OPINIóN
› Por Gabriel Guralnik
El pasado viernes 2 se cumplieron 30 años desde que Philip K. Dick abandonó este planeta, o acaso decidió tomar otra identidad. Pobre homenaje habría sido usar una fecha exacta para recordar a quien, metódicamente, develó la inexactitud de todo lo que creemos “real”. Pero es imposible olvidarnos de él, aunque sin duda él ya nos haya olvidado. Si es que alguna vez creyó en nuestra existencia.
Que el mundo que nos rodea pueda ser una ficción, en la que todos vivimos atrapados, ha sido tema de estudio desde los comienzos mismos de la filosofía. Que la ficción sea producto de un artificio tecnológico es una deuda que tenemos, para siempre, con Dick. Se dice que nació en Chicago, hacia 1928. Se dice que murió en California, en 1982. Se dice. Estaba demasiado adelantado a esa época como para no creer que haya venido de otro lado y se haya vuelto a ir, cansado de este mundo, que creemos tan importante sólo porque, supuestamente, vivimos en él.
Un lector inadvertido puede creer que Dick se dedicó a escribir ciencia ficción. Que los aficionados al género lo confirmen no hace más que desmentirlo. Dick fue, de algún modo, escritor. Escribió. Treinta y seis novelas, y más de ciento veinte cuentos. No haremos aquí la síntesis de sus obras. No alcanzaría el espacio ni el tiempo. Y quienes no las conocen bien pueden buscarlas en esa realidad virtual que él anticipó, que hoy llamamos Internet.
Dick fue crítico del autoritarismo, de la guerra y del capitalismo. Es una ironía que el padre de Dick se haya llamado J. Edgar. De hecho, el FBI se dedicó a investigarlo, por su socialismo, sus vínculos con la contracultura y su oposición a la guerra. Se dice que, a mediados de los ’50, fue visitado por agentes de don J. Edgar (no Dick, sino Hoover). El resultado fue que terminó siendo amigo de uno de los agentes, a quien le enseñó a manejar. Otra ironía, si se quiere.
En la peor miseria, recibió apoyo de uno de los más convencidos anticomunistas: el gran Robert Heinlein –con quien discrepaba en lo político– le ofreció más de una vez ayuda, cubrió alguna de sus deudas y hasta ofreció comprarle una máquina de escribir. Heinlein detestaba el comunismo. Dick detestaba cualquier tipo de control sobre el sujeto, fuese estatal o privado. A los 35 años recibió el Premio Hugo por El hombre en el castillo, tal vez la mejor novela contrafáctica jamás escrita. No le reportó fama (salvo en un pequeño círculo) ni dinero. Pero el Hugo, ya prestigioso, aumentó su prestigio al tenerlo entre sus ganadores.
Entre sus visiones, se contaba la reiterada idea de que “el Imperio nunca cayó”. Llegó a comentar que estaba viviendo una doble vida: como Philip Dick, y como Tomás, un cristiano perseguido por los romanos del Imperio (que nunca cayó). No faltan quienes atribuyen a las drogas y a una (presunta) crisis psicótica sus visiones. En especial, la de VALIS, el sistema de “vasta inteligencia viviente”, que podía ser tanto un generador de realidad como un medio de comunicación intergaláctico. Es improbable que hayan sido las drogas, o la psicosis, las que provocaron que hablase, al menos una vez, en un antiguo dialecto griego que nunca había oído. O que lo hayan llevado a detectar en su hijo una hernia (de posibles consecuencias fatales), que los médicos negaron, hasta que los obligó a operarlo y le salvó la vida.
Cuando, en 1999, Matrix estalló en las pantallas, la humanidad entrevió, en parte, lo que Dick había anunciado toda la vida. Que la película se inspira en Ubik, VALIS, Exégesis, La penúltima verdad, Una mirada a la oscuridad, o una combinación de ésas y otras de sus obras (escritas treinta o cuarenta años antes), es conocido por quienes leyeron su obra. Que el sujeto, cautivo de una conspiración global, de una realidad simulada, sólo puede apelar al recurso ético, es menos evidente. Pero, acaso, más importante.
Philip K. Dick fue famoso y desconocido. Fue exitoso y pobre. Escribió, entre líneas, lo que consideraba una conspiración real, pero es admirado como autor de ficción. En 2012, la conspiración arrecia (parafraseando a Borges). Esta Tlön digital, vislumbrada por Dick, contará pronto con tres mil millones de usuarios. Nada más dickeano que las actas SOPA y PIPA, o la persecución de Taringa! como si fuese la peste. Tal vez lo sea, para los dueños de la Matrix. El espacio de resistencia debe ser destruido, junto con sus creadores. La Guerra Digital que comienza fue anunciada por Dick hace varias décadas.
Tal vez por eso, en 1982 decidió volver al lugar del que había venido. Quienquiera que haya sido, Philip K. Dick ya cumplió su tarea. Nos puso sobre aviso. La conspiración imaginaria es bien real. Elegir el bando correcto, luchar o no en la Guerra Digital, creer o no en la realidad de lo imaginario, es elección nuestra. Es, acaso, lo único que podemos elegir. Pero ya es algo.
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