ENTREVISTA A MIGUEL GUERBEROF
Hablar sin palabras
En Solo acto sin palabras, el actor y director retoma una obra en dos partes de Samuel Beckett, de quien no sólo montó una decena de piezas, sino que le sirvió para bautizar la sala.
Por Cecilia Hopkins
Nacido en 1906, el irlandés Samuel Beckett saltó a la fama (muy a pesar suyo, a causa de su proverbial retraimiento) cuando en 1954 se estrenó la polémica Esperando a Godot. Autor de una profusa obra narrativa y lírica, el mismo Beckett se encargó de aclarar que fue a partir de la década del 50 cuando supo que había encontrado su personal modo de expresión: “Caí en la cuenta de mi propia idiotez, sólo entonces empecé a escribir lo que sentía”. Desde entonces, sus textos comenzaron a poblarse de personajes privados de voluntad o, a la inversa, de seres dotados de un voluntarismo desmesurado, pero sin mucho para hacer. En sus obras, dúos de clowns poco ortodoxos (Pozzo y Lucky, Mercier y Camier, Neil y Nagg) ocupan la escena para desarrollar diálogos deshilvanados, entrecortados por enigmáticos silencios. En Acto sin palabras (hay dos versiones, I y II) Beckett presenta sendos personajes sin habla, los cuales, a partir de una violenta señal sonora, comienzan a relacionarse con su entorno, de acuerdo con diversos grados de alienación.
Director y actor especializado en Beckett (según sus cálculos, ya concretó unas diez puestas del autor dublinense), Miguel Guerberof acaba de estrenar Solo acto sin palabras, espectáculo que integra las dos versiones de aquellas piezas, interpretadas por Gerardo Baamonde y Facundo Ramírez (quienes ya las habían presentado en varias oportunidades conducidos por el mismo director), a las que se suma un texto no estrenado en el país –Solo–, perteneciente a la última época del autor. De este modo, Guerberof contrapone silencio y verborragia, dos rasgos tan opuestos como beckettianos: “No querer decir, no saber lo que se quiere decir, no poder decir lo que se cree que se puede decir, o casi”. Esa misma actitud del protagonista de la novela Molloy (1951) parece animar el insólito discurso que lanza el anónimo personaje de Solo, a cargo del propio Guerberof.
“Hacer este autor ya es un hábito para mí y, como decía el mismo Be-ckett, ‘el hombre es prisionero de sus hábitos como el perro de su vómito’”, se ríe el actor y director en la entrevista con Página/12. El estreno coincide con la inauguración del Beckett Teatro, la nueva sala del Abasto (Guardia Vieja 3556) que lo tiene a Guerberof al frente de la dirección artística. Construido muy poco antes del desastre de Cromañón sobre lo que fue un depósito de artículos de limpieza, el teatro cuenta con 100 butacas y, según se enumera, todos los requerimientos de seguridad al día. Ante la pregunta acerca de las expectativas que genera el nuevo espacio, el director anticipa: “Quiero tenerlo abierto a todo tipo de experiencias para que se instale una corriente de público. Y que funcione para los que nunca hicieron teatro: cuando daba clases en el Conservatorio, yo iba a ver las obras que ponían mis alumnos. Las hacían en los lugares más insólitos y, a veces, pagando fortunas. Quiero que vengan esos espectáculos y que los pongan aquí durante la semana: tienen que tener en claro que cuando se hace teatro alternativo también hay que adaptarse a horarios alternativos”. Por el momento, la programación está completa: a Solo... se le suma la reposición de La Chira, de Ana Longoni, con dirección de Ana Alvarado y, próximamente, una versión de El amante, de Harold Pinter, y Alcestes, de Eurípides, ambas dirigidas por el mismo Guerberof.
En relación con su recientemente estrenado espectáculo, el director observa que fue concebido “como un homenaje a toda la obra de Beckett: los personajes son los de Esperando a Godot, comen zanahorias, se cepillan los dientes y toman su remedio como la Winnie de Los días felices, también hay referencias sutiles a Final de partida y Molloy. El monólogo de Solo se puede referir a todos sus personajes, por eso ninguno de los dos actores sale de escena. Es como una conferencia absurda, un discurso que no tiene una sola coma; las pausas, la respiración que le encuentra el actor es lo que lo hace fluir, por eso no es fácil aprehender la cadencia que necesita ese texto”. Es evidente que las palabras y silencios de Beckett resuenan en Guerberof de un modo particularmente intenso: “La empatía que siento con sus textos viene, seguramente, de la profunda desilusión que siento”, razona. “Hay quien dice ‘tengo esperanza pero no tengo ilusiones’ y otros que invierten la frase. Yo, en cambio, no tengo ningún tipo de esperanzas ni ilusiones, lo cual no quiere decir que no tenga proyectos ni ganas de hacer cosas, algo que es inevitable. Pero expectativas muy grandes no tengo. Comparto con él esa ironía que tiene sobre la desilusión. Esas manchas en el silencio que tienen sus textos lo han diferenciado de muchos otros creadores contemporáneos suyos. La síntesis de Beckett nos recuerda que cada vez hablamos con menos palabras. Sólo que no son tan significativas como las suyas.”