que supuso entonces aquella antología preparada por Ricardo Herrera, fue capaz de producirme ciertas reverberaciones que quizá superaban, intuyo, el caso particular. Porque la palabra escrita, la palabra poética (y muy especialmente esta palabra), no es por supuesto meramente el reflejo, digamos especular, de una personalidad. No es, apenas, un instrumento, y mucho menos un utensilio. Aun para quien no acepte que el lenguaje tenga una vida propia, y se niegue entonces a imaginar que podamos ser nosotros su instrumento y no sólo a la inversa, difícil será negarse a la evidencia de aquello a lo que tan bien aludió el límpido Pedro Salinas: que el lenguaje tira de uno.
Y ya que estamos hablando de surrealistas, recordemos que la ortodoxia de ese movimiento quiso liberarse de los imperativos de la razón e imaginó –Breton dixit– un “automatismo psíquico puro” que permitiría la libre expresión del inconsciente. Pues bien, tal automatismo entonces considerado archirrevolucionario, a mi modesto entender no deja de seguir considerando al lenguaje como un instrumento, en este caso del inconsciente en lugar de la razón. Pero, a la vez, también resulta llamativo que, en una literatura como la argentina, donde prácticamente no ha tenido asidero el llamado “realismo mágico”, haya sido de los integrantes del pequeño grupo filosurrealista de donde surgieron voces tan hondamente, tan íntegramente latinoamericanas como las de Enrique Molina, Francisco Madariaga o Juan Antonio Vasco. Así como no es menos llamativo que, en todos ellos, cada cual a su modo, el esplendor de los paisajes soñados o entrevistos se haga uno, se haga carne en el esplendor de los lenguajes, orgánicamente espontáneos y, sobre todo para el caso de Vasco, sabiamente, sagazmente populares, en el mejor sentido.
Aquella selección de 1988, que creyó conveniente dividir su contenido entre poemas, cuentos, ensayos y traducciones (coincido en que no he leído mejor traducción castellana de Gottfried Benn), además de su loable intento (que recién ahora se va a cumplir en plenitud) de poner en circulación la personalidad de un poeta absolutamente singular y a la vez también significativo como vimos de ciertas actitudes más generales, ostentó asimismo otros méritos. Que comenzaban directamente por Historia de Vasco, título homónimo de aquel drama del luminoso Georges Schehadé que tan bien le sirvió allí a Herrera, en un lúcido hallazgo (y me sirve ahora a mí) para denominar igualmente a su atinada introducción. En la que seguía en gran medida el itinerario vital de nuestro poeta: su infancia de huérfano a quien llevan a vivir al campo, su adolescencia en Chascomús, el encuentro con los surrealistas porteños, los diez largos años en Venezuela, esa larga y lenta agonía de su maldita enfermedad (sobrellevada con tanta entereza, con tanto valor, realmente ejemplares).
Algunas claves se acentúan cuando vuelvo a leerlo: en primer lugar, la honestidad absoluta –doy fe–, la absoluta inocencia con que Vasco vivió y nunca trató de ocultar sus contradicciones (esas contradicciones que alguna vez comparé con señales de estar vivo), principalmente entre las antónimas poesía y publicidad, sin duda como agua y aceite para quien adhiriera al ideario surrealista que, bien sabemos, no era revolucionario apenas en literatura, y el ejercicio de altos cargos directivos en una desmedida multinacional. Pero también, y de un modo cabalmente relevante, su fidelidad, su pasión, su entrega a esa dicha del lenguaje que la poesía es según Wallace Stevens (su hermano también en contradicciones similares). Si Vasco inicia su producción en forma magistral a través de las formas clásicas castellanas, y aunque después tomara caminos bien opuestos, también es verdad que nunca las despreció, especialmente en el sentido de que él sabía que no debían considerarse una finalidad, sino un medio. Uno de los instrumentos posibles para ese verdadero fin que es el lenguaje, el genio de la lengua que tanto lo conmovió a él mismo descubrir vivo y contagioso en su itinerario latinoamericano, y sobre todo en su contacto tan fraternal con el pueblo venezolano.
Si hoy puedo continuar afirmando que, especialmente su imborrable Hay que pagar, pero también su sintomático Prohibido pasar, me siguen pareciendo absolutamente imprescindibles cuando se quiera hacer una muestra certera de la poesía latinoamericana contemporánea, bien sabemos que ello no es así tan sólo por sus evidentes, inclusive sonoros hallazgos verbales, por sus peculiares logros digamos estilísticos (que los tiene, y muchos), sino también por la forma en que, al hacerlo, allí quedan encarnados asimismo de manera inefable, indiscernible, su denuncia del hambre y la injusticia que soportaron y aún soportan tantos humildes de estas tierras, aquella otra idea de la poesía que “se hace negación de la iniquidad” que enarbolara nada menos que Baudelaire. Belleza que es verdad, y también viceversa, la palabra de Juan Antonio Vasco no seduce: enuncia; no propone, no discurre: evidencia. Como la indeleble “rosa de fuego” que él supo entrever y enaltecer también en don Antonio Machado, el fuego de su verdad y el fuego de su belleza vivirán hechos uno en el poema logrado, seguirán viviendo en otros, en quienes sean dignos de ellos.
* Poeta.
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